XVII

En el que se ve cómo los hijos pródigos terminan siendo banqueros y millonarios, cuando son de Francfort del Main

 

El señor Gédéon Brunner, padre de Fritz, uno de esos célebres hoteleros de Francfort del Main que practican, en complicidad con los banqueros, considerables sangrías autorizadas por la ley en la bolsa de los viajeros, y, aparte de eso, sincero calvinista, se casó con una judía conversa, a cuya dote debía los fundamentos de su fortuna. Esta judía murió, dejando a su hijo Fritz, a la edad de doce años, bajo la tutela del padre, y bajo la vigilancia de un tío materno, peletero en Leipzig, y dueño de la casa Virlaz y Compañía. Brunner padre se vio obligado por este tío, que no era tan suave como sus pieles, a depositar la fortuna del joven Fritz en muchos marcos «bancarios» en la casa Al-Sartchild, y sin poderlos tocar. Para vengarse de esta exigencia israelita, Brunner padre volvió a casarse, alegando la imposibilidad de dirigir un inmenso hotel sin la vigilancia y la ayuda de una mujer. Casó con la hija de otro hotelero, en la que creyó ver una perla; pero aún no había probado lo que era una hija única adulada por su padre y por su madre. La segunda señora Brunner fue lo que son las jóvenes alemanas cuando resultan de mal natural y ligeras de cascos. Disipó su fortuna y vengó a la primera señora Brunner, convirtiendo a su marido en el hombre más desgraciado en su hogar que se conoció en el territorio de la ciudad libre de Francfort del Main, en donde, según dicen, los millonarios van a hacer dictar una ley municipal que obligue a las mujeres a quererles sólo a ellos. Esta alemana era aficionada a los diversos vinagres que los alemanes llaman comúnmente vinos del Rin; era aficionada a los artículos de París, a montar a caballo, a las joyas y a los buenos vestidos; la única cosa cara que no le gustaba eran las mujeres. Sentía una gran aversión por el pequeño Fritz, y le hubiera hecho volver loco, si este joven producto del calvinismo y del mosaísmo no hubiese tenido a Francfort por cuna y a la casa Virlaz de Leipzig por tutela; pero el tío Virlaz no pensaba más que en sus pieles, y sólo velaba por sus marcos «bancarios», dejando al niño a la merced de su madrastra.

Aquella hiena aún se ponía más furiosa contra aquel querubín, hijo de la bella señora Brunner, por el hecho de que, a pesar de unos esfuerzos dignos de una locomotora, no podía tener hijos. Impulsada por una idea diabólica, esta criminal alemana lanzó al joven Fritz, a la edad de veintiún años, a libertinajes antigermánicos. Esperaba que el caballo inglés, el vinagre del Rin y las Margaritas de Goethe consumirían al hijo de la judía junto con su fortuna; ya que el tío Virlaz había dejado una bonita herencia a su pequeño Fritz, cuando éste llegó a la mayoría de edad. Pero si las ruletas de los balnearios y los amigos del vino, entre los cuales figuraba Wilhem Schwab, terminaron con el capital Virlaz, aquel joven hijo pródigo siguió con vicia para servir, según los designios del Señor, de ejemplo a los segundones de la ciudad de Francfort del Main, en la que todas las familias le utilizaban como espantajo para conservar a sus hijos fieles y asustados detrás de sus mostradores de hierro forrado de marcos «bancarios». En vez de morir en la flor de la edad, Fritz Brunner tuvo el placer de ver enterrar a su madrastra en uno de esos encantadores cementerios en los que los alemanes, con el pretexto de honrar a sus muertos, se entregan a su desenfrenada pasión por la horticultura. La segunda señora Brunner murió, pues, antes que los autores de sus días, y el viejo Brunner se vio tan afectado por el dinero que ella había extraído de sus cofres, y por tales penalidades, que el hotelero, de constitución hercúlea, a los sesenta y siete años, quedó tan maltrecho como si hubiese sido víctima del famoso veneno de los Borgia. El no heredar de su mujer, después de haberla soportado durante diez años, convirtió al hotelero en otra ruina de Heidelberg, pero incesantemente reparada por las Rechnungs de los viajeros, como se repara la de Heidelberg para mantener el entusiasmo de los visitantes que acuden para ver las hermosas ruinas, tan bien conservadas. En Francfort se hablaba de ello como de una quiebra, y se señalaba a Brunner con el dedo diciendo:

—¡Mira a lo que pueden conducirnos una mala mujer de quien no se hereda, y un hijo educado a la francesa!

En Italia y en Alemania los franceses son la causa de todas las desdichas, el blanco de todas las balas; pero el dios, siguiendo su camino… (La continuación, igual que en la oda de Lefranc de Pompignan.)

La cólera del propietario del gran hotel de Holanda, no cayó solamente sobre los viajeros, cuyas facturas (Rechnungs) se resintieron de sus sinsabores. Cuando su hijo estuvo totalmente arruinado, Gédéon, considerándole como la causa indirecta de todas sus desgracias, le negó el pan y el agua, la sal, la chimenea, la vivienda y la pipa… lo cual en un padre hotelero y alemán es ya el grado máximo de la maldición paterna. Las autoridades de la comarca, sin darse cuenta de que era responsable de antiguas culpas, y viendo en él a uno de los hombres más desdichados de Francfort del Main, le prestaron ayuda; expulsaron a Fritz del territorio de la ciudad libre, sin tener motivos justificados. La justicia no es en Francfort, a pesar de que esta ciudad sea la sede de la Dieta Germánica, ni más humana ni más cuidadosa que en cualquier otro sitio. Raras veces un magistrado remonta el curso del río de los delitos y de los infortunios para saber quién tenía en sus manos la cántara de la que salió el primer hilillo de agua. Si Brunner olvidó a su hijo, los amigos del hijo imitaron al hotelero.

¡Ah! Si esta historia hubiese podido representarse ante la concha del apuntador para aquella asamblea en cuyo seno los periodistas, los petimetres y algunas parisienses se preguntaban de dónde salía la figura profundamente trágica de aquel alemán que había aparecido en el París elegante en pleno estreno, solo en un palco proscenio, hubiese sido algo mejor que la obra de gran espectáculo de La Novia del Diablo, a pesar de no ser más que la cienmilésima representación de la sublime parábola que había tenido por escenario la Mesopotamia, tres mil años antes de Jesucristo.

Fritz fue a pie a Estrasburgo, y allí encontró lo que el hijo pródigo de la Biblia no encontró en la patria de las Sagradas Escrituras. En esto se demuestra la superioridad de la Alsacia, tan abundante en corazones generosos, para hacer ver a Alemania la belleza de la combinación del esprit francés y de la solidez germánica. Wilhem, que había heredado de sus padres hacía muy pocos días, poseía cien mil francos. Abrió los brazos a Fritz, le abrió su corazón, le abrió su casa, le abrió su bolsa. Describir el momento en que Fritz, polvoriento, desdichado y casi leproso, encontró al otro lado del Rin una verdadera moneda de veinte francos en la mano de un verdadero amigo, sería aspirar a componer una oda, y sólo Píndaro podría lanzarla en griego sobre la humanidad para avivar la amistad moribunda. Poned los nombres de Fritz y Wilhem junto a los de Damón y Pitias, de Cástor y Polux, de Orestes y Pilades, de Dubreuil y Pmejah, de Schmucke y Pons, y de todos los nombres imaginarios que queramos dar a los dos amigos de Monomotapa, pues La Fontaine, como hombre de genio que era, sólo ha hecho de ellos apariencias sin cuerpo, sin realidad; añadid estos dos nombres nuevos a aquellos ejemplos, con tanta más razón cuanto que Wilhem devoró su herencia en compañía de Fritz, como Fritz se había bebido la suya con Wilhem, pero, desde luego, fumando todas las especies de tabaco conocidas.

Los dos amigos dilapidaron esa herencia, ¡cosa rara!, en las cervecerías de Estrasburgo, del modo más estúpido, más vulgar, con figurantas del teatro de Estrasburgo y alsacianas, de cuya virtud quedaba ya bien poca cosa. Y todas las mañanas se decían el uno al otro:

—Esto tiene que terminarse, hay que tomar una decisión, hay que hacer algo con lo que nos queda.

—¡Bah! ¿Precisamente hoy? —decía Fritz—; mañana… mañana…

En la vida de los derrochadores, Hoy es un gran fatuo, pero Mañana es un cobardón que se asusta del valor de su predecesor; Hoy es el Capitán de la antigua comedia del arte, y Mañana es el Pierrot de nuestras pantomimas. Cuando se vieron con el último billete de mil francos, los dos amigos reservaron dos plazas en las Mensajerías llamadas reales, que les condujeron a París, y allí se alojaron en la buhardilla del hotel del Rhin, de la calle del Mail, cuyo propietario, Graff, había sido el hombre de confianza en el negocio de Gédéon Brunner. Fritz aceptó un empleo de oficinista, con un sueldo de seiscientos francos, en la banca de los hermanos Keller, a quienes Graff le recomendó. Graff, el dueño del hotel del Rhin, es el hermano del famoso sastre Graff. El sastre contrató a Wilhem en calidad de tenedor de libros. Graff buscó estos modestos empleos para los dos hijos pródigos, en recuerdo de su aprendizaje en el hotel de Holanda. Estos dos hechos: un amigo arruinado a quien acoge un amigo rico, y un hotelero alemán que se interesa por dos compatriotas sin un céntimo, harán suponer a ciertas personas que esta historia es una novela, pero todas las cosas verdaderas se parecen extraordinariamente a las imaginadas, tanto más cuanto éstas, en nuestro tiempo, realizan esfuerzos inauditos por parecerse a la verdad.

Fritz, empleado por seiscientos francos, y Wilhem, tenedor de libros con el mismo sueldo, se dieron cuenta de la dificultad de vivir en una ciudad tan cortesana como París. Y así, desde el segundo año de su estancia en la capital, 1837, Wilhem, que poseía dotes no despreciables de flautista, entró en la orquesta dirigida por Pons, para poder acompañar con algo su pan de cada día. En cuanto a Fritz sólo pudo ganarse un suplemento a su paga desplegando la capacidad financiera de un miembro de la familia Virlaz. A pesar de su tenacidad, tal vez a causa de su talento, en 1843, el francfortés sólo había llegado a los dos mil francos. La miseria, esa divina madrastra, hizo por aquellos dos jóvenes lo que sus madres no habían podido hacer: les enseñó lo que es el ahorro, la sociedad y la vida; les dio esa gran educación tan sólida que proporciona a correazos a los grandes hombres, todos desgraciados en su niñez. Fritz y Wilhem, como no eran hombres excepcionales, no asimilaron todas las lecciones de la desdicha, se defendieron de sus ataques, encontraron su pecho poco acogedor, sus brazos, descarnados, no supieron convertirla en Urgèle, el hada buena que cede a las caricias de los hombres de genio. Sin embargo, se dieron cuenta de todo el valor de la fortuna, y se prometieron no volverla a dejar escapar si alguna vez volvía a llamar a su puerta.

 

 

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