XIX

Acerca de un abanico

 

El orgulloso silencio de Pons, refugiado en el monte Aventino de la calle de Normandía, forzosamente había llamado la atención de la presidenta, quien, al verse libre de su parásito, no se atormentaba mucho por ello; pensaba, al igual que su encantadora hija, que el primo había comprendido la broma de su pequeña Lilí; pero las cosas eran distintas para el presidente. El presidente Camusot de Marville, un hombrecillo gordo a quien sus ascensos en la magistratura habían convertido en una persona envarada, admiraba a Cicerón, prefería la Ópera Cómica a los Italianos, comparaba a unos actores con otros, y seguía en todo el parecer de la mayoría; repetía como suyos todos los artículos del diario ministerial, y, al opinar, parafraseaba las ideas del consejero por cuya boca hablaba siempre. Este magistrado, ya bien conocido por los principales rasgos de su carácter, obligado por su posición a tomarlo todo en serio, concedía sobre todo una gran importancia a los vínculos familiares. Como la mayor parte de los maridos totalmente dominados por sus mujeres, en las nimiedades el presidente presumía de una independencia que su mujer respetaba. Si durante un mes el presidente se contentó con las excusas triviales que la presidenta le daba acerca de la desaparición de Pons, terminó por encontrar extraño que el viejo músico, después de cuarenta años de amistad, no volviera por su casa, precisamente después de haberles hecho un regalo tan considerable como el abanico de Madame de Pompadour. Aquel abanico, que el conde Popinot calificó de obra maestra, valió a la presidenta en las Tullerías en donde aquella maravilla pasó de mano en mano, cumplidos que halagaron extraordinariamente su amor propio; se comentó la belleza de las diez varillas de marfil, cada una de las cuales tenía esculturas de una delicadeza nunca vista. Una dama rusa (los rusos se creen siempre en Rusia), en casa del conde Popinot, ofreció seis mil francos a la presidenta por aquel prodigioso abanico, sonriendo al verlo en tales manos, porque era, preciso es reconocerlo, un abanico de duquesa.

—No puede negarse que nuestro pobre primo —dijo Cécile a su padre al día siguiente de esta oferta— entiende de veras en estas chucherías…

—¡Chucherías! —exclamó el presidente—. Pues el gobierno va a pagar trescientos mil francos por la colección del difunto señor consejero Dusommerard, y a pagar, a medias con la ciudad de París, cerca de un millón para comprar y restaurar el palacio de Cluny para albergar chucherías como ésta… Estas chucherías, mi querida hija, son a menudo los únicos testimonios que nos quedan de civilizaciones desaparecidas. Un jarrón etrusco, un collar, que a veces valen el uno cuarenta, el otro cincuenta mil francos, son chucherías que nos revelan la perfección de las artes en los tiempos del sitio de Troya, demostrándonos que los etruscos eran troyanos que se habían refugiado en Italia.

Así solían ser las burlas del achaparrado presidente, que, con su mujer y su hija, procedía con una ironía no demasiado ágil.

—El conjunto de los conocimientos que exigen estas chucherías, Cécile —siguió diciendo—, es una ciencia que se llama arqueología. La arqueología comprende la arquitectura, la escultura, la pintura, la orfebrería, la cerámica, la ebanistería, arte modersísimo; los encajes, los tapices, en fin, todas las creaciones de la artesanía.

—¿Así que el primo Pons es un sabio? —dijo Cécile.

—¡A propósito! ¿Por qué no le vemos más a menudo? —preguntó el presidente, con el aire de un hombre que acusa de pronto una conmoción producida por mil observaciones olvidadas, cuyo conjunto súbitamente hace blanco, para usar una expresión típica de los cazadores.

—Se habrá amoscado por alguna tontería —respondió la presidenta—. Quizá yo no he sabido apreciar debidamente lo que significaba el regalo de este abanico. Ya sabes que soy bastante ignorante…

—¿Tú? Una de las mejores alumnas de Servin —exclamó el presidente—… ¿Tú no conocías a Watteau?

—Yo conocía a David, a Gérard, a Gros y a Girodet, y a Guérin, y al señor de Forbin y al señor Turpin de Crissé…

—¡Pues hubieras debido…!

—¿Qué es lo que hubiese debido? —preguntó la presidenta contemplando a su marido con un aire de reina de Saba.

—Saber quién es Watteau, querida, está muy de moda —respondió el presidente con una humildad que denotaba hasta qué punto estaba supeditado a su mujer por lo que le debía.

Esta conversación tuvo lugar pocos días antes del estreno de La Novia del Diablo, en el que toda la orquesta quedó impresionada por el aspecto enfermizo de Pons. Y los que estaban acostumbrados a ver a Pons sentado a su mesa, y a tomarle por recadero, empezaban a hacerse preguntas, y en el círculo de amistades que frecuentaba el pobre hombre empezó a cundir una inquietud tan evidente, que incluso una serie de personas la notaron desde su butaca del teatro. A pesar de que, en sus paseos, Pons evitaba cuidadosamente a sus antiguas amistades cuando tropezaba con alguna de ellas, un día se encontró frente a frente con el ex ministro, el conde Popinot, en la tienda de Monistrol, uno de los más ilustres y audaces cambalacheros del nuevo bulevar Beaumarchais, de quien meses atrás Pons había hablado a la presidenta, y cuyo entusiasmo socarrón hace encarecer de día en día las antigüedades, que, según dicen ellos, abundan tan poco que ya no se encuentran.

—Mi querido Pons, ¿cómo es que no le hemos vuelto a ver? Le echamos mucho de menos, y la señora Popinot no sabe qué pensar de esta deserción.

—Señor conde —respondió el infeliz—, en casa de uno de mis parientes me han dado a entender que a mi edad ya se está de más en la sociedad. Hasta ahora nunca me habían recibido con demasiadas consideraciones, pero al menos todavía no se me había insultado. Yo nunca he pedido nada a nadie —dijo con el orgullo artista—. A cambio de algunas atenciones, yo solía ser útil a los que me acogían. Pero parece ser que me equivocaba, y que se me consideraba sujeto a todas las obligaciones, a todo género de servidumbres, a cambio del honor que me hacían invitándome a comer mis amigos, mis parientes… Pues bien, ya he presentado mi dimisión de gorrón. En mi casa encuentro todos los días lo que ninguna mesa me ha ofrecido aún: un verdadero amigo.

Estas palabras, impregnadas de la amargura que el anciano artista tenía aún la facultad de expresar con sus gestos y con su acento, impresionaron hasta tal punto al par de Francia, que llevó aparte al digno músico.

—Veamos, mi buen amigo, ¿qué le ha ocurrido? ¿No puede usted confiarme lo que le ha herido de este modo? Permítame hacerle observar que en mi casa espero que haya encontrado siempre todas las consideraciones…

—Usted es la única excepción que hago —dijo el pobre hombre—. Además, usted es un gran señor, un hombre de Estado, y sus preocupaciones lo excusarían todo, en caso de que fuera necesario.

Pons, ante la habilidad diplomática que Popinot había adquirido manejando hombres y negocios, terminó por contar sus infortunios en casa del presidente de Marville. Popinot se tomó tanto interés por el asunto, que apenas llegar a su casa habló de ello con la señora Popinot, una mujer excelente y muy digna, que, en la primera ocasión en que se encontró con la presidenta le transmitió sus quejas. Por su parte el ex ministro ya había hablado con el presidente a este respecto, y de este modo en casa de los Camusot de Marville hubo una explicación en familia. A pesar de que Camusot no fuera precisamente quien mandara en su casa, sus amonestaciones eran demasiado fundadas de hecho y de derecho, para que su mujer y su hija no las reconociesen como justificadas; ambas se humillaron y cargaron la culpa a los criados, y éstos, una vez convocados y reprendidos, no obtuvieron el perdón hasta que lo hubieron confesado todo, lo cual demostró al presidente la razón que asistía al primo Pons para quedarse en su casa. Como todos los hombres que están dominados por sus mujeres, el presidente desplegó toda su majestad marital y judiciaria, declarando a sus criados que serían despedidos y que perderían así todos los beneficios que sus largos años de servicio podrían haberles valido, si, a partir de entonces, su primo Pons y todos los que le hacían el honor de acudir a su casa, no eran tratados como él mismo. Esta frase hizo sonreír a Madeleine.

—Os diré más —dijo el presidente—, sólo tenéis una posibilidad de salvaros, y es la de desarmar a mi primo presentándole vuestras excusas. Id a decirle que el que sigáis en esta casa depende exclusivamente de él, ya que, si él no os perdona, os despido a todos.

 

 

XX

Retorno a los buenos tiempos

 

A la mañana siguiente el presidente salió de su casa bastante temprano para poder visitar a su primo antes de ir a la audiencia. La aparición del señor presidente de Marville, anunciada por la señora Cibot, constituyó un acontecimiento. Pons, que recibía este honor por vez primera en su vida, presintió una reparación.

—Querido primo —dijo el presidente, después de los cumplidos de rigor—, he terminado por enterarme del motivo de su retraimiento. Su proceder aumenta, si ello fuera posible, la estima en que le tengo.

A este respecto sólo le diré una cosa: todos mis criados están despedidos. Mi mujer y mi hija se hallan sumidas en la desesperación; quieren verle para tener una explicación con usted. En todo esto, mi querido primo, si hay un inocente es este viejo juez; no sea, pues, tan severo para conmigo por un capricho de una muchacha aturdida que se había empeñado en ir a comer en casa de los Popinot, sobre todo cuando vengo a presentarle mis excusas reconociendo que toda la culpa es nuestra… Una amistad de treinta y seis años, suponiendo que se hubiese entibiado, sigue teniendo aún ciertos derechos… ¡Vamos, hagamos las paces y venga a cenar con nosotros esta noche!

Pons se enredó en una difusa respuesta, y terminó haciendo observar a su primo que aquella noche asistía a la celebración del compromiso matrimonial de un músico de su orquesta, que dejaba la flauta para convertirse en banquero.

—Bueno, pues mañana.

—Querido primo, la señora condesa de Popinot me ha hecho el honor de invitarme con una carta tan amable…

—Pues pasado mañana… —insistió el presidente.

—Pasado mañana, el socio de mi primer flautista, un alemán, un tal señor Brunner, devuelve a los novios la invitación que ellos le hacen hoy…

—Veo que debe usted tener muchas simpatías, cuando la gente se disputa de este modo el placer de invitarle —dijo el presidente—. Pues bien, el domingo próximo… La causa se verá dentro de ocho días, como decimos en los tribunales.

—Pero es que tenemos una cena en casa de un tal señor Graff, el suegro del flautista…

—¡Vaya! ¡Pues el sábado! Para entonces ya habrá tenido tiempo de tranquilizar a una muchacha que ha vertido no pocas lágrimas por el error que cometió. Dios sólo pide el arrepentimiento, ¿será usted más exigente que el Padre Eterno con nuestra pobre Cécile?

Pons, cogido por el lado flaco, se refugió en fórmulas exquisitamente corteses, y acompañó al presidente hasta el rellano. Una hora más tarde los criados del presidente llegaban a casa del infeliz de Pons; su actitud fue la que es habitual en la servidumbre, siempre cobarde y rastrera: ¡se echaron a llorar! Madeleine llevó aparte al señor Pons y se arrojó a sus pies.

—Señor, soy yo quien tiene toda la culpa, y el señor sabe bien que le quiero —dijo, deshaciéndose en lágrimas—. El motivo de todas estas desgracias es la venganza que me hervía en la sangre. ¡Vamos a perder nuestros vintalicios! Señor, yo estaba como loca, y no quisiera que mis compañeros paguen mis culpas… Ahora me doy cuenta de que Dios no me ha hecho para ser del señor. He reflexionado, sé que he sido demasiado ambiciosa, pero yo sigo amándole, señor. Durante diez años no he pensado más que en la felicidad de hacer la de usted, y de cuidar de toda esta casa. ¡Qué bello destino! ¡Oh, si el señor supiese cuánto le amo…! Pero el señor ha debido darse cuenta de todas mis maldades. Si yo me muriese mañana, ¿qué cree que iban a encontrar? ¡Un testamento en favor de usted, señor…! Sí, señor, en mi baúl, debajo de mis joyas…

Al pulsar este resorte, Madeleine hizo que el solterón sintiera el halago del amor propio que causa siempre el inspirar una pasión, aunque desagrade. Después de haber perdonado noblemente a Madeleine, acogió benévolamente a todos los demás, diciéndoles que hablaría con su prima, la presidenta, para tratar de conseguir que no despidiese a nadie. Pons se vio entonces, con inefable placer, restablecido en todos sus habituales privilegios, sin haber cometido ninguna bajeza. La sociedad había ido a buscarle a su casa, y ello daba más realce a la dignidad de su carácter; pero al explicar su triunfo a su amigo Schmucke tuvo el dolor de verle triste y lleno de dudas, guardando silencio. Sin embargo, ante el súbito cambio que se había obrado en la fisonomía de Pons, el buen alemán terminó por alegrarse, inmolando la felicidad que había disfrutado al poseer enteramente a su amigo durante cerca de cuatro meses. Las dolencias morales tienen una inmensa ventaja sobre las dolencias físicas: se curan instantáneamente cuando se realiza el deseo que las causa, del mismo modo que se producen por su privación. Pons, aquella mañana, no era el mismo hombre. El anciano triste, moribundo, cedió lugar al Pons satisfecho que, unos meses antes, llevaba a la presidenta el abanico de Madame de Pompadour. Pero Schmucke se sumió en profundas meditaciones acerca de aquel fenómeno sin comprenderlo, ya que el verdadero estoicismo jamás se explicará la cortesanía francesa. Pons era un verdadero francés del Imperio, en quien la galantería del siglo pasado se unía al culto a la mujer, tan celebrado en canciones como Partimos para Siria, etc. Schmucke enterró su dolor en su corazón, bajo las flores de su filosofía alemana; pero en ocho días se puso amarillo, y la señora Cibot usó de artificios para introducir al médico del barrio en casa de Schmucke. Este médico temía que se tratase de ictericia, y dejó fulminada a la señora Cibot con esta palabra culta, cuya explicación era tiricia.

Por primera vez quizá, los dos amigos iban a comer juntos fuera de casa; pero para Schmucke aquello era como hacer una excursión por Alemania. En efecto, Johann Graff, el dueño del hotel del Rhin, y su hija Emilie, Wolfgang Graff, el sastre, y su mujer; Fritz Brunner y Wilhem Schwab eran alemanes. Pons y el notario resultaron ser los únicos franceses admitidos en el banquete. Los sastres, que poseían una magnífica residencia situada en la calle de Richelieu, entre la calle Neuve-des-Petits-Champs y la calle Villedo, habían educado a su sobrina, cuyo padre temía, no sin razón, el contacto de la gente de toda especie que pasa por un hotel. Estos dignos sastres que amaban a la muchacha como si fuese hija suya, cedían la planta baja del edificio al nuevo matrimonio. Allí debía establecerse la banca Brunner, Schwab y Compañía. Como todas estas decisiones databan aproximadamente de un mes, el tiempo necesario para que Brunner, autor de toda esta felicidad, se hiciese cargo de la herencia, el hogar de los futuros esposos había sido suntuosamente renovado y amueblado por el famoso sastre. Las oficinas del banco se instalaron en el ala que unía una magnífica casa de alquiler que daba a la calle, con el antiguo palacio, flanqueado por un patio y un jardín.

 

 

XXI

Lo que cuesta una mujer

 

Mientras iban de la calle de Normandía a la calle de Richelieu, Pons obtuvo del distraído Schmucke los detalles de aquella nueva versión de la historia del hijo pródigo en cuyo beneficio la Muerte había matado al rico hotelero. Pons, que acababa de reconciliarse con sus parientes más próximos, sentía entonces el deseo de casar a Fritz Brunner con Cécile de Marville. El azar quiso que el notario de los hermanos Graff fuera precisamente el yerno y sucesor de Cardot, antiguo oficial de la notaría, en cuya casa Pons comía a menudo.

—¡Ah! ¿Es usted, señor Berthier? —dijo el anciano músico tendiendo la mano a su ex anfitrión.

—¿Y por qué ya no nos hace usted el honor de venir a comer a nuestra casa? —preguntó el notario—. Mi esposa está preocupada por usted. Le hemos visto en la primera representación de La Novia del Diablo y nuestra inquietud se ha convertido en curiosidad.

—Los viejos son susceptibles —respondió el pobre hombre—, no pueden evitar el ir atrasados de un siglo… pero ¿qué se le va a hacer? Ya es bastante representar un siglo; no pueden pertenecer también al que les ve morir.

—Sí —dijo el notario maliciosamente—, no puede vivirse en dos siglos a la vez.

—¡A propósito! —exclamó el pobre hombre, llevando al joven notario a un rincón—, ¿por qué no casa usted a mi prima Cécile de Marville…?

—¿Por qué? —interrumpió el notario—. En este siglo en el que el lujo ha invadido hasta las viviendas de los porteros, los jóvenes lo piensan mucho antes de unir su suerte a la hija de un presidente del tribunal real de París, cuando sólo se le dan cien mil francos de dote. Aún no se conoce la mujer que no cueste a su marido tres mil francos por año, en la situación en la que se encontrará el marido de la señorita de Marville. De modo que los intereses de una dote como ésta apenas bastan para los gastos de tocador de una futura esposa. Un joven soltero que disponga de quince a veinte mil francos de renta, vive en un buen entresuelo, la sociedad no le exige ninguna ostentación, puede limitarse a tener un solo criado, dedica todos sus ingresos a sus placeres, y del único lujo del que no puede prescindir se encarga su sastre. Adulado por todas las madres previsoras, es uno de los reyes del gran mundo parisiense. Por el contrario, una mujer exige una casa bien puesta, si va al teatro necesita un coche para ella, y si de soltera sólo precisaba una butaca, ahora se ve obligada a pagar un palco; en una palabra, que ella se convierte en toda la representación de la fortuna que antes, el joven soltero, representaba él solo. Suponga que el matrimonio tiene treinta mil francos de renta: en una sociedad como la, nuestra, el joven rico se convierte en un pobre diablo que lo piensa mucho antes de decirle a un cochero que le lleve a Chantilly. Suponga que tienen hijos… y entonces sí que la situación se hace apurada. Como el señor y la señora de Marville apenas han cumplido los cincuenta años, las esperanzas de heredar tienen un plazo de quince o veinte años; y no hay ningún joven que quiera esperar tanto tiempo; y estos cálculos gangrenan de tal modo el corazón de los calaveras que bailan la polca en el baile Mabille con las loretas, que todos los jóvenes solteros estudian las dos caras de este problema sin que necesiten que nosotros se lo expliquemos. En confianza, la señorita de Marville no roba el corazón a sus pretendientes, hasta el punto de hacerles perder la cabeza, y todos ellos se entregan a este tipo de reflexiones antimatrimoniales. Para un joven que, en pleno uso de su razón y disponiendo de veinte mil francos de renta, esboce in petto un plan matrimonial para satisfacer sus ambiciones, la señorita de Marville ofrece pocos atractivos…

—Pero ¿por qué? —preguntó estupefacto el músico.

—Verá —respondió el notario—, hoy en día, mi querido Pons, todos estos jóvenes, incluso los que son tan feos como nosotros dos, tienen la insolencia de aspirar a una dote de seiscientos mil francos, a muchachas de muy buena familia, muy bellas, muy listas, muy bien educadas, sin tacha, perfectas…

—¿De modo que a mi prima le será difícil casarse?

—Seguirá soltera hasta que sus padres no se decidan a darle Marville como dote, y si lo hubieran hecho así, a estas horas ya sería la vizcondesa Popinot… Bueno, ya está aquí el señor Brunner, vamos a leer el acta de la fundación de la casa Brunner y el contrato de matrimonio.

Una vez hechas las presentaciones, y después de los cumplidos de rigor, Pons, a petición de los padres, firmó el contrato, oyó la lectura de las actas, y alrededor de las cinco y media pasaron al comedor. La comida constituyó uno de esos suntuosos ágapes que dan los negociantes cuando conceden una tregua a los negocios, y que por otra parte demostraba las buenas relaciones que tenía Graff, el dueño del hotel del Rhin, con los mejores proveedores de París. Ni Pons ni Schmucke habían asistido jamás a un banquete semejante. Había platos como para enajenar la mente… Unos tallarines sabrosísimos, unos eperlanos con una fritura incomparable, un corégano de Ginebra con auténtica salsa ginebrina, y unas natillas para acompañar el pudding, como para dejar boquiabierto al famoso doctor que, según se dice, lo inventó en Londres. Se levantaron de la mesa a las diez de la noche. Lo que se había bebido de vino del Rin y de vinos franceses sorprendería a los dandis, pues nadie puede figurarse la cantidad de alcohol que los alemanes pueden llegar a absorber sin que se altere su calma y su tranquilidad. Para comprenderlo es preciso comer en Alemania y ver cómo las botellas se suceden unas a otras como una ola sucede a otra ola en una bella playa del Mediterráneo, y desaparecen como si los alemanes tuviesen el poder absorbente de la esponja o de la arena; pero armoniosamente, sin el alboroto de los franceses; la conversación sigue siendo tan discreta como las improvisaciones de un usurero, las caras enrojecen como las de los novios pintados en los frescos de Cornelius o de Schnor, es decir, imperceptiblemente, y los recuerdos se exhalan y se difunden como el humo de las pipas, con lentitud.

Hacia las diez y media, Pons y Schmucke se encontraron sentados en un banco del jardín, y en medio de ellos el ex flautista, sin acabar de comprender quién les había obligado a explicar cómo eran, cuáles eran sus opiniones y cuáles sus desdichas. En medio de aquel batiburrillo de confidencias, Wilhem expresó su deseo de casar a Fritz, haciéndolo con energía, con una especie de vinosa elocuencia.

—A ver qué le parece este programa para su amigo Brunner —le interrumpió Pons, hablando al oído de Wilhem—: una joven encantadora, de muy buen carácter, veinticuatro años, perteneciente a una familia distinguidísima, el padre ocupa uno de los cargos más elevados de la magistratura, tiene cien mil francos de dote, y esperanzas de una herencia de un millón.

—¡Espere! —replicó Schwab—. ¡Ahora mismo voy a decírselo a Fritz!

Y los dos músicos vieron a Brunner y a su amigo dando vueltas por el jardín, pasando una y otra vez por delante de ellos, el uno escuchando alternativamente al otro. Pons, que se sentía la cabeza un poco pesada, y que sin estar totalmente borracho, notaba tanta ligereza en las ideas como pesadez en su envoltorio, observaba a Fritz Brunner a través de esta nube diáfana que produce el vino, y se empeñó en ver en aquella fisonomía una aspiración hacia la felicidad familiar. Schwab no tardó en presentar el señor Pons a su amigo, su socio, quien agradeció mucho al anciano el interés que se tomaba. Se entabló una conversación en la que Schmucke y Pons, los dos solterones, exaltaron el matrimonio, permitiéndose, sin ver en ello ninguna malicia, el juego de palabras de que «era el fin del hombre». Cuando sirvieron los helados, el té, el ponche y los pasteles en la futura vivienda de los futuros esposos, la hilaridad llegó al colmo entre aquellos dignos negociantes, casi todos bebidos, al enterarse de que el comanditario del banco iba a imitar a su socio.

Schmucke y Pons, a las dos de la madrugada, al regresar a su casa por los bulevares, iban filosofando hasta el absurdo, sobre el orden musical de las cosas de este bajo mundo.

 

 

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