XXII

En el que Pons lleva a la presidenta un objeto de arte un poco más valioso que un abanico

 

Al día siguiente, Pons se dirigió a casa de su prima la presidenta, poseído de la profunda alegría que proporciona devolver bien por mal. ¡Qué alma más noble la suya…! Indiscutiblemente rozaba lo sublime, y todo el mundo convendrá en ello, ya que vivimos en un siglo en el que se concede el premio Montyon a los que cumplen con su deber, siguiendo los preceptos del Evangelio.

—¡Ah! Tendrán mucho que agradecer a su gorrón —se decía al doblar la calle de Choiseul.

Un hombre menos absorto que Pons en su contento, un hombre de mundo, un hombre desconfiado, hubiese observado las reacciones de la presidenta y de su hija al volver a aquella casa, pero el pobre músico era un niño, un artista lleno de ingenuidad, que en moral sólo creía en el bien, como en arte creía en la belleza; quedó encantado de los halagos de Cécile y de la presidenta. Aquel pobre hombre que desde hacía doce años veía representar continuamente sainetes, dramas y comedias, no reconoció las muecas de la comedia social que, sin duda, estaba demasiado acostumbrado a ver. Los que frecuentan la alta sociedad parisiense y que han comprendido la sequedad de alma y de cuerpo de la presidenta, a quien sólo emocionan los honores, y que se pavonea ce ser virtuosa, su falsa devoción y la altanería de una mujer acostumbrada a mandar en su casa, pueden imaginar el odio disimulado que sentía por el primo de su marido, desde que se había visto en aquella situación tan violenta. De modo que todos los aspavientos de la presidenta y de su hija ocultaban un terrible deseo de venganza, evidentemente aplazada. Por primera vez en su vida Amélie había tenido que reconocerse culpable ante un marido al que ella gobernaba; y para colmo tenía que mostrarse afectuosa con el responsable de su derrota… Esta situación sólo puede compararse con la de ciertas hipocresías que duran años y años en el seno del sacro colegio cardenalicio o en los capítulos de las órdenes religiosas. A las tres, cuando el presidente volvió del Palacio de Justicia, Pons apenas había acabado de contar los portentosos incidentes que le habían hecho conocer al señor Frédéric Brunner, y la cena del día anterior que había durado hasta la madrugada, y todo lo relativo al susodicho Frédéric Brunner. Cécile, sin andarse con rodeos, hizo una serie de preguntas sobre el modo de vestir de Frédéric Brunner, sobre su tipo, su apostura, el color del cabello y de los ojos, y, cuando hubo conjeturado que Frédéric tenía un aire distinguido, admiró su generosidad.

—¡Dar quinientos mil francos a su compañero de infortunio…! ¡Oh, mamá! ¡Yo tendría coche propio, y palco en los Italianos!

Y Cécile casi parecía más atractiva, al pensar que todos los proyectos que su madre tenía con respecto a ella podían convertirse en realidad, y que quizá se realizaran unas esperanzas de las que ya desesperaba.

En cuanto a la presidenta, sólo pronunció esta frase:

—Mi querida hijita, dentro de quince días puedes estar casada.

Todas las madres llaman hijitas a sus hijas que ya tienen veintitrés años.

—Sin embargo —dijo el presidente— necesitamos tiempo para tomar informes. Jamás consentiría en dar mi hija al primer advenedizo…

—En cuanto a los informes, ha sido Berthier quien ha legalizado todos los documentos —respondió el anciano artista—. Y por lo que a él respecta, mi querida prima, recuerde lo que me dijo en otra ocasión. Pues bien, tiene más de cuarenta años, y en la cabeza le falta la mitad del pelo. Quiere encontrar en la familia un puerto seguro contra las borrascas de la vida, y yo no le he apartado de esta idea; hay gustos para todo…

—Razón de más para conocer al señor Frédéric Brunner —replicó el presidente—. No quiero dar mi hija a cualquier valetudinario.

—Pues bien, querida prima, si le parece bien, podrá usted opinar sobre mi candidato dentro de cinco días; ya que, dada la situación, bastará una entrevista…

Cécile y la presidenta hicieron un gesto de complacencia.

—Frédéric, que es un hombre de un gusto exquisito, me ha rogado que le permitiera ver detalladamente mi pequeña colección —siguió diciendo el primo Pons—. Ustedes tampoco han visto nunca mis cuadros, mis antigüedades; vengan aquel mismo día —dijo a sus dos parientas—, diremos que son dos damas que ha traído mi amigo Schmucke, y así podrán conocer al futuro sin ningún compromiso por su parte. Frédéric puede ignorar perfectamente quiénes son.

—¡Maravilloso! —exclamó el presidente.

Ya puede imaginarse qué atenciones se prodigaron al parásito antes desdeñado. El pobre hombre, aquel día, fue el primo de la presidenta. La feliz madre, ahogando su odio en el mar de su alegría, supo tener para con él miradas, sonrisas y palabras, que dejaron al infeliz en éxtasis a causa del bien que hacía y a causa del porvenir que creía entrever. ¿Acaso no iba a encontrar en las casas Brunner, Schwab, Graff, comidas semejantes a la de la firma del contrato? Creía apercibir ya la tierra de Jauja y una incomparable sucesión de platos sorpresa, de portentos gastronómicos, de vinos exquisitos.

—Si nuestro primo Pons consigue que lleguemos a un acuerdo en este asunto —dijo el presidente a su mujer, cuando Pons se hubo ido—, tendríamos que asignarle una renta equivalente a su sueldo de director de orquesta.

—Desde luego —dijo la presidenta.

Y se encargó a Cécile, en caso de que ella agradara al joven, de hacer aceptar esta innoble munificencia al viejo músico.

Al día siguiente, el presidente, deseoso de tener pruebas auténticas de la fortuna del señor Frédéric Brunner, se presentó en casa del notario. Berthier, avisado por la presidenta, había hecho venir a su nuevo cliente, el banquero Schwab, el ex flautista. Deslumbrado por la boda que podía hacer su amigo (ya se sabe hasta qué punto los alemanes respetan las distinciones sociales; en Alemania una mujer es la señora generala, la señora consejera, la señora abogada), Schwab sólo dio facilidades, como un coleccionista que cree poder aprovecharse de un anticuario.

—Ante todo —dijo el padre de Cécile a Schwab—, como yo, mediante contrato, cederé mi propiedad de Marville a mi hija, desearía casarla bajo un régimen dotal. El señor Brunner depositaría un millón de tierras para aumentar Marville, constituyendo así un inmueble dotal que pondría el porvenir de mi hija y el de mis futuros nietos al abrigo de los riesgos del banco.

Berthier se acarició la barbilla, mientras pensaba:

—Esto es lo que había que hacer, señor presidente.

Schwab, después de haberse hecho explicar en qué consistía el régimen dotal, empeñó su palabra en nombre de su amigo. Aquella cláusula satisfacía el deseo que había oído formular a Fritz de encontrar un sistema que impidiese el poder volver a la miseria.

—El valor de la propiedad, que comprende granjas y pastos —dijo el presidente—, es en estos momentos de un millón doscientos mil francos.

—Bastará un millón en acciones del banco —dijo Schwab— para garantizar la cuenta de nuestra casa en el banco; Fritz no quiere invertir más que de dos millones en negocios; hará lo que usted desea, señor presidente.

El presidente, al transmitir estas nuevas a su esposa y a su hija, casi las volvió locas de júbilo. En la pesca de marido, jamás una oportunidad tan ventajosa se había mostrado tan dócil a la red conyugal.

—Tú serás la señora Brunner de Marville —dijo el padre a la hija—, porque conseguiré para tu marido la autorización de unir este apellido al suyo, y más tarde le conseguiré cartas de naturaleza. ¡Si me hacen par de Francia, él será mi sucesor!

La presidenta empleó cinco días en preparar a su hija. El día de la entrevista, fue ella misma quien vistió a Cécile, quien cuidó de que no faltara detalle, con el mismo interés con que el almirante de la armada equipó el yate de placer de la reina de Inglaterra cuando emprendió el viaje de Alemania.

Por su parte, Pons y Schmucke limpiaron y sacaron el polvo al museo de Pons, al piso y a los muebles, con la agilidad de marineros que proceden a la limpieza de la nave almirante. Ni una mota de polvo en las esculturas de madera. Todos los metales relucían. Los cristales de los pasteles, dejaban ver claramente las obras de Latour, de Greuze y de Liautard, el ilustre autor de La chocolatera, el milagro de esta pintura, ¡ay!, tan efímera. El inimitable esmalte de los bronces florentinos, se tornasolaba según la luz. Los vitrales de colores resplandecían con toda su armoniosa gama cromática. Todo brillaba, cada cosa a su manera, y cautivaba el alma con la nota que le era peculiar en este concierto de obras de arte organizado por dos músicos que eran tan poetas el uno como el otro.

 

 

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