XXIII

Una idea alemana

 

Suficientemente hábiles como para evitar las dificultades de una entrada en escena, las mujeres llegaron las primeras, ya que querían estar en terreno propio. Pons presentó su amigo Schmucke a sus parientas, a quienes produjo la impresión de un idiota. Preocupabas como estaban por un futuro marido cuatro veces millonario, las dos ignorantes apenas prestaron atención a las explicaciones artísticas que les daba el pobre Pons. Contemplaron con mirada indiferente los esmaltes de Petitot, dispuestos en los campos de terciopelo rojo de tres marcos maravillosos. Las flores de Van Huysum, de David de Heim, los insectos de Abraham Mignon, los Van Eyck, los Alberto Durero, auténticos Cranach, Giorgione, Sebastián del Piombo, Backuisen, Hobbema, Géricault, las rarezas de la pintura, nada excitaba su curiosidad, ya que lo único que esperaban era el sol que debía iluminar estas riquezas; a pesar de todo, quedaron sorprendidas por la belleza de ciertas joyas etruscas y por el valor real de las tabaqueras. Se estaban extasiando por compromiso mientras admiraban en sus manos unos bronces florentinos, cuando la señora Cibot anunció al señor Brunner. No volvieron la cabeza y aprovecharon un soberbio espejo de Venecia, encuadrado por unos deformes pedazos de ébano esculpido, para contemplar al fénix de los pretendientes.

Frédéric, avisado por Wilhem, había peinado cuidadosamente los pocos cabellos que le quedaban, llevaba un precioso pantalón de tonos suaves, aunque oscuros, un chaleco de seda de una elegancia irreprochable y de corte moderno, una camisa bordada cuyo hilo había salido de las manos de una frisona, y una corbata azul con hilos blancos. La cadena de su reloj procedía de la casa Florent y Chanor, igual que el pomo de su bastón. En cuanto a su traje, el propio Graff padre lo había cortado del mejor de los paños. Unos guantes de Suecia delataban al hombre que ya había dilapidado la fortuna de su madre. Hubiese podido adivinarse la pequeña berlina baja de dos caballos, del banquero, viendo relucir sus botas charoladas, si las dos mujeres no la hubieran oído ya circular por la calle de Normandía.

Cuando el libertino de veinte años es la crisálida de un banquero, a los cuarenta años el resultado es un gran observador, tanto más avisado cuanto Brunner había comprendido todo el partido que un alemán puede sacar de su ingenuidad. Para aquella mañana había adoptado el aire soñador de un hombre que oscila entre elegir la vida de familia y continuar la existencia disipada de soltero. En un alemán afrancesado esta actitud pareció a Cécile el colino del romanticismo. Creyó ver un Werther en el hijo de los Virlaz. ¿Cuál es la joven que no se permite un poco de imaginación novelesca en la historia de su matrimonio? Cécile se consideró como la más feliz de las mujeres cuando Brunner, al verse ante las magníficas obras coleccionadas durante cuarenta años de paciencia, se entusiasmó, las apreció, por primera vez, en su verdadero valor, con gran satisfacción de Pons.

—¡Es un poeta! —se dijo la señorita de Marville—. Ve millones en todo eso. Un poeta es un hombre que no presta atención al dinero, que deja a su mujer dueña y señora del capital, un hombre fácil de llevar y que se distrae fácilmente con bobadas.

Cada cristal de las ventanas del cuarto de Pons era un vitral suizo de colores, el más modesto de los cuales valía mil francos, y poseía dieciséis de aquellas maravillas, en cuya búsqueda hoy en día los coleccionistas no conocen reposo. En 1815 aquellos vitrales se vendían de seis a diez francos. El precio de los sesenta cuadros que componían aquella divina colección, verdaderas obras maestras, sin un retoque, auténticas, sólo podía ser conocido en medio del apasionamiento de una subasta pública. En torno a cada cuadro se admiraba un marco de un valor inmenso, y habían de todas clases; el marco veneciano, con aquellos grandes adornos parecidos a los de la loza actual de los ingleses, el marco romano, tan notable por lo que los artistas llaman efectismo, el marco español con audaces ornamentos florales, los marcos flamencos y alemanes, con sus ingenuas figurillas, el marco de concha con incrustaciones de estaño, de cobre, de nácar, de marfil; el marco de ébano, el marco de boj, el marco de cobre, el marco de Luis XIII, Luis XIV, Luis XV y Luis XVI, en fin, una colección única de los más bellos modelos. Pons, más dichoso que los conservadores de los tesoros de Dresde y de Vierta, poseía un marco del famoso Brustolone, el Miguel Ángel de la madera.

Naturalmente, la señorita de Marville pidió explicaciones sobre cada una de las piezas de la colección. Se hizo iniciar en el conocimiento de aquellas maravillas por Brunner. Y se mostró tan ingenua en las exclamaciones, pareció tan dichosa de descubrir gracias a Frédéric el valor, la belleza de una pintura, de una escultura, de un bronce, que el alemán olvidó su actitud afectada; pareció rejuvenecerse. En resumen, que tanto de una parte como de la otra, se fue más lejos de lo que se esperaba en aquel primer encuentro, supuestamente debido al azar.

La visita duró tres horas. Brunner ofreció su mano a Cécile para bajar la escalera. Mientras descendía los peldaños con estudiada lentitud, Cécile, que seguía con la conversación sobre las bellas artes, se asombró de la admiración que su pretendiente mostraba por las chucherías de su primo Pons.

—¿De modo que usted cree que todo lo que acabamos de ver vale mucho dinero?

—¡Ah, señorita! Si su señor primo quisiera venderme su colección, hoy mismo le daría ochocientos mil francos por ella, y no haría un mal negocio. Sólo los sesenta cuadros, en una subasta pública, alcanzarían una suma mayor.

—Lo creo, ya que usted lo dice —respondió ella— y supongo que éste es el motivo de que haya sido a lo que ha prestado más atención esta mañana.

—¡Oh, señorita…! —exclamó Brunner—. Por toda respuesta a este reproche, solicitaré de su señora madre el permiso de presentarme en su casa para tener la dicha de volverla a ver.

—¡Mi hija siempre tan ingeniosa! —pensó la presidenta, que iba pisando los talones a su hija—. Será un gran placer para nosotros —respondió en voz alta—. Espero que venga usted, con nuestro primo Pons, a la hora de comer; el señor presidente estará encantado de conocerle… Gracias, primo.

Y apretó el brazo de Pons de un modo tan significativo, que la frase sacramental «Juntos, hasta que la muerte nos separe», no hubiera sido más expresiva. Abrazó a Pons con una mirada que acompañó aquel «Gracias, primo».

Después de haber ayudado a subir al coche a la joven, y cuando la berlina de alquiler hubo desaparecido por la calle Charlot, Brunner se puso a hablar de antigüedades con Pons, quien se empeñaba en hablar de bodas.

—¿De modo que no ve usted ningún inconveniente? —dijo Pons.

—¡Ah! —replicó Brunner—. Ella es poquita cosa, y la madre un poco afectada… Ya veremos.

—Una buena fortuna en perspectiva —observó Pons—; más de un millón…

—Hasta el lunes —interrumpió el millonario—. Si quiere usted vender su colección de cuadros, yo le daría en seguida entre quinientos y seiscientos mil francos…

—¡Oh! —exclamó el pobre hombre, que no se sabía tan rico—; no podría separarme de lo que es mi felicidad… Mi colección sólo la vendería si no tuviese que desprenderme de ella hasta después de mi muerte.

—Bueno, ya veremos…

—Vaya, dos asuntos en marcha —dijo el coleccionista, que no pensaba más que en la boda.

Brunner se despidió de Pons y el lujoso carruaje no tardó en perderse de vista. Pons vio alejarse la pequeña berlina sin prestar atención a Rémonencq, que fumaba su pipa en el umbral de la puerta.

 

 

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