XXIV

Castillos en el aire

 

Aquella misma tarde, en casa de su suegro, con quien la presidenta de Marville quiso consultar el asunto, encontró a la familia Popinot. Deseosa de satisfacer una pequeña venganza, tan natural en el corazón de las madres, cuando no han conseguido capturar a un hijo de familia, la señora de Marville dio a entender que Cécile iba a hacer una boda inmejorable. «¿Y con quién se casa Cécile?», fue la pregunta que brotó de todos los labios. Y entonces, sin creer traicionar sus secretos, la presidenta dejó escapar tantas medias palabras, hizo tantas confidencias al oído, por otra parte confirmadas por la señora Berthier, que he aquí lo que al día siguiente se decía en el Empíreo burgués que Pons frecuentaba con fines gastronómicos:

«Cécile de Marville se casa con un joven alemán que se ha hecho banquero por motivos de caridad, porque tiene una fortuna de cuatro millones; es un héroe de novela, un verdadero Werther, de muy buen corazón y con un gran atractivo, que, después de haber cometido muchas locuras, se ha enamorado locamente de Cécile; el enamoramiento fue instantáneo, y debe ser algo muy profundo desde el momento en que Cécile tenía por rivales a todas las madonnas de los cuadros de Pons, etcétera.»

Dos días más tarde una serie de personas fueron a cumplimentar a la presidenta, con el único objeto de saber si existía el diente de oro, y la presidenta bordó el tema de un modo admirable que las madres deberían tener en cuenta, como antaño se consultaba El Perfecto Secretario:

—Una boda —decía a la señora Chiffreville— sólo se puede dar por hecha cuando se sale de la alcaldía y de la iglesia, y nosotros estamos aún en las entrevistas; de modo que cuento con su amistad para que no hablen de nuestras esperanzas…

—No sabe usted la suerte que ha tenido, señora presidenta; hoy en día es tan difícil concertar una boda…

—¡Qué quiere usted! Ha sido la casualidad; muchas veces las bodas se hacen así.

—¿De modo que por fin casan a Cécile? —decía la señora Cardot.

—Sí —respondió la presidenta, comprendiendo la malicia del «por fin»—. Nosotros hemos sido muy exigentes, y éste ha sido el motivo de que se retrasara la boda. Pero ahora lo hemos encontrado todo: fortuna, amabilidad, buen carácter y un hombre muy atractivo. Por otra parte, mi querida hijita, bien se merecía una cosa así. El señor Brunner es un joven encantador, lleno de distinción; es aficionado al lujo, conoce la vida, está loco por Cécile, la ama sinceramente; y, a pesar de sus tres o cuatro millones, Cécile le acepta… Nosotros no teníamos tantas pretensiones, pero… estas ventajas nunca están de más… Más que su fortuna, es el amor que ha inspirado mi hija, lo que nos ha decidido a dar el consentimiento —decía la presidenta a la señora Lebas—. El señor Brunner tiene tanta prisa que desea que la boda se celebre dentro del plazo más breve que exigen las leyes.

—¿Es extranjero…?

—Sí, pero confieso que estoy muy contenta. No, no es un yerno, es un hijo el que voy a tener. El señor Brunner es de una delicadeza verdaderamente cautivadora. No puede ni imaginarse el interés que ha tenido en casarse bajo el régimen dotal… Es una gran tranquilidad para las familias. Adquirirá pastos por valor de un millón doscientos mil francos, y estas tierras un día se unirán a las de Marville.

Al día siguiente hubo otras variaciones sobre el mismo tema. El señor Brunner era un gran señor, y lo demostraba en todos sus actos; no daba importancia al dinero; y si el señor de Marville pudiera conseguirle la gran carta de naturaleza (el ministerio bien le debía un favor como éste), su yerno sería par de Francia. La fortuna del señor Brunner era incalculable, tenía los mejores caballos y los mejores carruajes de todo París, etc.

El placer con que los Camusot anunciaban sus esperanzas, revelaba ya, bien a las claras, hasta qué punto este triunfo había sido inesperado.

Inmediatamente después de la entrevista celebrada en casa del primo Pons, el señor de Marville, siguiendo los consejos de su mujer, logró que el ministro de Justicia, su primer presidente y el procurador general, aceptasen la invitación para comer en su casa el día de la presentación del fénix de los yernos. Los tres grandes personajes aceptaron, a pesar de que la fecha era muy próxima, comprendiendo el papel que les atribuía el padre de familia, y acudiendo gustosamente en su ayuda. En Francia se suele estar a punto de ayudar a las madres de familia que pescan un yerno rico. El conde y la condesa Popinot se prestaron también a completar la fastuosidad de aquella jornada, a pesar de que la invitación les pareció de muy mal gusto. En total eran once personas. El abuelo de Cécile, el viejo Camusot y su mujer, no podían faltar en esta reunión, destinada, por la posición de los invitados, a comprometer definitivamente al señor Brunner, anunciado, como ya se ha visto, como uno de los capitalistas más ricos de Alemania, un hombre de gusto (se había enamorado de la hijita), el futuro rival de los Nucingen, de los Keller, de los Tillet, etcétera.

—Es nuestro día de recibir —dijo con estudiada sencillez la presidenta al que ella ya consideraba como su yerno, mientras iba nombrándole los invitados—, todos son íntimos. Primero el padre de mi marido, que, como usted ya sabe, está a punto de ser elegido par de Francia; luego el señor conde y la señora condesa Popinot, cuyo hijo no era suficientemente rico para Cécile, sin que por ello hayamos dejado de ser muy buenos amigos; nuestro ministro de Justicia, nuestro primer presidente, nuestro procurador general, en fin, nuestros amigos… Sólo que tendremos que cenar un poco tarde, a causa de la Cámara, donde nunca terminan la sesión antes de las seis…

Brunner miró a Pons significativamente, y Pons se frotó las manos como un hombre que dice: «¡Éstos son nuestros amigos, mis amigos…!».

La presidenta, como mujer muy hábil que era, tuvo que llevar aparte a su primo para decirle alguna cosa en privado, a fin de dejar a Cécile un momento a solas con su Werther. Cécile charló por los codos, y se las ingenió para que Frédéric descubriese un diccionario alemán, una gramática alemana y un Goethe, que ella había escondido.

—¡Ah! ¿Aprende usted el alemán? —dijo Brunner, sonrojándose.

Las francesas son únicas para inventar esta clase de trampas.

—¡Oh! —dijo ella—. ¡Qué malo es usted! Caballero, no me parece nada bien eso de curiosear mis secretos. Quiero leer a Goethe en original —añadió—; hace dos años que estoy estudiando alemán.

—Entonces es que la gramática es muy difícil de comprender, porque sólo hay diez páginas abiertas —observó ingenuamente Brunner.

Cécile, confusa, se volvió para ocultar su rubor. Un alemán es incapaz de resistir esta clase de pruebas, y el joven cogió la mano de Cécile, hizo que se volviera hacia él, y la contempló como miran los novios en las novelas de Augusto Lafontaine, de púdica memoria.

—¡Es usted adorable! —dijo.

Cécile hizo un mohín de coquetería que significaba: «¡Y usted! ¿Quién podría dejar de amarle?».

—¡Mamá, eso marcha! —dijo al oído de su madre que volvía con Pons.

El aspecto de una familia durante una velada como aquélla no es para describirlo. Todo el mundo se alegraba de ver a una madre atrapando un buen partido para su hija. Llovían las felicitaciones, expresadas con frases de doble sentido y retruécanos, sobre Brunner, que fingía no comprender nada, sobre Cécile, que lo comprendía todo, y sobre el presidente, que casi solicitaba estos parabienes. Pons sintió que toda la sangre se le acumulaba en las orejas y creyó ver encendidas todas las candilejas del escenario de su teatro, cuando Cécile le dijo con voz baja, y de la más ingeniosa de las maneras, que su padre tenía la intención de asignarle una renta vitalicia de mil doscientos francos, a lo cual el anciano artista se negó en redondo, objetando que Brunner le había revelado que poseía una gran fortuna en antigüedades.

El ministro, el primer presidente, el procurador general, los Popinot, todas las personas atareadas, se fueron. Pronto no quedaron más que el viejo señor Camusot, y Cardot, el antiguo notario, a quien hacía compañía su nieto Berthier. El pobre Pons, al verse en familia, agradeció, no poco desmañadamente, al presidente y a la presidenta la proposición que Cécile acababa de hacerle. Los hombres de corazón son así, se dejan llevar por el primer impulso. Brunner, que vio en aquella renta ofrecida de aquel modo, como una especie de recompensa, hizo como una especie de examen de conciencia israelita, y adoptó una actitud que denotaba las gélidas reflexiones de una persona calculadora.

—Mi colección, o lo que valga, siempre pertenecerá a su familia, tanto si cierto un trato con nuestro amigo Brunner como si me la quedo —decía Pons, ante el asombro de la familia, que se enteraba entonces que poseía objetos de tanto valor.

A Brunner no le pasó inadvertido el momentáneo impulso de todos aquellos ignorantes en favor de un hombre que, de una situación considerada como de indigencia, pasaba a la de poseer una fortuna, como no había dejado de observar los mimos y halagos del padre y de la madre por su Cécile, el ídolo de la casa, y entonces se complació en provocar la sorpresa y las exclamaciones de aquellos dignos burgueses.

—Yo dije a la señorita que los cuadros del señor Pons valían esta suma para mí; pero dado el precio a que se adquieren los objetos de arte únicos, nadie puede prever el valor que alcanzaría esta colección en una subasta pública. Los sesenta cuadros llegarían al millón, yo he visto varios de cincuenta mil.

—¡Quién no desearía ser su heredero! —dijo el antiguo notario a Pons.

—Pero es que mi heredera es mi prima Cécile —dijo el pobre hombre, insistiendo en el parentesco.

Entre los allí reunidos se produjo un movimiento de admiración por el anciano músico.

—Pues será una heredera muy rica —dijo riendo Cardot, que ya se iba.

Quedaban, pues, Camusot padre, el presidente, la presidenta, Cécile, Brunner, Berthier y Pons, ya que se suponía que iba a hacerse la petición oficial de mano de Cécile. En efecto cuando estas personas quedaron solas, Brunner empezó por una pregunta que pareció de buen augurio a los padres.

—He creído entender —dijo Brunner dirigiéndose a la presidenta—, que la señorita era hija única.

—Desde luego —respondió ella con orgullo.

—No tendrá usted dificultades con nadie —añadió el pobre Pons, para decidir a Brunner a formular la petición.

Brunner quedó pensativo, y un silencio fatal provocó la más extraña de las frialdades. Parecía como si la presidenta hubiese confesado que su hijita era epiléptica. El presidente, juzgando que su hija no debía hallarse presente, le hizo una señal que Cécile comprendió, y salió inmediatamente de la estancia. Brunner siguió mudo. Todos se miraban. La situación se hacía embarazosa. El viejo Camusot, hombre de experiencia, llevó al alemán a la habitación de la presidenta, con el pretexto de enseñarle el abanico hallado por Pons, adivinando que había surgido algún obstáculo, y con un gesto pidió a su hijo, a su nuera y a Pons que le dejaran a solas con el pretendiente.

—¡Ésta es la maravilla! —dijo el viejo sedero enseñándole el abanico.

—Vale cinco mil francos —respondió Brunner, después de haberlo examinado.

—Caballero —dijo el futuro par de Francia—, ¿no había venido usted para pedir la mano de mi nieta?

—Sí —dijo Brunner—, y le ruego que me crea cuando le digo que ninguna unión sería más honrosa para mí. Nunca podré encontrar una joven más bella, más amable, que reúna tantas perfecciones como la señorita Cécile; pero…

—Veamos, basta de peros —dijo Camusot padre—, o, mejor dicho, sepamos en qué consisten estos peros…

—Caballero —siguió Brunner, muy serio—, me alegro mucho de que ni unos ni otros nos hayamos comprometido todavía, ya que la calidad de hija única, tan valiosa para todo el mundo, excepto para mí, circunstancia que créame que ignoraba, constituye un obstáculo insuperable…

—Pero, caballero —dijo el anciano, estupefacto—, ¿cómo es posible que de una inmensa ventaja haga usted un inconveniente? Su proceder es totalmente inaudito, y yo tendría un gran interés en conocer sus razones.

—Señor mío —siguió diciendo el alemán con flema—, hoy he venido a esta casa para pedir al señor presidente la mano de su hija. Mi intención era asegurar el porvenir de la señorita Cécile ofreciéndole todo lo que ella hubiese querido aceptar de mi fortuna; pero una hija única es una niña a la que la indulgencia de sus padres ha acostumbrado a hacer siempre su santa voluntad, y que nunca ha conocido la menor negativa. En este caso ha ocurrido lo que en tantas otras familias en las que he podido advertir el culto que se tributaba a esta especie de divinidades; no sólo la nieta de usted es el ídolo de la casa, sino que además la señora presidenta es la que lleva los… ¡ya sabe usted el qué! Caballero, yo he visto el hogar de mi padre convertirse en un infierno por esta causa. Mi madrastra, origen de todas mis desgracias, hija única, adorada, la más encantadora de las prometidas, se convirtió en la encarnación del diablo. No dudo que la señorita Cécile sea una excepción de esta regla; pero yo ya no soy joven, tengo cuarenta años, y la diferencia de nuestras edades lleva consigo una serie de problemas que no me permitirían hacer feliz a una joven acostumbrada a ver hacer a la señora presidenta su santa voluntad, y a quien la señora presidenta escucha como a un oráculo. ¿Con qué derecho podría exigir yo que la señorita Cécile cambiara de ideas y de costumbres? En lugar de un padre y de una madre que complacen sus menores caprichos, se encontraría con el egoísmo de un cuarentón. Obro, pues, con toda honradez y me retiro. Por otra parte, si consideran necesario dar explicaciones al hecho de que sólo les haya visitado una vez, deseo que toda la responsabilidad me sea atribuida…

—Si sus razones son éstas —dijo el futuro par Francia—, aunque singulares, son plausibles…

—Caballero, no ponga usted en duda mi sinceridad —replicó vivamente Brunner, interrumpiéndole—. Si conoce usted alguna muchacha pobre, perteneciente a una familia cargada de hijos, pero que haya recibido una buena educación, sin fortuna, como tantas hay en Francia, y cuyo carácter ofrezca garantías, me caso con ella.

Durante el silencio que siguió a esta declaración, Frédéric Brunner dejó solo al abuelo de Cécile, volvió a saludar cortésmente al presidente y a la presidenta, y se retiró. Comentario viviente de la despedida de su Werther, Cécile apareció pálida como una moribunda; lo había oído todo oculta en el guardarropa de su madre.

—¡Rechazada…! —dijo al oído de su madre.

—¿Y por qué? —preguntó la presidenta a su confuso suegro.

—Ha dado el curioso pretexto de que las hijas únicas son niñas mimadas —respondió el anciano—. Y no se equivoca del todo —añadió aprovechando la ocasión para zaherir a su nuera, que hacía veinte años que le estaba fastidiando.

—¡Esto costará la vida a mi hija! ¡Usted la habrá matado! —dijo la presidenta a Pons, sosteniendo a su hija, quien consideró de buen efecto abandonarse en los brazos de su madre.

El presidente y su mujer arrastraron a Cécile hasta un sillón, en donde acabó de desmayarse del todo. El abuelo llamó a los criados.

 

 

XXV

Pons sepultado por la arenilla

 

—¡Ya sé quién ha urdido esta infamia! —dijo la madre, furiosa, señalando al pobre Pons.

Pons se irguió, como si oyera resonar en sus oídos las trompetas del juicio final.

—Usted —siguió la presidenta, cuyos ojos eran como dos fuentes de bilis verde—, usted ha querido responder a una broma inocente con una injuria. ¿Quién va a creerse que este alemán está en su sano juicio? O es cómplice de una atroz venganza o está loco. Espero, señor Pons, que en el futuro, nos evite usted el disgusto de verle en una casa en la que ha intentado usted introducir la vergüenza y el deshonor.

Pons, convertido en estatua, miraba fijamente un rosetón de la alfombra, y, con las manos juntas, hacía girar los dedos pulgares.

—¡Cómo! ¡Todavía está usted aquí, monstruo de ingratitud…! —exclamó al presidente volviéndose—. Ni el señor ni yo estaremos jamás en casa, si alguna vez se presenta este hombre —dijo a los criados, señalando a Pons—. Jean, vaya a buscar al doctor… Y tú, Madeleine, trae agua de azahar…

Para la presidenta, las razones alegadas por Brunner no eran más que un pretexto bajo el que se ocultaba algo desconocido; pero fuera como fuese, la boda se deshacía. Con la rapidez de pensamiento que distingue a las mujeres en las grandes circunstancias, la señora de Marville había hallado la única manera de reparar aquel fracaso atribuyendo a Pons una venganza premeditada. Esta idea, infernal por lo que se refería a Pons, dejaba en buen lugar el honor de la familia. Fiel a su odio contra Pons, había convertido una simple sospecha de mujer en una verdad. En general las mujeres tienen una fe muy particular, una moral propia; creen en la realidad de todo lo que sirve a sus intereses y a sus pasiones. Pero la presidenta fue mucho más lejos, puso todo su empeño en convencer al presidente de que ella estaba en lo cierto, y a la mañana siguiente el magistrado se hallaba convencido de la culpabilidad de su primo. Todo el mundo encontrará horrible el proceder de la presidenta. Pero de verse en un caso semejante, todas las madres imitarían a la señora Camusot, y preferirían sacrificar el honor de un extraño al de su hija. Los medios podrán ser otros, el objetivo será el mismo.

El músico bajó la escalera con rapidez; pero anduvo a paso lento por los bulevares, hasta llegar a su teatro, en el que entró maquinalmente; subió maquinalmente a su estrado y dirigió maquinalmente la orquesta. Durante los entreactos respondió tan vagamente a Schmucke, que éste disimuló sus inquietudes y creyó que Pons se había vuelto loco. Para una naturaleza tan infantil como la de Pons, la escena que acababa de desarrollarse adquiría las proporciones de una catástrofe… Resucitar un odio atroz, cuando él había querido proporcionar la felicidad, era una inversión total de la existencia. Y había reconocido en los ojos, en el gesto, en la voz de la presidenta una enemistad mortal.

Al día siguiente, la señora Camusot de Marville tomó una gran decisión, que por otra parte le exigían las circunstancias, y a la que el presidente dio su consentimiento. Decidieron dar en dote a Cécile la propiedad de Marville, el palacio de la calle Hannover y cien mil francos. Aquella misma mañana la presidenta fue a ver a la condesa Popinot, comprendiendo que a un fracaso como aquél, había que responder con una boda ya hecha. Contó la espantosa venganza y el incalificable engaño de que Pons les había hecho víctimas. Todo pareció verosímil cuando se supo que el pretexto de aquella ruptura había sido la condición de hija única. En resumen, la presidenta manejó hábilmente el señuelo de llamarse Popinot de Marville y la enormidad de la dote. Al precio que van ahora los bienes en Normandía, al dos por ciento, aquel inmueble representaba alrededor de los novecientos mil francos, y el palacio de la calle de Hannover se había valorado en doscientos cincuenta mil francos. Ninguna familia sensata podía rechazar una unión como aquélla; de modo que el conde Popinot y su mujer la aceptaron; luego, como personas interesadas por el honor de la familia en la que iban a entrar, prometieron colaborar en la justificación de la catástrofe ocurrida el día anterior.

Y en casa del propio Camusot padre, el abuelo de Cécile, y ante las mismas personas de unos días antes y a las que la presidenta había cantado sus letanías-Brunner, la misma presidenta, a quien todo el mundo temía hablar, se adelantó valientemente a dar explicaciones.

—La verdad es que hoy en día —decía— nunca se toman bastantes precauciones cuando se habla de una boda, sobre todo si se trata con extranjeros.

—¿Y eso por qué?

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó la señora Chiffreville.

—¿No se han enterado de nuestra aventura con este Brunner, que tenía la audacia de aspirar a la mano de Cécile…? Es el hijo de un tabernero alemán, sobrino de uno que vendía pieles de conejo.

—¿Es posible? ¡Usted, tan sagaz…! —dijo una señora.

—¡Estos aventureros son tan astutos! Pero lo hemos sabido todo por Berthier. Este alemán es amigo de un pobre diablo que toca la flauta, y está en relaciones con un hombre que tiene un piso amueblado en la calle del Mail, con unos sastres… Nos hemos enterado de que ha llevado la vida más crapulosa, y ninguna fortuna va a bastarle a este bribón que ya ha derrochado la de su madre…

—¡Entonces su hija hubiese sido muy desgraciada…! —dijo la señora Berthier.

—¿Y cómo se lo han presentado? —preguntó la anciana señora Lebas.

—Ha sido una venganza del señor Pons; nos ha presentado a este individuo para hacernos caer en el ridículo… Este Brunner, que quiere decir Fuente (querían que pasara por un gran señor), tiene poquísima salud, es calvo y con dientes cariados; a mí, solo con verle ya no me inspiró ninguna confianza.

—Pero ¿y aquella gran fortuna de la que usted hablaba? —preguntó tímidamente una joven.

—La fortuna no es tan grande como se dice. Los sastres, el dueño del hotel y él han rebañado sus bolsas para fundar un banco… Hoy en día, ¿qué es un banco que empieza? Una licencia para arruinarse. Una mujer que se acuesta millonaria puede despertarse sin un céntimo. Desde la primera vez que le oímos hablar y que le vimos, ya habíamos juzgado a este individuo, que no sabe nada de nuestras costumbres. En los guantes, en el chaleco, se le ve que es un obrero, el hijo del dueño de un fonducho alemán, sin nobleza de sentimientos, un bebedor de cerveza… ¡y que fuma…! ¡Oh…! ¡Veinticinco pipas cada día! ¿Cuál hubiera sido la suerte de mi pobre Lilí? Me estremezco sólo de pensarlo. ¡Dios nos ha salvado! Además, Cécile no estaba enamorada de él… ¿Creen ustedes que podíamos esperarnos un engaño semejante de un pariente, de un íntimo de nuestra casa, que come con nosotros dos veces a la semana, desde hace veinte años? A quien hemos hecho innumerables favores, y que representa tan bien la comedia que ha nombrado heredera suya a Cécile delante del ministro de Justicia, del procurador general, del primer presidente… Este Brunner y el señor Pons estaban de acuerdo para atribuirse el uno al otro no sé cuántos millones… No, yo les aseguro que todas ustedes hubieran caído también en este engaño de artista…

En pocas semanas, las familias reunidas de los Popinot, de los Camusot y de sus adheridos, habían logrado en la Sociedad un triunfo fácil, ya que nadie tomó la defensa del desgraciado Pons, del parásito, del malicioso, del avaro, del hipócrita, sepultado bajo el desprecio, considerado como una víbora que se cubre de una singular maldad, un saltimbanqui peligroso a quien debía olvidarse.

 

 

XXVI

El último golpe

 

Al cabo de un mes aproximadamente de la negativa del supuesto Werther, el pobre Pons, que se levantaba por primera vez de la cama, en la que se había visto postrado víctima de una fiebre nerviosa, se paseaba por los bulevares, tomando el sol, apoyado en el brazo de Schmucke. En el bulevar del Temple nadie se reía ya de los dos cascanueces, al ver el aspecto acabado del uno, y la conmovedora solicitud del otro por su amigo convaleciente. Cuando llegaron al bulevar Poissonnière, Pons había recuperado los colores al respirar esta atmósfera de los bulevares en donde el aire es tan vivificante; ya que, donde hormiguea la muchedumbre, el aire es tan vital que en Roma se ha observado la ausencia de mala aria en el infecto Ghetto, en el que pululan los judíos. Tal vez también el aspecto de lo que en otros tiempos se complacía en ver todos los días, el gran espectáculo de París, influía en el enfermo. Frente al teatro de las Variétés, Pons se apartó de Schmucke, ya que iban el uno al lado del otro; pero de vez en cuando Pons se separaba de su amigo para contemplar las novedades que habían expuesto recientemente en el escaparate de las tiendas. Y se encontró cara a cara con el conde Popinot, a quien saludó del modo más respetuoso, ya que el antiguo ministro era uno de los hombres a quienes Pons estimaba y veneraba más.

—Caballero —respondió severamente el par de Francia—, no comprendo que tenga usted tan poco tacto que se atreva a saludar a una persona emparentada con la familia a la que ha intentado usted sumir en la vergüenza y el ridículo, con una venganza como sólo los artistas saben inventarlas… Sepa usted, señor mío, que a partir de hoy debemos ser totalmente desconocidos el uno para el otro. La señora condesa Popinot comparte la indignación que su proceder con los señores de Marville ha inspirado a toda la sociedad.

El antiguo ministro se alejó dejando a Pons como fulminado. Jamás las pasiones, ni la justicia ni la política, jamás las grandes fuerzas sociales, atienden al estado de salud del ser al que condenan. El estadista, impulsado por el interés de familia de abrumar a Pons, no advirtió la debilidad física de aquel temible enemigo.

—¿Gué de basa, mi bopre amico? —exclamó Schmucke, poniéndose tan pálido como Pons.

—Acabo de recibir una nueva puñalada en el corazón —respondió el pobre hombre, apoyándose en el brazo de Schmucke—. Estoy por creer que sólo Dios tiene derecho a hacer el bien, y por eso todos los que se empeñan en imitarle son castigados con tanta severidad.

Este sarcasmo de artista fue un supremo esfuerzo del bondadoso anciano, que quería disipar el temor que se pintaba en el rostro de su amigo.

—Sí gue es fertat —respondió sencillamente Schmucke.

Esto era inexplicable para Pons, a quien ni los Camusot ni los Popinot habían enviado participaciones de la boda de Cécile. En el bulevar de los Italianos, Pons vio acercarse al señor Cardot. Pons, ya escarmentado por las palabras del par de Francia, se guardó mucho de detener a este personaje, en cuya casa, el año anterior, comía una vez cada quince días, y se contentó con saludarle; pero el alcalde de barrio, el diputado de París, dirigió a Pons una mirada de indignación, sin devolverle el saludo.

—Vete a saber lo que tienen todos contra mí —dijo el pobre hombre a Schmucke que conocía todos los detalles de la catástrofe ocurrida a Pons.

—Gapallero —dijo cortésmente Schmucke a Cardot—, mi amico Bons agapa de salir te eine envermetat, y sin tuta usdet no le ha regonocito.

—Le he reconocido inmediatamente.

—Endonces, ¿gué diene usdet gue rebrocharle?

—Tiene usted por amigo a un monstruo de ingratitud, a un hombre que, si vive todavía, es porque, como dice el proverbio, mala hierba nunca muere. La sociedad no se equivoca al desconfiar de los artistas, todos son malignos e hipócritas como alimañas. Su amigo ha intentado deshonrar a su propia familia, comprometiendo la reputación de Una joven para vengarse de una broma inocente; no quiero tener ni la menor relación con él; trataré de olvidar que le he conocido, que existe. Y estos sentimientos son los de todos los miembros de mi familia, de la suya, y de todas las personas que hacían al señor Pons el honor de recibirle en su casa…

—Bero, gapallero, usdet es ein hompre razonaple; bermídame gue le esbligue…

—Caballero, si así lo desea, siga usted siendo su amigo —replicó Cardot—; pero limítese a esto, ya que es mi deber prevenirle que mi reprobación alcanzará también a los que intenten defenderle y justificarle.

—¿Jusdivigarle?

—Sí, puesto que su proceder es tan injustificable como incalificable.

Y después de haber soltado esta frase, el diputado del Sena siguió su camino sin querer escuchar ni una silaba más.

—Ya tengo contra mí a los dos poderes del Estado —dijo sonriendo el pobre Pons cuando Schmucke hubo terminado de repetirle aquellas crueles imprecaciones.

—Dodo esdá gontra nosodros —replicó dolorosamente Schmucke—, fámonos te aguí, así no engondraremos más salfajes.

Era la primera vez de su vida, verdaderamente ovina, que Schmucke profería palabras semejantes. Jamás nada había turbado su mansedumbre casi divina, y hubiese sonreído ingenuamente a todas las desgracias que hubieran caído sobre él; pero ver maltratar a su sublime Pons, aquel Arístides desconocido, aquel genio resignado, aquella alma sin hiel, aquel tesoro de bondad, todo corazón… En aquellos momentos sentía la cólera de Alcestes, y llamaba salvajes a los anfitriones de Pons… En aquel carácter tan apacible, aquel impulso equivalía a todos los furores de Rolando. Guiado por una prudente precaución, Schmucke hizo que Pons se desviara por el bulevar del Temple; y Pons se dejó conducir, ya que el enfermo se hallaba en aquella situación de los luchadores que ya no cuentan los golpes; pero el azar quiso que nadie dejara de ensañarse con el pobre músico; el alud que se desplomaba sobre él debía contenerlo todo: la Cámara de los Pares, la Cámara de los Diputados, la familia, los extraños, los fuertes, los débiles, los inocentes…

En el bulevar Poissonière, al volver a su casa, Pons vio acercarse a la hija de aquel mismo señor Cardot, una joven que había conocido las suficientes desdichas como para ser indulgente. Culpable de un desliz que se había mantenido en secreto, se había convertido en la esclava de su marido. La señora Berthier era la única de las señoras de las casas en las que comía a la que Pons llamaba por su nombre de pila: «Félicie», y a veces tenía la impresión de que ella le comprendía. Aquella dulce criatura pareció contrariada de encontrar al primo Pons; pues a pesar de la ausencia de todo parentesco con la familia de la segunda esposa de su primo Camusot padre, se le trataba de primo; pero, no pudiéndolo esquivar, Félicie Berthier se detuvo ante el moribundo.

—Yo no creía que fuese usted malo, primo, pero sólo con que sea verdad la cuarta parte de lo que he oído decir de usted, tendré que reconocer que es usted un hombre de una gran hipocresía… ¡Oh! ¡No intente justificarse! —añadió vivamente, viendo que Pons iba a hacer un gesto—; por dos razones: la primera porque no tengo derecho a acusar, juzgar ni condenar a nadie, puesto que sé por experiencia propia que los que parecen tener toda la culpa, tienen también motivos que les excusan; la segunda, porque sus razones no servirían para nada. El señor Berthier, que ha firmado el contrato de boda de la señorita de Marville y del vizconde Popinot, está tan enojado con usted, que si se enterara que le he dicho una sola palabra, que he hablado con usted por última vez, me reprendería. Todo el mundo está contra usted.

—Bien lo veo, señora —respondió con voz emocionada el pobre músico, saludando respetuosamente a la esposa del notario.

Y reemprendió penosamente el camino hacia la calle de Normandía, apoyándose en el brazo de Schmucke con una fuerza que delataba al anciano alemán una debilidad física valerosamente combatida. Aquel tercer encuentro fue como el veredicto pronunciado por el cordero que reposa a los pies de Dios; la cólera de aquel ángel de los pobres, el símbolo de los pueblos, es la última palabra del cielo. Los dos amigos llegaron a su casa sin haber cambiado ni una palabra.

En ciertas circunstancias de la vida, únicamente se puede sentir cerca un amigo; el consuelo de la palabra encona la herida, revela su profundidad. El viejo pianista poseía, como ya se ve, el genio de la amistad, la delicadeza de los que, por haber sufrido mucho, conocen las costumbres del sufrimiento.

Aquel paseo debía ser el último del pobre Pons. El enfermo pasó de un mal a otro. De temperamento sanguíneobilioso, la bilis pasó a la sangre, y cayó víctima de una violenta hepatitis. Como estas dos enfermedades sucesivas habían sido las únicas de su vida no conocía a ningún médico; y movida por un sentimiento en principio irreprochable, incluso maternal la compasiva y fiel Cibot llamó al médico del barrio.

 

 

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