XXVII

La pena se convierte en ictericia

 

En cada barrio de París existe un médico cuyo nombre y domicilio sólo son conocidos por la clase baja, los pequeños burgueses, los porteros, y a quien, por consiguiente, se llama el médico del barrio. Este médico, que se ocupa de los partos y de las sangrías, es en medicina lo que el criado para todo en los Pequeños Anuncios. Forzado a ser bueno con los pobres, bastante experto gracias a su larga práctica, en general se le quiere. El doctor Poulain, a quien la señora Cibot había introducida en casa del enfermo, después de haberse dado a conocer a Schmucke, escuchó distraídamente las dolencias del viejo músico, que durante toda la noche se había estado rascando la piel, que se había vuelto completamente insensible. El hecho de tener los ojos con un cerco amarillo concordaba con aquel síntoma.

—En los dos últimos días ha tenido usted un disgusto grave, ¿no es cierto? —dijo el doctor a su enfermo.

—¡Ay, sí! —respondió Pons.

—Tiene usted la enfermedad que el señor ha estado a punto de tener —dijo señalando a Schmucke—, la ictericia; pero no será nada —añadió el doctor Poulain, mientras escribía una receta.

A pesar de esta última frase tan consoladora, el doctor había lanzado al enfermo una de estas miradas hipocráticas, en las que unos ojos interesados en conocer la verdad adivinan siempre la sentencia de muerte, aun estando bien oculta por una compasión que da la costumbre. De modo que la señora Cibot, que captó con sus ojillos de espía la mirada del doctor, no se llamó a engaño respecto al significado de la frase del médico, ni respecto a la fisonomía hipócrita del doctor Poulain y cuando éste salió del piso se fue tras él.

—¿Cree usté que no será nada? —dijo la señora Cibot al doctor, una vez en el rellano.

—Mi querida señora Cibot, su señor es hombre muerto, no porque la bilis haya invadido la sangre, sino a causa de su debilidad moral. Sin embargo, cuidándole mucho, es posible que su enfermo salga aún de ésta; sería conveniente que le sacaran de aquí, que le llevaran de viaje…

—¿Con qué dinero…? —preguntó la portera—. Él se gana el cocido con su empleo y su amigo vive de unas pequeñas rentas que le han dado unas señoronas, a las que dice que ha prestado unos servicios, y que son muy caritativas. Son como dos niños, yo les cuido desde hace nueve años.

—Me paso la vida visitando a gente que se muere no de sus enfermedades, sino de esta herida terrible e incurable que es la falta de dinero. ¡En cuántas buhardillas no me veo obligado a dejarles cinco francos sobre la chimenea, en vez de hacerles pagar la visita!

—¡Pobre señor Poulain! —dijo la señora Cibot—. ¡Ah! Si tuviera usté las cien mil libras de renta que tienen algunos roñosos del barrio, que s’irán de patitas al infierno, usté sería el representante de Dios en la tierra…

El médico, que había conseguido, gracias al aprecio de los señores porteros de su distrito, hacerse con una pequeña clientela que apenas bastaba para cubrir sus necesidades, levantó los ojos al cielo y dio las gracias a la señora Cibot con una mueca digna de Tartufo.

—Entonces, dice usté, mi querido señor Poulain, que cuidándole mucho nuestro querido enfermo se repondría, ¿no?

—Sí, si el disgusto que ha sufrido no ha minado demasiado su estado de ánimo.

—¡Pobre hombre! ¿Quién habrá podido darle un disgusto? Es tan buen hombre, que sólo puede compararse con su anmigo, el señor Schmucke… Tengo que enterarme de lo que le ha pasado, yo misma voy a ajustarles las cuentas a los que le han dado este disgusto…

—Mire usted, mi querida señora Cibot —dijo el médico, que se encontraba ya en el umbral de la puerta cochera—, una de las características principales de la enfermedad de su señor es enojarse continuamente por causas sin motivo, y como no es probable que pueda pagarse una asistenta, es usted quien le va a cuidar. De modo que…

—¿Hablan del sheñor Ponsh? —preguntó el chatarrero, que estaba fumando en pipa.

Y se levantó del guardacantón de la puerta para unirse a la conversación de la portera y del doctor.

—Sí, Rémonencq —respondió la señora Cibot al auvernés.

—Puesh para que lo shepan, esh másh rico que el sheñor Monishtrol, y que muschos anticuarios… Yo entiendo en el negosio, y lesh digo que eshte pobre hombre tiene una fortuna en shu casha.

—¡Vaya! ¡Y yo que creía que me tomaba usté el pelo el otro día, cuando le enseñé todas aquellas antiguallas, mientras mis señores estaban fuera! —dijo la señora Cibot a Rémonencq.

En París, donde hasta las piedras de las calles tienen oídos, y las puertas, lengua, y los barrotes de las ventanas, ojos, no hay nada más peligroso que hablar delante de las puertas cocheras. Las últimas palabras que se dicen en estos lugares, y que son lo que una posdata es a una carta, contienen indiscreciones tan peligrosas para los que las dejan escapar, como para los que las recogen.

Un solo ejemplo bastará para corroborar el que presenta esta historia.

 

 

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