XXIX

Iconografía de la especie chamarilero

 

Una vez instalado allí, en 1831, después de la revolución de Julio, Rémonencq empezó tratando en campanillas rotas, vajilla desportillada, chatarra, balanzas viejas, pesas antiguas rechazadas por la ley, y a las que sustituían las nuevas medidas, que, por cierto, el Estado tampoco ha adoptado del todo, ya que dejar circular monedas de uno y de dos sueldos que datan del reinado de Luis XVI. Más tarde este auvernés, con la energía de cinco auverneses, compró baterías de cocina, marcos viejos, cobres antiguos, porcelanas desportilladas. Insensiblemente, a fuerza de llenarse y vaciarse, la tienda tomó un aire de farsa de Nicolet, y la naturaleza de los géneros fue mejorando. El chatarrero siguió este sistema prodigioso y seguro cuyos efectos se manifiestan a los ojos de los paseantes lo suficientemente filósofos para estudiar la progresión creciente de los valores que atesoran estas tiendas que denotan tanta inteligencia. A la hojalata, a los quinqués, a los restos de jarrones, suceden los marcos y los objetos de cobre. Luego vienen las porcelanas. Pronto, la tienda que había sido un gorrineo, se convierte en museo. Finalmente, un día, las polvorientas vidrieras se limpian, el interior se adecenta, el auvernés abandona su chaqueta de pana y se endosa una levita; parece ya un dragón guardando su tesoro; está rodeado de obras de arte, se ha convertido en un gran experto, ha decuplicado su capital, y ya no se deja engañar por nadie; conoce bien los trucos del oficio. Allí está el monstruo como una vieja en medio de veinte jóvenes que ofrece al público. Este hombre astuto y de poco seso, que sólo piensa en sus beneficios y que abusa de los ignorantes, se queda indiferente ante la belleza, ante los milagros del arte. Convertido en comediante, finge amar sus cuadros y sus marqueterías, o simula la pobreza o inventa precios de adquisición y ofrece enseñar facturas de venta. Es un proteo, es al mismo tiempo Jocrisse, Janot, un fantoche, o Mondor o Harpagón o un Bonifacio.

A partir del tercer año pudieron verse en casa de Rémonencq relojes de pared nada despreciables, armaduras, cuadros antiguos; y durante sus ausencias hacía vigilar la tienda por una mujeruca no poco fea, su hermana, que a petición suya había venido a pie desde su pueblo. La Rémonencq, especie de idiota de mirada vaga, que vestía como un ídolo japonés, no rebajaba ni un céntimo en los precios que ponía su hermano; además llevaba la casa y resolvía el problema, en apariencia insoluble, de vivir de la niebla del Sena. Rémonencq y su hermana se alimentaban de pan y de arenques, de desperdicios, de restos de legumbres que recogían de los montones de basura que los dueños de las fondas apilaban junto a sus guardacantones.

Para ellos dos, incluyendo el pan, sólo gastaban sesenta céntimos al día, y la Rémonencq se las ingeniaba para ganárselos cosiendo o hilando.

Estos comienzos del negocio de Rémonencq, que había venido a París para ser recadero, y que de 1825 a 1831 hacía recados para los anticuarios de la calle Beumarchais y los caldederos de la calle de Lappe, es la historia normal de muchos anticuarios. Los judíos, los normandos, los auverneses y los saboyanos, estas cuatro razas de hombres, poseen los mismos instintos, hacen fortuna por los mismos medios. No gastar nada, ganar márgenes muy pequeños, y acumular intereses y beneficios, tal es su programa. Y este programa es efectivo.

En aquellos momentos, Rémonencq, reconciliado con su antiguo patrono, Monistrol, trataba con importantes anticuarios, e iba a chalanear (ésta es la palabra técnica) por los arrabales de París, que, como ya es sabido, comprenden una zona de cuarenta leguas. Después de catorce años de práctica, era dueño de una fortuna de sesenta mil francos y de una tienda bien provista. Sin hacer grandes ganancias, en la calle de Normandía, en donde le retenía lo módico del alquiler, vendía su género a los anticuarios, contentándose con un pequeño beneficio. Todos sus negocios los trataba en la jerigonza de Auvernia, que llaman charabia. Aquel hombre acariciaba un proyecto: quería establecerse en los bulevares; quería convertirse en un rico anticuario, llegar a tratar directamente con los buenos compradores. En él había además un temible negociante. Tenía la cara recubierta por una especie de barniz polvoriento producido por las limaduras de hierro y pegado por el sudor, porque él mismo se lo hacía todo; lo cual hacía su expresión aún más impenetrable, sobre todo teniendo en cuenta que el hábito de las penalidades físicas le había dotado de la impasibilidad estoica de los veteranos soldados de 1799. Físicamente, Rémonencq era un hombre bajo y flaco, cuyos ojillos, que recordaban a los de los cerdos, de color azul metálico, delataban la codicia concentrada, la astucia maliciosa de los judíos, sin su aparente humildad que oculta un profundo desprecio por los cristianos.

Las relaciones que había entre los Cibot y los Rémonencq eran las de un bienhechor con personas que les deben agradecimiento. La señora Cibot, convencida de la extremada pobreza de los auverneses, les vendía a precios increíblemente bajos las sobras de Schmucke y de Cibot. Los Rémonencq pagaban dos céntimos y medio por una libra de pan seco, un céntimo y medio por una escudilla de patatas, y así todo lo demás. El astuto Rémonencq daba a entender que nunca hacía negocios por su cuenta. Era siempre el representante de Monistrol, y decía que los anticuarios ricos le explotaban; de modo que los Cibot compadecían sinceramente a los Rémonencq. Desde hacía once años el auvernés llevaba la misma chaqueta de pana, el mismo pantalón de pana, el mismo chaleco de pana; pero estas tres prendas, tan características de los auverneses, estaban totalmente cubiertas de remiendos que Cibot había puesto gratis. Como se ve, no todos los judíos son de Israel.

—No me tome el pelo, Rémonencq —dijo la portera—. ¿Cómo es posible que el señor Pons tenga una fortuna así, y lleve la vida que lleva? ¡Si no tiene ni cien francos en su casa!

—Todosh losh colesionishtash shon igual —respondió sentenciosamente Rémonencq.

—¿Entonces, va de veras que cree que lo de mi señor vale unos sentecientos mil francos?

—Shí, y shólo con losh cuadrosh… Tiene uno que shi me pidieshe sincuenta mil francosh, yo she losh encontraría, aunque tuvieshe que ahorcarme para shacarlosh… ¿Shabe ushted losh marquitosh de cobre eshmaltado, con tersiopelo rojo, donde eshtán losh retratosh? Puesh shon eshmaltes de Petitot, y hay un sheñor minishtro, que había shido droguishta, que paga mil eshcudos por cada uno…

—¡Pues si hay treinta en los dos marcos! —dijo la portera, cuyos ojos se dilataron.

—Puesh ya vé el teshoro que tiene…

La señora Cibot, presa de vértigo, dio media vuelta. Inmediatamente concibió la idea de hacerse incluir en el testamento del pobre Pons, imitando a todas aquellas amas de llaves cuvos vintalicios habían provocado tantas envidias en el barrio del Marais. Se veía va habitando un pueblecillo de los alrededores de París, pavoneándose en una casa de campo en la que se cuidaba de su corral, de su jardín, y en la que terminaba sus días servida como una reina, igual que su pobre Cibot, que bien merecía tanta felicidad, como todos los ángeles olvidados, incomprendidos.

Por la reacción brusca y espontánea de la portera, Rémonencq tuvo la certidumbre de lograr sus propósitos. En el oficio de chalán (que así se llama también a los que van en busca de ocasiones, y de ahí el verbo chalanear, ir en busca de ocasiones y hacer buenos negocios aprovechándose de la ignorancia de los demás); en este oficio, la dificultad estriba en poder introducirse en las casas. Son inimaginables las argucias a lo Scapin, los trucos a lo Sganarelle y los halagos a lo Dorine que inventan los chalanes para entrar en casa de los burgueses. Son comedias dignas del teatro y siempre basadas, como aquí, en la rapacidad de los criados. Los criados, sobre todo en el campo o en provincias, a cambio de treinta francos en plata o de ciertos objetos, hacen que se cierren tratos en los que el chalán realiza beneficios de mil a dos mil francos. Existen ciertos servicios de antiguo Sèvres, pasta tierna, cuya conquista, si se contara, demostraría que todas las argucias diplomáticas del Congreso de Munster, todo el ingenio desplegado en Nimega, en Utrecht, en Riswick, en Viena, no son nada al lado de la astucia de los chalanes, cuya comicidad es mucho más franca que la de los negociadores. Los chalanes se valen de recursos que arraigan tan profundamente en los abismos del interés personal como los que los embajadores buscan tan afanosamente para conseguir la ruptura de las alianzas más sólidas.

—Ya la he levantado de cashcosh —dijo el hermano a la hermana, al ver que volvía a sentarse en una silla despajada—. Ahora voy a conshultar con el único que entiende esho, nueshtro judío, un buen judío que shólo nosh cobra un interésh de quinse por shiento…

Rémonencq había visto claro en el corazón de la Cibot. En mujeres de este temple querer es obrar; no retroceden ante ningún medio para llegar al éxito, pasan en un instante de la honradez más escrupulosa a la mayor perversidad. La honradez, como todos nuestros sentimientos, dicho sea de paso, debería dividirse en dos honradeces: una honradez negativa y una honradez positiva. La honradez negativa sería la de las que son como Cibot, que son honradas mientras no se les presenta una ocasión de enriquecerse. La honradez positiva sería la que se ve asaltada por todos lados por las tentaciones sin sucumbir a ellas, como la de los empleados que cobran facturas.

 

 

XXX

En el que la Cibot inicia su primer ataque

 

Un tropel de malas intenciones penetró en la inteligencia y en el corazón de esta portera, por la esclusa del interés abierta por las diabólicas palabras del chatarrero. La Cibot subió, o, para ser más exactos, voló, de la portería al piso de sus dos señores, y se dejó ver, con una máscara de afecto en el rostro, en el umbral de la habitación en la que gemían Pons y Schmucke. Al ver entrar a la asistenta, Schmucke le hizo señas de que no dijera nada de las verdaderas opiniones del doctor en presencia del enfermo; pues el amigo, el sublime alemán, había sabido interpretar también las miradas del doctor; y ella respondió con otro movimiento de cabeza, expresando un profundo dolor.

—Bueno, señor Pons, ¿cómo se encuentra usté? —dijo la Cibot.

La portera se puso en jarras a los pies de la cama, mirando fijamente y con aire afectuoso al enfermo, pero de sus ojos brotaba un centelleo dorado. Para un buen observador, hubiera sido algo tan terrible como la mirada del tigre.

—¡Ay, bastante mal! —respondió el pobre Pons—. No tengo nada de apetito. ¡Ay, qué mundo, qué mundo! —exclamó apretando la mano de Schmucke, quien se hallaba junto a la cabecera de la cama, sosteniendo la mano de Pons, y con quien sin duda el enfermo conversaba acerca de las causas de su enfermedad—. Mi buen Schmucke, ¡qué bien hubiera hecho de seguir tus consejos! ¡De seguir comiendo aquí todos los días, desde que empezamos a hacerlo! De renunciar a esta sociedad que me ha atropellado como un carro aplasta un huevo… ¿Y por qué?

—Vamos, vamos, señor Pons, no se preocupe usté tanto —dijo la Cibot—, el doctor me ha dicho la verdá…

Schmucke dio un tirón de la falda de la portera.

—Claro, puede usté salir de ésta, pero nencesita muchos cuidados… Tranquilícese, tiene usté a su lado a un buen amigo, y, modestia anparte, a una mujer que le cuidará como una mandre cuida a su primer hijo. Yo he hecho que Cibot sanliera de una enfermeda cuando el doctor Poulain ya lo daba todo por perdido, vaya, que lo había desanunciado, como se suele dencir, que lo daba por muerto… De modo que, usté, que no está en éstas ni muncho menos, gracias a Dios, aunque esté bastante enfermo, puede contar conmigo… Ya me las anreglaré yo sola; estése tranquilo, no se mueva tanto…

Y, volvió a subir el cobertor hasta cubrir al enfermo.

—No se preoncupe, hombre —dijo—, el señor Schmucke y yo pasaremos la noche aquí, en la cabecera de su cama… Estará mejor cuindado que un príncipe… Y, además, usté ya tiene dinero para no nengarse nada de lo que necesite… Que ya me he puesto de acuerdo con Cibot; porque el probre, que yo no sé qué haría sin mí… Pues le he podido convencer; y los dos les queremos tanto que ha consentido que pase la noche aquí… ¡Y que no es poco sacrificio para él! Porque me quiere igualito que el primer día… Yo no sé qué es lo que tiene… Debe ser la portería; los dos siempre allí, el uno al lado del otro… ¡Pero no se destape usté así! —dijo abalanzándose sobre la cama y volviendo a subir el cobertor hasta el pecho de Pons—. Si no es onbedicnie, si no hace todo lo que mande el señor Poulain, que ya sabe usté que es un santo, yo no quiero saber nada más de usté… Tiene que onbedecerme…

—Sí, señora Cipod, el opeteserá —dijo Schmucke—, borgue guiere fifir bara su amico Schmucke, se lo asecuro.

—Sobre todo no se impanciente, ¿eh? —dijo la Cibot—, porque encima de su enfermedá, sólo falta que no tenga panciencia. Mi querido señor Pons, Dios nos envía nuestros males para castigar nuestros pecados… ¿No tiene usté ningún pecadillo de que avergonzarse?, ¿eh?

El enfermo negó con la cabeza.

—¡Oh! ¡Vamos! ¿No ha tenido algún amor en su junventú? ¿No ha hecho sus escapaditas? ¿No ha dejado tal vez en algún lugar un fruto de sus amores, que hoy no tiene pan, ni techo, ni nombre…? ¡Mostruos, eso es lo que son los hombres! Un día todo es amor, y luego, ya está, no se vuelve a pensar en nada, ni tan sinquiera en lo que cuesta una nodriza… ¡Pobres mujeres!

—Pero… si a mí sólo me han querido Schmucke y mi pobre madre —dijo tristemente el pobre Pons.

—¡Vamos! ¡Que no es usté un santo!, ¿eh? Bien que ha sido joven y que debía ser buen mozo a los veinte años… Yo, con lo bueno que es usté, bien que le hubiera querido…

—¡Siempre he sido feo como un sapo! —dijo Pons ya desesperado.

—Bueno, eso lo dirá por modestia, porque eso sí que usté lo tiene, es muy modesto.

—No, mi querida señora Cibot, se lo repito, siempre he sido feo, nunca me ha querido nadie…

—¡Anda ése! —dijo la portera—. Ahora me quiere usté hacer creer, que, a su edad, está como una rosita de abril… ¡A otro perro con ese hueso! ¡Un múnsico! ¡Un hombre de treatro! Que no, que eso me lo dice una mujer y no la creo.

—¡Señora Cipod! ¡Fa ustet a enojarle! —exclamó Schmucke, viendo que Pons se retorcía como un poseso en la cama.

—¡Y usté también se calla! ¡Los dos son dos viejos limbertinos! No hay excusas de que sean feos, nunca falta un roto para un descosido, como dice el poverbio… Cibot bien que se hizo querer por una de las ostreras más guapas de París, y ustedes valen muchísimo más que él… ¡Ya van buenos los dos, ya! ¡Vamos! ¿Que no se han ido nunca de jarana? ¡Dios les castiga por haber abandonao a sus hijos, como Abraham!

El enfermo, en su abatimiento, aún encontró fuerzas para hacer un gesto de negativa.

—¡Oh, no se preocupe por eso! ¡Si usté va a vivir más que Matusalén!

—¡Déjeme en paz de una vez! —gritó Pons—. ¡Yo jamás he sabido lo que era ser ainado! ¡No he tenido hijos, no tengo a nadie en el mundo!

—¿De veras? —preguntó la portera—. Pues, verá usté, como usté es tan bueno, y a las mujeres les gusta la bondá… me parecía imposible que en sus buenos tiempos…

—Llévatela —dijo Pons al oído de Schmucke—; me está sacando de quicio…

—Pero el señor Schmucke sí que ha tenido hijos, ¿verdá? Ustedes son todos iguales, los solterones…

—¡Yo! —exclamó Schmucke irguiéndose—. Bero…

—¡Vamos! ¿Usté también? ¿Tampoco tiene herederos? ¿Es que han nacido los dos de la tierra, igual que las setas…?

—¡Señora, fenca! —respondió Schmucke.

El buen alemán cogió heroicamente a la señora Cibot por la cintura y la llevó al salón, sin hacer caso de sus gritos.

 

 

XXXI

Un hermoso ejemplo de continencia

 

—¡A su edá no irá usté a ambusar de una pobre mujer! —gritaba la Cibot, debatiéndose en los brazos de Schmucke.

—¡No cride ustet!

—Usté, que es el mejor de los dos —respondía la Cibot—. ¡Ah! ¡Qué mal he hecho de hablar de amor a unos viejos que aún no saben lo que es una mujer! ¡Le he despertado el istinto, mostruo! —gritaba viendo los ojos de Schmucke, brillantes de cólera—. ¡Socorro, socorro! ¡Que me ratan!

—¡Es ustet eine itiota! —respondió el alemán—. A fer, ¿gué ha ticho el toctor?

—¡Tratarme a mí de ese modo! —dijo la Cibot cuando volvió a verse en libertad—. A mí, que daría la vida por los dos… ¡Ay! ¡Qué verdá es que a los hombres sólo se les conoce tratándolos! ¡Qué gran verdá! ¡No me iba a tratar así mi probre Cibot! ¡Yo que les trato a los dos como a unos hijos! Porque como yo no tengo hijos, ayer mismo, sí, sí, ayer mismo, le decía a mi Cibot: «Oye, ¿sabes que Dios sabía muy bien lo que hacía al no querernos dar hijos? Porque ahora tengo dos hijos que cuidar…». Eso es, se lo juro por lo más sangrado, por mi madre que en gloria esté, que le decía todo eso…

—¡Sí! Bero ¿gué ha ticho el toctor? —preguntó rabiosamente Schmucke, que, por primera vez en su vida, dio una patada en el suelo.

—Pues verá, me ha dicho —respondió la señora Cibot llevando a Schmucke al comedor—, me ha dicho que nuestro querido enfermo, que yo tanto quiero podría morirse si no se le cuidaba pero que muy bien… Pero aquí estoy yo para cuidarle, ampesar de todos los malos tratos de usté… porque cuidado que es usté bruto, yo que le creía tan pancífico… Eso lo lleva usté en la sangre, está visto… ¡Vaya!… Aún sería capaz a su edá de ambusar de una mujer, ¿eh, granuja?

—¿Granuja, yo? Bero ¿no gombrende ustet gue yo sólo guiero a Bons?

—¡Ah, menos mal! Entonces me dejará en paz, ¿verdá? —dijo sonriendo a Schmucke—. Pues hará usté bien, porque Cibot le rompería la crisma a quien quisiera antentar contra mi honra…

—Güídele ustet pien, mi puena señora Cipod —siguió Schmucke, intentando coger la mano de la señora Cibot.

—¡Vaya, hombre! ¿Otra vez con ésas?

—Esgúcheme pien: dodo lo gue yo denga será bara ustet, si le salfamos…

—Bueno, voy al boticario a buscar lo que hace falta; porque, ¿sabe usté?, va a salir cara esta enfermedá, ¿sabe? Más o menos, ¿cuánto tiene usté?

—¡Yo drapajaré! Guiero gue Pons sea güidado gomo un bríncibe…

—Lo será, señor Schmucke, lo será; no se preocupe usté por nada; Cibot y yo tenemos como unos dos mil francos ahorrados, pues son para ustedes, ¡que no hace poco tiempo que tengo yo que añadir dinero del mío en esta casa!

—¡Bopre mujer! —exclamó Schmucke, enjugándose los ojos—. ¡Gué puen gorazón!

—Séquese estas lágrimas que me honran, porque ésta es mi única rencompensa —dijo melodramáticamente la Cibot—. Yo soy la más desinteresada de todas las mujeres de la tierra; pero no me entre en el cuarto con lágrimas en los ojos, porque el señor Pons va a creerse que está más enfermo de lo que de verdá está…

Schmucke, conmovido por esta delicadeza, cogió por fin la mano de la Cibot, y la apretó entre las suyas.

—¡Por favor! —dijo la antigua ostrera, mirando a Pons emocionadamente.

—Bons —dijo el buen alemán al entrar de nuevo en la habitación—, la señora Cipod es ein ángel, es ein ángel charladán, bero ein ángel…

—¿Tú crees? En este último mes me he vuelto desconfiado —respondió el enfermo sacudiendo la cabeza—. Después de todas mis desgracias, sólo creo en Dios y en ti.

—Dú, gúrate, y fifiremos los dres gomo dres reyes… —exclamó Schmucke.

—¡Cibot! —gritó la portera sin aliento al volver a sus dominios—. ¡Oye, que ya somos ricos! Mis dos señores no tienen ningún heredero, ni hijos nanturales, ni nada, ea… Me iré a ver a la señora Fontaine para que me eche las cartas y sepamos lo que vamos a tener de renta…

—Mujer —respondió el sastrecillo—, no me vengas ahora con las cuentas de la lechera…

—¡Mira éste! ¡No te fastidia! —dijo dando una amistosa palmada a Cibot—. Yo sé lo que me hago. El señor Poulain ha desanunciado al señor Pons. Del resto me encargo yo. Tú ve cosiendo y vigila la portería, que no vas a estar mucho tiempo en el oficio… Nos vamos a retirar al campo, a Batignolles… Tendremos una casa preciosa, con un jardín bien majo, y tú te distraerás cultivándolo, y yo voy a tener una criada…

—¿Qué, vesina? ¿Cómo van las coshash por arriba? —preguntó Rémonencq—. ¿Ya shabe ushted lo que vale la colecsión?

—No, entodavía no… No se puede ir tan aprisa, hombre… Yo he empezado por hacer que me dijeran cosas pero que mucho más importantes.

—¿Másh importantesh? —exclamó Rémonencq—. ¿Qué puede sher másh importante que esho?

—¡Anda, chiquillo! Déjame a mí que lleve el tinmón de la barca —dijo la portera con autoridad.

—Puesh con el treinta por ciento de losh sien mil francosh, tendrían para vivir como sheñores el reshto de shu vida…

—No se me soliviante, Rémonencq, cuando haya que saber lo que valen todas esas cosas que tienen mis señores, ya hablaremos…

 

 

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