XXVIII

El oro es una quimera (letra del señor Scribe, música de Meyerbeer, decorados de Rémonencq)

 

Un día, uno de los mejores peluqueros del tiempo del Imperio, época en la que los hombres cuidaban mucho de su cabello, salía de una casa en la que acababa de peinar a una linda dama, y en la que prestaba sus servicios a todos los inquilinos ricos. Entre éstos figuraba un solterón cuya ama de llaves detestaba a los herederos de su señor. En casa del mencionado joven, que se hallaba gravemente enfermo, acababan de reunirse en consulta una serie de famosos médicos, que aún no se llamaban los príncipes de la ciencia. El azar quiso que los médicos salieran al mismo tiempo que el peluquero, y al despedirse en el umbral de la puerta cochera, por sus labios hablaron la ciencia y la verdad, como suelen hablar entre ellos una vez ha terminado la farsa de la consulta. «Es hombre muerto…», dijo el doctor Haudry… «No le queda ni un mes de vida», añadió Desplein, «a menos que se produzca un milagro…». El peluquero oyó estas palabras. Como todos los peluqueros estaba de acuerdo con los criados. Y empujado por una monstruosa codicia, volvió a subir inmediatamente a la casa del mencionado joven, y prometió al ama de llaves una buena recompensa si lograba que su amo pusiera la mayor parte de su fortuna en una renta vitalicia. Formaba parte de la fortuna del solterón moribundo, que por otra parte sólo tenía cincuenta y seis años, que debían doblarse teniendo en cuenta sus campañas amorosas, una magnífica casa situada en la calle de Richelieu, que valía entonces doscientos cincuenta mil francos. Esta casa, objeto de la codicia del peluquero, le fue vendida a cambio de una renta vitalicia de treinta mil francos. Esto ocurría en 1806. Este peluquero retirado, hoy septuagenario, paga todavía la renta en 1846. Como el mencionado joven sólo tiene noventa y seis años, está en la segunda infancia, y se ha casado con su señora Evrard, aún puede durar mucho tiempo; como el peluquero había dado a la criada unos treinta mil francos, el inmueble le cuesta más de un millón; pero la casa hoy vale cerca de ochocientos o novecientos mil francos.

Imitando a este peluquero, el auvernés había escuchado las últimas palabras que Brunner había dicho a Pons en el umbral de la puerta, el día de la entrevista del fénix de los pretendientes con Cécile; desde entonces había deseado penetrar en el museo de Pons. Rémonencq, que vivía en buena armonía con los dos Cibot, no tardó en ser introducido en el piso de los dos amigos, durante la ausencia de éstos. Rémonencq, deslumbrado ante tantas riquezas, vio la posibilidad de hacer un negocio redondo, lo cual, en la jerga de los comerciantes, significa robar una fortuna, y hacía cinco o seis días que pensaba en ello.

—No shólo no le tomo el pelo —respondió a la señora Cibot y al doctor Poulain—, shino que ya volveremos a hablar del ashunto, y shi eshte buen sheñor quiere una renta vitalisia de sincuenta mil francosh, yo le pago un tonel de vino del paísh shi uhsted me…

—¿Pero qué dice, hombre? —dijo el médico a Rémonencq—. ¡Cincuenta mil francos de vitalicio! Entonces, si es tan rico, atendido por mí y cuidado por la señora Cibot puede curarse… porque las enfermedades del hígado son los inconvenientes que tienen las constituciones muy fuertes…

—¿He disho sincuenta? Puesh un sheñor, aquí mishmo, en eshta puerta, le ha ofresido shetesientosh mil francosh, y esho shólo por los cuadrosh, ¿eh?

Al oír esta afirmación de Rémonencq la señora Cibot miró al doctor Poulain de una manera extraña, como si el diablo encendiera un fuego siniestro en sus ojos color naranja.

—¡Bueno, basta de paparruchas! —cortó el médico, contentándose con saber que su cliente podía pagar todas las visitas que iba a hacerle.

—Sheñor doctor, shi la buena de la sheñora Shibot, ya que el sheñor eshtá en cama, me deja traer un eshperto, yo le juro que encuentro el dinero en dosh horash, aunque fueran shetesientos mil francosh…

—Muy bien, amigo mío —respondió el doctor—. Ahora, señora Cibot, tenga usted mucho cuidado con no llevar nunca la contraria al enfermo; ármese usted de paciencia, porque todo va a irritarle, todo le cansará, incluso las atenciones que tenga usted para con él; sepa usted de antemano que no va a encontrar nada bien hecho…

—Pues sí qué será difícil… —dijo la portera.

—Vamos a ver, escúcheme bien —siguió el médico con autoridad—. La vida del señor Pons está en manos de los que le cuidan; de modo que yo vendré a verle quizá dos veces por día. Empezaré mi recorrido por él…

Súbitamente el médico había pasado de la despreocupación total que solía tener respecto a sus enfermos pobres, a la solicitud más extremada, al advertir la posibilidad de aquella fortuna, vista la seriedad del especulador.

—Será tratado a cuerpo de rey —respondió la señora Cibot con fingido entusiasmo.

La portera esperó a que el médico hubiera doblado la calle Chalot antes de reemprender la conversación con Rémonencq. El chatarrero terminaba su pipa, con la espalda apoyada en la chambrana de la puerta de su tienda. Posición que había adoptado premeditadamente, ya que quería que fuese la portera la que fuese hacia él.

Esta tienda, que en otro tiempo había sido un café, seguía tal cual el auvernés la había encontrado cuando la arrendó. En el largo rótulo que corona la vidriera de todas las tiendas modernas, se leía aún: CAFÉ DE NORMANDÍA. El auvernés había hecho pintar, sin duda gratuitamente, con pincel y en color negro, por algún aprendiz de pintor de brocha gorda, en el espacio que quedaba debajo del CAFÉ DE NORMANDÍA, estas palabras: Rémonencq, chatarrero, compra objetos de ocasión. Naturalmente, los espejos, las mesas, los taburetes, los estantes, todo el mobiliario del Café de Normandía, había sido vendido. Rémonencq había alquilado por seiscientos francos la tienda con las cuatro paredes desnudas, la trastienda, la cocina y un cuarto único al nivel del entresuelo en el que antes dormía el mozo, ya que el piso que dependía del Café de Normandía fue alquilado aparte. Del primitivo lujo del que se rodeó el cafetero no quedaba más que un papel verde claro liso en la tienda, y las sólidas barras de hierro de la entrada, con sus pernos.

 

 

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