XXXII

Tratado de ciencias ocultas

 

Y la portera, después de haber ido a la botica a recoger los medicamentos prescritos por el doctor Poulain, aplazó para el día siguiente su consulta con la señora Fontaine, pensando que iba a encontrarse con las facultades del oráculo más claras, más frescas, presentándose allí de buena mañana, antes que todos los demás, ya que generalmente había un gentío en casa de la señora Fontaine.

Después de haber sido durante cuarenta años la antagonista de la célebre señorita Lenormand, a quien, por otra parte, había sobrevivido, la señora Fontaine era en esta época el oráculo del Marais. No puede ni imaginarse lo que son las echadoras de cartas para las clases inferiores parisienses, ni la inmensa influencia que ejercen sobre las decisiones de las personas sin instrucción; ya que las cocineras, las porteras, las mujeres entretenidas, las obreras, todos los que en París viven de esperanzas, consultan a los seres privilegiados que poseen el extraño e inexplicable poder de leer en el porvenir. La creencia en las ciencias ocultas está mucho más extendida de lo que se imaginan los sabios, los abogados, los notarios, los médicos, los magistrados y los filósofos. El pueblo tiene instintos indelebles. Entre estos instintos, el que tan neciamente es conocido con el nombre de superstición, se encuentra tanto en la sangre del pueblo como en el instinto de las personas superiores. Más de un hombre de Estado consulta, en París, a las echadoras de cartas. Para los incrédulos, la astrología judiciaria (dos palabras que parecen tan absolutamente incompatibles) no es más que la explotación de un sentimiento innato, uno de los más fuertes de nuestra naturaleza, la curiosidad. Los incrédulos niegan, pues, totalmente las relaciones que la adivinación establece entre el destino humano y la configuración que se obtiene por los siete u ocho medios principales que componen la astrología judiciaria. Pero con las ciencias ocultas ha ocurrido lo que con tantos efectos naturales que rechazan las personas despreocupadas y los filósofos materialistas, es decir, los que se atienen exclusivamente a los hechos visibles, concretos, a los resultados de la retorta o de las balanzas de la física y de la química modernas; estas ciencias, subsisten, continúan su camino; pero, sin progresar, ya que, desde hace unos dos siglos, su cultivo ha sido abandonado por los espíritus privilegiados.

Atendiendo tan sólo al lado verosímil de la adivinación, creer que los acontecimientos anteriores de la vida de un hombre, que los secretos que sólo él conoce, pueden descubrirse en un momento gracias a unas cartas que se barajan, que él corta, y que el que hace el horóscopo divide en montoncitos de acuerdo con leyes misteriosas, es un absurdo, pero es el absurdo que condenaba el vapor, que aún hoy condena la navegación aérea, que condenó la invención de la pólvora y de la imprenta, la de las lentes, la del grabado, y la del último gran descubrimiento, la daguerrotipia. Si un hombre hubiese ido a decir a Napoleón que un edificio y un hombre están incesantemente y en todo momento representados por una imagen en la atmósfera, que todos los objetos existentes tienen en ella un espectro aprehendible, perceptible, hubiera encerrado a este hombre en Charenton, como Richelicu encerró a Salomón de Caux en Bicêtre, cuando el mártir normando le reveló la inmensa conquista de la navegación a vapor. Y sin embargo ¡es precisamente esto lo que Daguerre ha demostrado con su descubrimiento! Pues bien, si Dios ha impreso, para ciertos ojos clarividentes, el destino de cada hombre en su fisonomía, dando a esta palabra el sentido de expresión total del cuerpo, ¿por qué la mano no va a compendiar esta fisonomía, dado que la mano es toda la acción humana y su único medio de manifestación? De ahí la quiromancia. ¿Es que la sociedad no imita a Dios? Predecir a un hombre los acontecimientos de su vida, según el aspecto de su mano, no es un hecho más extraordinario, en quien ha recibido el don de vidente, que el hecho de decir a un soldado que tomará parte en combates, a un abogado que hablará, a un zapatero que hará zapatos o botas, a un campesino que abonará la tierra y la cultivará. Busquemos un ejemplo convincente. El genio es algo tan visible en el hombre que, paseándose por París, las personas más ignorantes adivinan al gran artista cuando pasa. Es como un sol moral cuyos rayos lo iluminan todo a su paso. ¿Es que no se reconoce inmediatamente a un perturbado por impresiones contrarias a las que produce el hombre de genio? Un hombre vulgar pasa casi inadvertido. La mayoría de los observadores de la naturaleza social y parisiense pueden decir la profesión de cualquier transeúnte sólo con verle por la calle. Hoy los misterios del aquelarre, tan bien pintados por los pintores del siglo XVI, ya no son tales misterios. Las egipcias o los egipcios, padres de los gitanos, ese extraño pueblo procedente de la India, se limitaban sencillamente a hacer tomar haschish a sus clientes. Los fenómenos suscitados por este producto explican perfectamente las cabalgadas en escobas, la huida por las chimeneas, las visiones reales, por decirlo así, de viejas convertidas en jóvenes, las danzas frenéticas y las deliciosas músicas que componían las fantasías de los supuestos adoradores del diablo.

Hoy son tantos los hechos comprobados, auténticos, que han proporcionado las ciencias ocultas, que un día estas ciencias serán profesadas como se profesa la química y la astronomía. E incluso no deja de llamar la atención que cuando en París se crean cátedras de eslavo, de manchú, de literaturas tan poco profesables como las literaturas nórdicas, que en vez de ser materia de lecciones, deberían recibirlas, y cuyos titulares repiten los eternos tópicos sobre Shakespeare y sobre el siglo XVI, no se haya restituido, bajo el nombre de antropología, la enseñanza de la filosofía ocultista, una de las glorias de la universidad de antaño.

En esto, Alemania, este país a un tiempo tan adulto y tan niño, lleva la delantera a Francia, ya que allí se profesa esta ciencia mucho más útil que las diferentes FILOSOFÍAS, que son todas lo misino.

Que ciertos seres tengan el poder de descubrir los hechos futuros en el germen de las causas, como el gran inventor ve una industria, una ciencia, en un efecto natural que pasa inadvertido para el vulgo, no es ya una de estas excepciones inauditas que pasman a todos; es el efecto de una facultad reconocida, y que viene a ser, en cierto modo, como el sonambulismo del espíritu. De modo que, si este principio en el que se basan las diferentes maneras de adivinar el porvenir, parece absurdo, los hechos no pueden negarse. Obsérvese que predecir los grandes acontecimientos del futuro, para el vidente, no es algo mucho más difícil que adivinar el pasado. Tanto el pasado como el porvenir, son igualmente imposibles de conocer, dentro del sistema de los incrédulos. Si los acontecimientos ya ocurridos han dejado rastros, es verosímil imaginar que los acontecimientos futuros tienen sus raíces. Desde el momento en que quien nos dice la buenaventura nos explica minuciosamente los hechos de nuestra vida pasada que sólo nosotros conocemos, puede decirnos también los acontecimientos que producirán las causas existentes. El mundo moral está cortado, por decirlo así, por el mismo patrón que el mundo natural; deben producirse los mismos efectos, con las diferencias propias de sus diversos ambientes. De modo que, del mismo modo que los cuerpos se proyectan realmente en la atmósfera, dejando persistir en ella este espectro recogido por el daguerrotipo que lo detiene cuando pasa; del mismo modo las ideas, creaciones reales y operantes, se graban en lo que hay que llamar atmósfera del mundo espiritual, y producen efectos, y viven espectralmente (ya que es necesario forjar palabras nuevas, para designar fenómenos que aún no tienen nombre), y por consiguiente, ciertos seres dotados de facultades excepcionales, pueden perfectamente ver estas formas o rastros de ideas.

En cuanto a los medios empleados para llegar a las visiones, es la parte del prodigio más explicable, ya que la mano del comultante dispone los objetos con ayuda de los cuales se le hace representar los azares de su vida. En efecto, todo se encadena en el inundo real. Todo movimiento corresponde a una causa, toda causa está en relación con el conjunto. Y, en consecuencia, el conjunto se compendia en el menor de los movimientos. Rabelais, el espíritu más grande de los tiempos modernos, aquel hombre que resumió a Pitágoras, a Hipócrates, a Aristófanes y a Dante, dijo, hace ya tres siglos: «El hombre es un microcosmos». Tres siglos más tarde, Swedenborg, el gran profeta sueco, decía que la tierra era un hombre. El profeta y el precursor de la incredulidad coinciden pues en la más grande de las fórmulas. Todo es fatal en la vida humana, como en la vida de nuestro planeta. Los incidentes más insignificantes, más fútiles, están subordinados a algo. De modo que las grandes cosas, las grandes concepciones, los grandes pensamientos se reflejan necesariamente en los actos más triviales, con tanta fidelidad, que, si un conspirador baraja y corta un mazo de naipes, escribirá en él el secreto de su conspiración para el vidente, llámesele gitano, adivino charlatán o como se quiera. Desde el momento en que se admite la fatalidad, es decir, el encadenamiento de las causas, la astrología judiciaria existe, y se convierte en lo que era en otro tiempo, una ciencia inmensa, ya que comprende la facultad de deducción que hizo la grandeza de Cuvier; pero espontánea, en vez de ejercerse, como en este gran genio, en las noches de estudio de su gabinete.

La astrología judiciaria, la adivinación, ha reinado durante siete siglos, y no, como hoy, sobre la gente del pueblo, sino sobre las inteligencias más poderosas, sobre los soberanos, sobre la reina y sobre las personas ricas. Una de las ciencia más importantes de la antigüedad, el magnetismo animal, procede de las ciencias ocultas, como la química procede de los hornos dé los alquimistas. La craneología, la fisiognomonía, la neurología, tienen también el mismo origen; y los ilustres creadores de estas ciencias, en apariencia nuevas, no han cometido más que un error, el de todos los inventores, y que consiste en sistematizar de un modo absoluto hechos aislados, cuya causa generatriz escapa todavía al análisis. Un día, la Iglesia Católica y la filosofía moderna se pusieron de acuerdo con la justicia para proscribir, perseguir, ridiculizar los misterios de la cábala, así como a sus adeptos, y ha habido una lamentable laguna de cien años en el reinado y el estudio de las ciencias ocultas. Sea como fuere, el pueblo y muchas personas de talento, sobre todo mujeres, siguen concediendo crédito al misterioso poder de los que pueden levantar el velo del porvenir; van a comprarles esperanza, valor, ánimos, es decir, lo que sólo la religión puede proporcionar. De modo que el cultivo de esta ciencia siempre ha entrañado ciertos peligros. Hoy en día, los brujos, que, gracias a la tolerancia que debemos a los enciclopedistas del siglo XVIII, ya no tienen que temer ningún suplicio, sólo tienen que habérselas con la policía correccional, y únicamente en caso de que se entreguen a prácticas fraudulentas, cuando asustan a su clientela con objeto de sacarles dinero, lo que constituye una estafa. Desgraciadamente, la estafa es a menudo el delito que acompaña el ejercicio de esta facultad sublime. Y el motivo es el siguiente:

Los dones admirables que posee el vidente, de ordinario se encuentran en personas a quienes se aplica el epíteto de brutos. Estos brutos son los vasos de elección en los que Dios guarda los elixires que asombran a la humanidad. Estos brutos dan los profetas, los hombres como San Pedro o el Ermitaño. Siempre que el pensamiento se mantiene íntegro, como formando un solo bloque, sin emplearse en conversaciones, en intrigas, en obras de literatura, en elucubraciones de sabio, en esfuerzos administrativos, en concepciones de inventor, en esfuerzos guerreros, tiene la aptitud de brillar con destellos de una intensidad prodigiosa, contenidos como el diamante en bruto guarda el esplendor de sus facetas. ¡Qué se dé una circunstancia adecuada! Esta inteligencia se ilumina, adquiere alas para franquear las distancias, ojos divinos para verlo todo; ayer era un carbón; mañana, bajo la acción del fluido desconocido que lo atraviesa, es un diamante resplandeciente. Los hombres superiores, que emplean todos los aspectos de su inteligencia, nunca pueden, de no producirse uno de estos milagros que a veces Dios se permite, llegar a este poder supremo. Y así los adivinos y adivinas, son casi siempre mendigos y mendigas de espíritu virgen, seres en apariencia groseros, guijarros que ruedan por los torrentes de la miseria, por los carriles de la vida, en la que sólo han consumido sufrimientos físicos. El profeta, el vidente, es, a fin de cuentas, Martín el labrador, que ha hecho temblar a Luis XVIII, revelando un secreto que sólo el rey podía conocer; es una señorita Lenormand, una cocinera como la señora Fontaine, una negra medio idiota, un pastor que vive entre sus cabras, un faquir sentado junto a una pagoda, y que al matar la carne, hace que el espíritu alcance todo el poder desconocido de las facultades del sonámbulo.

En Asia, en todas las épocas ha habido héroes de las ciencias ocultas. A menudo esas personas que, en su estado ordinario, son igual que las demás, ya que realizan en cierto modo las funciones químicas y físicas de los cuerpos conductores de la electricidad, ya metales inertes, ya canales llenos de fluidos misteriosos; esas personas, cuando se convierten en lo que realmente son, se entregan a prácticas y a especulaciones que les llevan ante la policía correccional, e incluso, como en el caso del famoso Balthazar, a los tribunales y a presidio. En resumen, lo que prueba el inmenso poder que la cartomancia ejerce sobre la gente del pueblo, es que la vida o la muerte del pobre músico dependía del horóscopo que la señora Fontaine iba a hacer a la señora Cibot.

Aunque ciertas repeticiones sean inevitables en una historia de tanta envergadura y tan cargada de detalles como lo es una historia completa de la sociedad francesa del siglo XIX, es inútil volver a decir cómo es el tugurio de la señora Fontaine, que ya se ha descrito en Los Comediantes sin saberlo. Sólo es necesario hacer observar que la señora Cibot entró en la casa de la señora Fontaine, que vive en la calle Vieille-du-Temple, como los habituales del Café Inglés entran en este restaurante para comer. La señora Cibot, cliente ya bastante antigua, llevaba a menudo a la casa a jóvenes y a comadres a quienes consumía la curiosidad.

 

 

Share on Twitter Share on Facebook