XXXIII

El gran juego

 

La vieja criada que servía de preboste a la echadora de cartas, abrió la puerta del santuario sin avisar a su ama.

—Es la señora Cibot… Entre —añadió—, no hay nadie.

—¿Qué hay, hija mía? ¿Qué le ha ocurrido para que venga tan de mañana? —preguntó la bruja.

La señora Fontaine, que contaba entonces setenta y ocho años, merecía esta calificación por su aspecto digno de una Parca.

—Estoy toda yo que ya ni sé lo que tengo, ¡hágame el gran juego! —exclamó la Cibot—. Se trata de mi fortuna.

Y explicó la situación en que se encontraba, pidiendo una predicción para su sórdida esperanza.

—¿No sabe lo que es el gran juego? —dijo solemnemente la señora Fontaine.

—No, nunca he tenido tanto dinero como para que me lo hicieran… ¡Cien francos! ¡Ahí es nada…! ¿De endónde los hubiera sacado? ¡Pero ahora lo necesito!

—Lo hago muy pocas veces, hija mía —respondió la señora Fontaine—, sólo lo hago a los ricos en las grandes ocasiones, y me lo pagan a veinticinco luises; porque, ¿sabe usted?, esto me fatiga, me des gasta. El Espíritu me anda por ahí dentro y me revuelve el estómago. Como se decía antes, es ir al aquelarre.

—Pero, señora Fontaine de mi alma, cuando yo le digo que se trata de mi provenir…

—En fin, siendo para usted, a quien debo tantas consultas, voy a entregarme al Espíritu —respondió la señora Fontaine, mientras aparecía en su ajado rostro una expresión de terror que no era fingida.

Se levantó de su mugriento sillón, que estaba junto a la chimenea, y se dirigió hacia la mesa, cubierta de un paño verde, del que, de tan viejo, podían contarse todos los hilos; encima de la mesa, a la izquierda, dormía un sapo de dimensiones extraordinarias, al lado de una jaula abierta y habitada por una gallina negra de plumas despeluznadas.

—¡Astarot! ¡Ven aquí, hijo mío! —dijo, dando un ligero golpe con una larga aguja de hacer media en la espalda del sapo, que la miró con aire inteligente—. ¡Y usted, señorita Cleopatra…! ¡Atención! —siguió, dando un golpecito en el pico de la vieja gallina.

La señora Fontaine se concentró, y durante unos momentos permaneció inmóvil; parecía una muerta, con los ojos en blanco; luego se puso rígida, y dijo: «¡Ya está!», con voz cavernosa.

Después de haber esparcido automáticamente un poco de mijo para Cleopatra, cogió su gran juego, barajó convulsivamente las cartas, y, suspirando profundamente, las dio a cortar a la señora Cibot. Cuando esta imagen de la Muerte en turbante mugriento, envuelta en aquella siniestra camisola corta, contempló los granos de mijo que la gallina negra iba picando, y llamó a su sapo Astarot para que se paseara por encima de las cartas esparcidas, la señora Cibot sintió un frío en la espalda, y se estremeció. Sólo las grandes creencias dan las grandes emociones. Tener o no tener rentas, ésta era la cuestión, ha dicho Shakespeare.

Al cabo de siete u ocho minutos, durante los cuales la bruja abrió y leyó con voz sepulcral un grimorio, examinó los granos que quedaban, el camino que había seguido el sapo al retirarse, y descifró el sentido de las cartas dirigiendo hacia ellas los ojos en blanco.

—¡Triunfará! Aunque nada de todo este asunto debe ocurrir como usted lo espera —dijo—. Tendrá que hacer muchas cosas. Pero recogerá el fruto de sus esfuerzos. Tendrá que portarse muy mal, pero no sólo usted, sino todos los que están junto a los enfermos y que codician una parte de la herencia. Personajes muy importantes le ayudarán a hacer este mal… Más tarde se arrepentirá en las angustias de la muerte, ya que morirá asesinada por dos forzados que se habrán evadido, uno bajo, pelirrojo, y otro viejo completamente calvo, a causa de la fortuna que creerán que posee en el pueblo al que se retirará con su segundo marido… Ahora, hija mía, es usted libre de obrar así, o de no hacer nada…

La exaltación interior que acababa de encender dos antorchas en los ojos cóncavos de aquel esqueleto, tan frío en apariencia, cesó. Una vez pronunciado el horóscopo, la señora Fontaine se sintió como deslumbrada, exactamente igual que les ocurre a los sonámbulos cuando se les despierta; miró a su alrededor con aire asombrado; luego reconoció a la señora Cibot, y pareció sorprendida de verla poseída por el horror que se pintaba en su rostro.

 

 

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