XXXIV

Un personaje de los cuentos de Hoffmann

 

—Bueno, hija mía —dijo con una voz completamente distinta a la que tenía mientras profetizaba—, ¿está contenta?

La señora Cibot miró a la bruja como alelada, sin poder responderle.

—¡Ah! ¡Usted ha querido el gran juego! Yo la he tratado como a una antigua amistad. Deme cien francos solamente…

—¿Cibot, morir? —exclamó la portera.

—¿Le he revelado cosas tan terribles? —preguntó ingenuamente la señora Fontaine.

—¡Oh, sí! —dijo la Cibot, sacando del bolsillo cien francos y dejándolos en el borde de la mesa—. Tengo que morir asesinada…

—¡Ah! Eso… ¡Ha sido usted quien ha pedido el gran juego! Pero, tranquilícese, no todas las personas asesinadas en las cartas, mueren.

—Pero ¿es posible, señora Fontaine?

—¡Ah! ¿Qué quiere usted, hija mía? Yo no sé nada. Usted ha querido llamar a la puerta del futuro, yo he hecho sonar la campanilla, y eso es todo: él ha acudido.

—¿Quién es él? —dijo la señora Cibot.

—Pues, ¿quién quiere que sea? ¡El Espíritu! —replicó la bruja, impacientándose.

—Adiós, señora Fontaine —exclamó la portera—. Yo no conocía el gran juego, y palabra que me ha asustado, ea.

—La señora sólo quiere ponerse en este estado una vez al mes —dijo la criada, mientras acompañaba a la portera hasta el rellano—. Se cansa tanto que esto la mataría. Ahora se comerá unas chuletas y dormirá durante tres horas…

En la calle, mientras andaba, la Cibot hizo lo que todos los consultantes hacen con las consultas de toda especie. Creyó en lo que la profecía tenía de favorable a sus intereses, y dudó de las desgracias anunciadas. Al día siguiente, afianzada ya en sus decisiones, pensaba en pasar por todo para hacerse rica y conseguir que le legaran una parte del museo Pons. De modo que, durante largas horas, sólo pensó en ingeniárselas para lograr sus propósitos. El fenómeno, explicado más arriba, de la concentración de las fuerzas morales en todas las personas groseras que, al no emplear las facultades de la inteligencia, como las emplean diariamente las personas más refinadas, las encuentran fuertes y poderosas en el momento en que su espíritu maneja esta arma temible que se llama la idea fija, se manifestó en la Cibot en grado superlativo. Y del mismo modo que la idea fija produce los milagros de las evasiones y los milagros del sentimiento, aquella portera, apoyándose en la codicia, se hizo tan fuerte como un Nucingen acosado por los acreedores, tan ingeniosa bajo su necedad como el seductor la Palférine.

Unos días más tarde, hacia las siete de la mañana, viendo a Rémonencq ocupado en abrir su tienda, se dirigió hacia él con gatería.

—¿Cómo podría saberse lo que valen todas estas cosas que hay en casa de mis señores? —le preguntó.

—¡Ah! ¡Es muy fácil! —respondió el anticuario en su espantosa jerigonza, que es inútil seguir imitando aquí, en gracia a la claridad del relato—. Si quiere jugar limpio conmigo yo le indicaré una persona muy honrada y que entiende mucho, y que nos dirá el valor de los cuadros con pocos céntimos de diferencia…

—¿Quién?

—El señor Magus, un judío que ya no hace negocios más que por gusto…

Élie Magus, cuyo nombre es demasiado conocido por los lectores de LA COMEDIA HUMANA para que sea necesario volver a hablar de él, se había retirado del comercio de cuadros y antigüedades, imitando como vendedor, el proceder que Pons había seguido como comprador. Los peritos más célebres, como el difunto Henry, los señores Pigeot y Moret, Théret, Georges y Roëhm, en fin, los expertos del Museo, eran como niños al lado de Élie Magus, quien adivinaba una obra maestra bajo una mugre secular, y conocía todas las escuelas y la escritura de todos los pintores.

Este judío, que había llegado a París procedente de Burdeos, había abandonado el comercio en 1835, sin prescindir por ello de la apariencia miserable que seguía conservando, según las costumbres de la mayoría de los judíos; hasta tal punto esta raza es fiel a sus tradiciones.

En la Edad Media, las persecuciones obligaban a los judíos a llevar andrajos para alejar las sospechas, a quejarse siempre, a lloriquear, a aparentar la mayor miseria. Estas necesidades de antaño se han convertido, como siempre ocurre, en un instinto del pueblo, en un vicio endémico. Élie Magus, a fuerza de comprar diamantes y de revenderlos, a chamarilear con cuadros y encajes, con antigüedades de gran valor y esmaltes, con esculturas preciosas y antiguas obras de orfebrería, había amasado una inmensa fortuna sin que nadie lo supiera, fortuna adquirida en esta rama del comercio que ha adquirido tanta importancia. En efecto, en los últimos veinte años, en París, ciudad en la que todas las curiosidades del mundo se dan cita, el número de anticuarios se ha decuplicado. En cuanto a los cuadros, sólo se venden en tres ciudades, en Roma, en Londres y en París.

Élie Magus vivía en la Chaussée des Minimes, una calle corta y ancha, que lleva a la plaza Royale, en la que poseía una antigua mansión que había comprado en 1831 por cuatro perras, como se dice vulgarmente. Este magnífico edificio contenía algunos de los más fastuosos salones decorados en la época de Luis XV, ya que se trataba del antiguo palacio de Maulaincourt. Construido por este célebre presidente del Tribunal de Cuentas, este palacio, debido a su situación, no había sido saqueado durante la Revolución. Si el viejo judío se había decidido, contra las leyes israelitas, a convertirse en propietario, como es de suponer, no dejaba de tener sus razones. El anciano, en el declive de la vida, al igual que todo el mundo, se hallaba dominado por una manía que lindaba con la locura. A pesar de ser tan avaro como su difunto amigo Gobseck, se había dejado llevar por la admiración de las obras de arte con las que trataba. Pero su gusto, cada vez más depurado, más exigente, se había convertido en una de estas pasiones que sólo los reyes pueden permitirse cuando son ricos y aman las artes. Semejante al segundo rey de Prusia, que sólo se entusiasmaba por un granadero cuando el individuo medía seis pies de altura, y que gastaba sumas fabulosas para poder incorporarlo a su museo viviente de granaderos, el chamarilero retirado sólo se apasionaba por telas irreprochables, que se hallaban en el mismo estado en que el maestro las había pintado, y de una calidad artística de primer orden. Y éste era el motivo de que Élie Magus no se dejara perder ni una sola de las grandes subastas, visitara todos los lugares de venta, y viajase por toda Europa. Esta alma consagrada al lucro, fría como el hielo, se entusiasmaba a la vista de una gran obra de arte, exactamente igual que un libertino, cansado de mujeres, se emociona al verse ante una muchacha de belleza perfecta, y se dedica a la búsqueda de bellezas sin defectos. Este Don Juan de las telas, este adorador del ideal, hallaba en esta admiración placeres superiores a los que proporciona al avaro la contemplación del oro. ¡Vivía en un serrallo de cuadros bellísimos!

Estas obras de arte, albergadas como deben serlo los hijos de los príncipes, ocupaban todo el primer piso de la mansión que Élie Magus había hecho restaurar, ¡y con qué esplendor! De las ventanas pendían como cortinajes los más bellos brocados de oro de Venecia. Cubrían el suelo las alfombras más suntuosas de la Savonnerie. Los cuadros, en número de cien poco más o menos, habían sido enmarcados en los marcos más espléndidos, que habían sido dorados de nuevo con mucha habilidad por el único dorador de París que Élie encontraba concienzudo, Serváis, a quien el viejo judío enseñó a dorar con oro inglés, oro infinitamente mejor al de los batihojas franceses. Serváis es en el arte del dorador lo que era Thouvenin en el de la encuadernación, un artista enamorado de sus obras. Las ventanas de la casa estaban protegidas por postigos forrados de palastro. Élie Magus habitaba dos cuartos abuhardillados del segundo piso, pobremente amueblados, que contenían todos sus andrajos y que olían a judería, ya que terminaba su vida tal como había vivido.

La planta baja la ocupaban los cuadros que el judío seguía adquiriendo, y las cajas que llegaban del extranjero, y albergaba un inmenso taller en el que trabajaba casi exclusivamente para él Moret, el más hábil de nuestros restauradores de cuadros, uno de los que debería emplear el Museo. Allí se encontraban también las habitaciones de su hija, el fruto de su vejez, una judía, bella como lo son todas las judías cuando el tipo asiático reaparece puro y noble en ellas.

Noémi, custodiada por dos criadas fanáticas y judías, tenía por vanguardia a un judío polaco llamado Abramko, comprometido, por una serie de portentosos azares, en los acontecimientos de Polonia, y al que Élie Magus había salvado pensando en los servicios que podría prestarle. Abramko, portero de esta mansión muda, sombría y desierta, ocupaba una portería vigilada por tres perros de una notable ferocidad, el uno de Terranova, el otro de los Pirineos, y el tercero inglés y alano.

Veamos sobre qué sólidos principios se basaba la seguridad del judío, que viajaba sin ningún temor, dormía a pierna suelta, y no temía ningún atentado ni contra su hija, su primer tesoro, ni contra sus cuadros, ni contra su oro. Abramko recibía cada año doscientos francos más que el año precedente, y no debía recibir nada más a la muerte de Magus, quien le adiestraba a practicar la usura en el barrio. Abramko no abría jamás a nadie sin haber mirado antes por un ventanuco enrejado a toda prueba. Este portero, de una fuerza hercúlea, adoraba a Magus como Sancho Panza adora a Don Quijote. Los perros, encerrados durante el día, no podían comer nada; pero, al llegar la noche, Abramko los soltaba, y quedaban condenados, por el astuto cálculo del viejo judío, a permanecer, el uno en el jardín, al pie de un palo en lo alto del cual se había colgado un trozo de carne, el otro en el patio, al pie de otro palo parecido, y el tercero en el gran salón de la planta baja. Como se comprenderá, estos perros que ya por instinto vigilaban la casa, eran vigilados a su vez por el hambre; la más hermosa de las perras no les hubiera hecho abandonar su puesto al pie de aquella cucaña; no se apartaban de allí para olfatear nada, fuese lo que fuese. Si entraba un desconocido, los tres perros se imaginaban que el tal iba a quitarles la comida, la cual sólo se les bajaba por la mañana, cuando se despertaba Abramko. Esta argucia infernal tenía inmensas ventajas. Los perros no ladraban nunca, el genio de Magus los había criado salvajes, y eran astutos como mohicanos. Y he aquí lo que sucedió. Un día unos malhechores, alentados por aquel silencio, creyeron, bastante a la ligera, poder limpiar la caja del judío. Uno de ellos, a quien tocó ser el primero en entrar, saltó la tapia del jardín y se dispuso a dejarse caer dentro; el alano le había dejado hacer, le había oído perfectamente; pero en el momento en que el pie del individuo estuvo al alcance de sus dientes, se lo cortó en redondo y se lo comió. El ladrón tuvo el valor de volver a subir la tapia y de andar sobre el hueso de la pierna hasta que se desplomó desvanecido en brazos de sus camaradas, que se lo llevaron. Este suceso —la Gaceta de los Tribunales, no dejó de narrar este curioso episodio de las noches parisienses— fue considerado como un bulo.

Magus, que tenía entonces setenta y cinco años, podía llegar a los cien. Siendo rico, vivía como vivían los Rémonencq. Tres mil francos, incluyendo las prodigalidades que tenía para con su hija, constituían todos sus gastos:

 

 

XXXV

En donde se ve que no todos los expertos en pintura pertenecen a la Academia de Bellas Artes

 

Ninguna existencia más regular que la que llevaba el anciano. Se levantaba al despuntar el alba, y comía pan frotado con ajo, y con este desayuno esperaba hasta la hora de la comida del mediodía; ésta, de una frugalidad monacal, se hacía en familia. Desde que se levantaba hasta el mediodía, el maníaco empleaba su tiempo en pasearse por los salones en los que resplandecían sus obras de arte. Sacaba el polvo a todo, muebles y cuadros, y no se cansaba de admirarlos; luego, bajaba a ver a su hija, se embriagaba de la dicha de los padres, y se lanzaba a recorrer París, vigilando las subastas, yendo a exposiciones, etcétera.

Cuando se hallaba una verdadera obra maestra en las condiciones que él quería, la vida de aquel hombre se iluminaba; aquello representaba recurrir a toda su habilidad, saber llevar el asunto, ganar una batalla de Marengo. Acumulaba astucia sobre astucia para poseer su nueva sultana a buen precio. Magus poseía su mapa de Europa, un mapa en el que se hallaban indicadas las grandes obras de arte, y encargaba a sus correligionarios de cada lugar que estudiasen la situación por cuenta suya, a cambio de una prima. Pero, también ¡qué recompensas por tantos desvelos!

¡Los dos cuadros de Rafael perdidos y buscados con tanta tenacidad por los rafaelíacos, los posee Magus! Posee el original de la Amanta de Giorgione, la mujer por la que murió este pintor, y los que se consideran originales son copias de esta tela insigne, que vale quinientos mil francos, según la estimación de Magus. Este judío tiene también la obra maestra del Ticiano: El Santo Entierro, cuadro pintado para Carlos V, que el gran hombre envió al gran emperador, junto con una carta escrita de su puño y letra, carta que está pegada al pie de la tela. Posee, del mismo pintor, el original, el modelo según el cual se hicieron todos los retratos de Felipe II. Los noventa y siete cuadros restantes son todos de parecida categoría e importancia. De modo que Magus se ríe de nuestro Museo, donde tantos estragos hace el sol, que se come las mejores telas, al entrar por los cristales, cuya acción equivale a la de unas lentes. Donde se guardan cuadros, la iluminación sólo puede ser por el techo. El propio Magus cerraba y abría los postigos de su museo, mostrando tantos cuidados y precauciones para sus cuadros como para su hija, su otro ídolo. ¡Ah! ¡Qué bien conocía aquel viejo maníaco del arte, las leyes de la pintura! Según él las obras de arte tenían una vida propia, distinta cada día, su belleza dependía de la luz que venía a iluminarlas; hablaba de ellas como antaño los holandeses hablaban de sus tulipanes, e iba a ver tal cuadro en la hora en la que la gran obra maestra resplandecía en toda su gloria, cuando el día era claro y diáfano.

Era un verdadero cuadro viviente en medio de aquellos cuadros inmóviles, el vejezuelo, vestido con una astrosa levita, un chaleco de seda de diez años atrás, unos pantalones mugrientos, la cabeza calva, la cara chupada, la barba desordenada y apuntando con sus pelos blancos en todas direcciones, la barbilla amenazante y puntiaguda, la boca sin dientes, los ojos brillantes como los de sus perros, las manos huesudas y descarnadas, la nariz en obelisco, la piel rugosa y fría, sonriendo a aquellas bellas creaciones del genio. Un judío, en medio de tres millones, será siempre uno de los mejores espectáculos que puede ofrecer la humanidad. Robert Medal, nuestro gran actor, a pesar de su insuperable talento, no llega a esta poesía. París es la ciudad del mundo que oculta más extravagantes de esta especie, que tienen como una religión en el corazón. Los excéntricos de Londres terminan siempre por hastiarse de sus adoraciones, del mismo modo que se hastían de vivir; mientras que en París los monomaniacos viven con su fantasía en un feliz concubinato de espíritu. A menudo se ven por la calle tipos como Pons y Élie Magus, vestidos muy pobremente, la nariz, como la del secretario perpetuo de la Academia Francesa, apuntando hacia el oeste, con aire de no preocuparse por nada, de no sentir nada, de no prestar ninguna atención a las mujeres, andando, por decirlo así, a la buena de Dios, con los bolsillos vacíos y la apariencia de estar desprovistos de cerebro, y uno se pregunta a qué clan parisiense pueden pertenecer. Pues bien, estos hombres son millonarios, coleccionistas, las personas más apasionadas de la tierra, personas capaces de arriesgarse por los terrenos fangosos de la policía correccional, para apoderarse de un tazón, de un cuadro, de una pieza rara, como hizo Élie Magus un día en Alemania.

Tal era el perito a cuya casa Rémonencq condujo misteriosamente a la Cibot. Rémonencq consultaba a Élie Magus siempre que le encontraba en los bulevares.

El judío, en diversas ocasiones, había hecho que Abramko prestara dinero a este antiguo comisionista, cuya honradez le era conocida. La Chaussée des Minimes estaba a cuatro pasos de la calle de Normandía, de modo que los dos cómplices en la operación llegaron en diez minutos.

—Va usted a conocer —le dijo Rémonencq— al más rico de los antiguos anticuarios, al hombre que entiende más en estas cosas de todo París…

La señora Cibot quedó estupefacta al verse en presencia de aquel hombrecillo, viejo, vestido con una hopalanda indigna de pasar por las manos de Cibot para ser remendada, que vigilaba a su restaurador, un pintor ocupado en reparar unos cuadros en una fría estancia de aquella inmensa planta baja; pero al posarse en ella aquellos ojos llenos de fría malicia, como los de los gatos, se estremeció.

—¿Qué quiere usted, Rémonencq? —dijo.

—Se trata de tasar unos cuadros; y usted es el único en París que puede decir a un pobre calderero como yo, que no tiene, como usted, tantos miles y millones, lo que puede pagar por eso.

—¿Dónde está la casa? —dijo Élie Magus.

—Esta señora es la portera de la casa, que está al servicio del señor, y ella y yo nos hemos puesto de acuerdo.

—¿Cuál es el nombre del propietario?

—El señor Pons —dijo la Cibot.

—No le conozco —respondió con aire ingenuo Magus, dando un ligero pisotón a su restaurador.

Moret, el pintor, conocía el valor del museo Pons, y había levantado bruscamente la cabeza. Aquel disimulo sólo era posible con Rémonencq y la Cibot. El judío había valorado moralmente a la portera con una mirada en la que los ojos hicieron el mismo oficio de las balanzas de un pesador de oro. Ambos debían ignorar que el pobre Pons y Magus habían medido muchas veces sus garras. En efecto, aquellos dos feroces coleccionistas se envidiaban el uno al otro. De manera que el viejo judío acababa de tener como un deslumbramiento interior. Nunca había esperado poder entrar en un serrallo tan bien guardado. El museo Pons era el único en París que podía rivalizar con el museo Magus. El judío había tenido, veinte años más tarde que Pons, la misma idea. Pero en su calidad de coleccionista aficionado, el museo Pons siempre había estado cerrado para él, igual que para Dusommerard. Pons y Magus tenían los mismos sentimientos de recelo. Ni al uno ni al otro les gustaba esta celebridad que suelen buscar los que poseen colecciones artísticas. Poder examinar la magnífica colección del pobre músico era para Élie Magus la misma felicidad que para un enamorado de las mujeres conseguir penetrar en el gabinete de la bella amante que le oculta un amigo. El gran respeto que Rémonencq demostraba tener por aquel extraño personaje, y el prestigio que posee todo poder real, incluso cuando es misterioso, hicieron a la portera dócil y sumisa. La Cibot perdió el tono autocrático que solía tener en su portería con los inquilinos y sus dos señores, aceptó las condiciones de Magus, y prometió introducirle en el museo Pons aquel mismo día. Aquello era hacer entrar al enemigo en el corazón de la plaza fuerte, hundir un puñal en el corazón de Pons, quien, desde hacía diez años, prohibía a la Cibot que dejara entrar en su casa a un visitante, fuera quien fuese, que siempre llevaba encima sus llaves, y a quien la Cibot siempre había obedecido mientras había compartido las opiniones de Schmucke acerca de las antiguallas. En efecto, el buen Schmucke, al tratar aquellas joyas de paradijas y al deplorar la manía de Pons, había inculcado su desprecio por aquellas antiguallas a la portera, e impedido que durante largo tiempo se produjera una invasión en el museo Pons.

Desde que Pons tuvo que guardar cama, Schmucke le reemplazaba en el teatro y en los pensionados. El pobre alemán, que sólo veía a su amigo por la mañana y a la hora de comer, trataba de abarcarlo todo, conservando su clientela común; pero esta tarea absorbía todas sus fuerzas; hasta tal punto le abrumaba el dolor. Al ver al pobre hombre tan triste, las colegialas y la gente del teatro, a quien había informado de la enfermedad de Pons, le preguntaban por él, y el pesar del pianista era tan grande que obtenía de los indiferentes la misma mueca de condolencia que se concede en París a las mayores catástrofes. El principio mismo de la vida del pobre alemán se veía atacado tanto como el del pobre Pons. Schmucke sufría a la vez por su dolor y por la enfermedad de su amigo. De modo que hablaba de Pons durante la mitad de las lecciones que daba; interrumpía tan espontáneamente una demostración para preguntarse a sí mismo cómo seguía su amigo, que las colegiales le escuchaban explicar la enfermedad de Pons. Entre dos lecciones, corría a la calle de Normandía para ver a Pons durante un cuarto de hora. Asustado por el vacío de la bolsa común, alarmado por la señora Cibot, que desde hacía quince días no hacía más que aumentar los gastos de la enfermedad, el profesor de piano sentía su angustia superada por un valor del que nunca se hubiera creído capaz. Por primera vez en su vida quería ganar dinero para que el dinero no faltara en la casa.

Cuando una alumna, sinceramente impresionada por la situación de los dos amigos, preguntaba a Schmucke cómo podía dejar a Pons completamente solo, él respondía con la sublime sonrisa de las víctimas inocentes que ignoran que lo son:

—¡Señorida, denemos a la señora Cibod! ¡Ein desoro! ¡Eine berla! ¡Está güidando a Bons a güerbo te rey!

Ahora bien, mientras Schmucke trotaba por las calles, la señora Cibot era la dueña y señora del piso y del enfermo. ¿Cómo era posible que Pons, que no había comido nada desde hacía quince días, que había perdido las fuerzas, a quien la Cibot se veía obligada a levantarle ella misma y sentarle en un sillón para poder hacer la cama, cómo hubiese podido vigilar a aquel supuesto ángel de la guarda? Naturalmente, la Cibot había ido a casa de Élie Magus durante el desayuno de Schmucke.

Volvió en el momento en que el alemán decía adiós al enfermo; ya que, desde la revelación de la posible fortuna de Pons, la Cibot, que no quería dejar solo a su solterón, no lo desamparaba jamás. Se arrellanaba en un buen sillón, al pie de la cama, y para distraer a Pons le contaba esos comadreos que son la especialidad de esta clase de mujeres. Zalamera, amable, atenta, vigilante, se iba adueñando del espíritu del pobre Pons con una habilidad maquiavélica, como vamos a ver.

 

 

XXXVI

Chismes y política de las viejas porteras

 

Asustada por la predicción del gran juego de la señora Fontaine, la Cibot se había prometido a sí misma lograr, por medios suaves, por una maldad puramente moral, que se la incluyera en el testamento de su señor. Como había ignorado durante diez años el valor del museo Pons, la Cibot veía en su haber diez años de fidelidad, de honradez, de desinterés, y ahora se proponía hacer valer estos grandes servicios. Desde el día en que, con una frase tintineante de oro, Rémonencq había hecho nacer en el corazón de aquella mujer una serpiente que había estado contenida en su cascarón durante veinticinco años, el deseo de ser rica, aquel ser había alimentado la serpiente de todas las malas semillas que alfombran el fondo de los corazones, y va a verse cómo ejecutaba los consejos que le susurraba la serpiente.

—¿Qué? ¿Ha bebido mucho nuestro querubín? ¿Se encuentra mejor? —preguntó a Schmucke.

—No muy pien, mi guerida señora Cipod, no muy pien —respondió el alemán, enjugándose una lágrima.

—¡Bah! Usté también es de los que se asustan en seguida, ¿eh? Tampoco hay para ponerse así… Aunque Cibot se estuviera muriendo, no estaría yo tan ambatida como usté… ¡Vamos, vamos! Nuestro querubín es de buena costitución. Además, ya sabe usté, parece que ha llevado una vida muy ordenada, y no sabe usté los años que llegan a vivir las personas ansí… Claro que está muy enfermo, pero con lo que yo le cuido, va a salir de ésta. Ande, no se preocupe, vaya a sus cosas, que yo voy a hacerle compañía y ya le haré beber sus buenos vasos de agua de cebada.

—Si no vuera bor ustet, yo me moriría de inguiedut… —dijo Schmucke, apretando entre sus manos con un gesto de confianza la mano de su buena asistenta.

La Cibot entró en el cuarto de Pons secándose los ojos.

—¿Qué le ocurre, señora Cibot? —dijo Pons.

—El señor Schmucke, que destroza el corazón oírle; le está llorando como si ya estuviese usté muerto —dijo—. Aunque no esté usté bien, entodavia no está como para que se le llore, vaya; ¡pero me hace tanto efecto! ¡Dios mío, qué boba soy de querer ansí a los demás, y de quererles más a ustedes que a Cibot! Porque, al fin y al cabo, ustedes no me son nada, ni parientes ni nada; y yo ya no sé lo que me hago, cuando se trata de ustedes, palabra de honor; me dejaría cortar la mano, la izquierda, se entiende, ¿eh?, a cambio de verle correr por ahí, y comer y sacarles gangas a los anticuarios, como de constumbre… ¡Si yo hubiese tenido un hijo… pues creo que le hubiera querido como le quiero a usté, ea! Ande, sea bueno, ¿eh?, bébase todo el vaso. Pero ¿quiere usté beber de una vez, hombre de Dios? El doctor Poulain ha dicho: «Si no quiere que le lleven al Père-Lachaise, el señor Pons tiene que beber cada día tantas cargas de agua como vende un auvernés…». O sea que a beber se ha dicho…

—Pero si ya bebo, señora Cibot, si bebo tanto que ya tengo ranas en el estómago…

—Eso es bueno —dijo la portera cogiendo el vaso vacío—. Así se pondrá usté bien en seguida. El señor Poulain tenía un enfermo como usté, y como no le cuidaba nadie y sus hijos le abandonaron, se murió de esta enfermedad, por culpa de no beber… O sea que ya ve que es cuestión de beber mucho… que al otro lo enterraron hace dos meses… Ya sabe usté que si usté se muere se lleva detrás a la tumba al probre del señor Schmucke ¡Huy, si es igualito que un niño! ¡Y cómo le quiere a usté, si es un cacho de pan blanco! Yo le digo que no hay ninguna mujer que quiera tanto a un hombre. No come ni bebe, y hace quince días que está tan delgado como usté, que ya es decir, porque usté sí que estaba con la piel y los huesos… Y yo también le quiero mucho, ¿eh?, pero, mire, no me da por ahí, yo no pierdo el apetito, al contrario; de tanto subir y bajar escaleras, se me cansan las piernas de un modo que por la noche, caigo en la cama como un tronco. Y no es que por ustedes deje abandonado a mi pobre Cibot, que la señorita Rémonencq le hace la comida y le arregla la casa, pero él me regaña porque dice que todo está mal hecho. Pero entonces yo le digo que hay que sancrificarse por los demás, y que usté está demasiado enfermo para que yo le deje con una mujer que le cuide… ¡Menuda yo para dejar que venga una mujer ahora, después de haberles llevado la casa durante diez años! ¡Y que no piden nada, ésas! Que comen como diez, y le piden su vino y su azúcar, y su braserillo y todo lo que quiera… Y además, que si los enfermos no les ponen en el testamento, les roban… Meta en la casa a una mujer así, y mañana ya va a echar de menos un cuadro o cualquier ojeto de los suyos…

—¡Oh, señora Cibot! —exclamó Pons, fuera de sí—. ¡No se vaya usted! ¡Que no me toquen nada!

—¡Que para eso estoy yo! —dijo la Cibot—. Que mientras me queden fuerzas, aquí me tiene… estése tranquilo… El señor Poulain, que a lo mejor ya le ha echado un ojo a su tesoro, quería que viniera una mujer de ésas a cuidarle… Pero yo le he hecho dar marcha atrás; y le he dicho: «El señor sólo me quiere a mí, y está acontumbrado a mí, como yo lo estoy a él». Y él se ha callado. ¡Menudas ésas, unas ladronas todas! Yo no las puedo ver. Va usté a ver lo intrigantes que son. Había un señor ya viejo… Fíjese que ha sido el señor Poulain que me ha contado eso, ¿eh?… Pues era una tal señora Sabatier, una mujer de treinta y seis años, que había vendido mulas en el Palacio… ya sabe usté aquella galería de las tiendas, que han denmolido en el Palacio…

Pons hizo un gesto afirmativo.

—Pues bueno, esta mujer, tuvo mala suerte la probre con su marido, que bebía como una esponja, y que se murió de una imbustión espontánea; pero, todo hay que decirlo, aún era de buen ver, aunque poco provecho sacó de eso, aunque, según me han dicho, tuvo varios amiguitos abogados… Bueno, pues al verse en la miseria, se dedicó a cuidar enfermos, y se fue a vivir a la calle Barre-du-Bec. Y entonces tuvo que cuidar a un señor viejo que, con perdón sea dicho, tenía una enfermedad de las vías nurinarias, y que le hacían sondas, como a un pozo nartesiano, y que necesitaba tantos cuidados que ella dormía en un catre de tijera, en la habitación de este señor. ¿Verdad que son increíbles cosas así? Y usté me dirá: Los hombres no respetan nada, van a lo suyo, son egoístas… En fin, la cosa es que, hablando con él, ya sabe usté, ella estaba todo el tiempo allí, le distraía, le contaba historias, le hacía charlas, como ahora estamos charlando los dos, vaya… Bueno, pues ella se entera de que sus sobrinos, porque el enfermo tenía unos sobrinos, eran unos mostruos que le daban muchos disgustos, y, el colmo de los colmos, que su enfermedad venía de sus sobrinos. Pues, ¿sabe usté lo que pasó? Pues que salvó a ese señor y se casó con él, y tienen un niño que es una gloria, y la señora Bordevin, la carnicera de la calle Chalot, que es parienta de esta señora, ha sido la madrina… ¡Eso sí que es suerte!, ¿eh? Yo ya estoy casada; pero no tengo hijos, y puedo decirlo con la cara muy alta, la culpa es de Cibot, que me quiere demasiado; porque, si yo quisiera… Bueno, mejor es dejarlo… ¡Qué habría sido de nosotros con familia, yo y mi Cibot, que no tenemos ni un céntimo después de treinta años de ser honrados…! Pero lo que me consuela es pensar que nunca hemos quitado un céntimo a nadie; no tenemos ni así que no lo hayamos ganado. Mire, es una sumposición, que se puede decir porque dentro de seis semanas usté volverá a estar tan campante, paseando por el bulevar; pongamos que me pone usté en su testamento… pues yo le digo que no tendría sosiego hasta que no encontrara a sus herederos para devolvérselo… ya ve usté el miedo que tengo a lo que no aquirido con el sudor de mi frente. Usté me dirá: «Pero, señora Cibot, no se atormente usté ansí; se lo tiene bien ganado, que ha cuidado a estos señores como si fueran hijos suyos, y que les ha ahorrado mil francos por año…». Porque, en mi lugar, ya sabe usté que hay muchas cocineras que ya tendrían diez mil francos en el calcetín… «Es justo que este buen señor le deje una pequeña renta vintalicia…», vamos a suponer que podrían decirme. Pues bien, no, yo soy desinteresada… No puedo comprender que haya mujeres que hagan el bien por interés… Esto ya no es hacer el bien, ¿verdá? Yo no voy a la iglesia, porque no tengo tiempo; pero mi conciencia me dice lo que tengo que hacer… ¡Pero no se mueva usté tanto, hombre! ¡Y no se rasque! ¡Señor, qué amarillo se ha puesto! Está tan amarillo que casi parece moreno… ¡Qué cosas!, ¿eh? En veinte días uno se pone como un limón… ¡La honradez es el tesoro de los pobres! ¡Alguna cosa teníamos que poseer! Y, se lo digo con la mano en el corazón, si usté se pusiera en las últimas, vamos a suponer, yo sería la primera en decirle que tiene que dar todo lo suyo al señor Schmucke. Éste es su deber, porque él es toda la familia que usté tiene. Y le quiere como un perro quiere a su amo.

—¡Sí, es verdad! —dijo Pons—. En toda mi vida, él ha sido el único que me ha querido…

 

 

XXXVII

Donde se advierte lo que puede un buen brazo

 

—¡Vaya! —dijo la señora Cibot—. ¡Pues sí que es usté amable! Y yo ¿qué? ¿De modo que yo no le quiero?

—Yo no he dicho esto, mi querida señora Cibot…

—¡Vaya! ¡No vaya usté a tomarme por una criada, por una cocinera cualesquiera, como si yo no tuviese corazón! ¡Ay, Dios mío! ¡Desvívase una durante doce años por dos solterones! Sin pensar más que en su bienestar, que una servidora revolvía en diez fruterías, hasta que me decían palabrotas, para encontrarles buen queso de Brie, y que iba al Mercado para comprarles mantequilla fresca; y tenga una cuidado de todo, que en diez años no les he roto nada, ni desportillado tampoco… ¡Trátelos una como una madre trata a sus hijos! Y se oirá un mi querida señora Cibot que demuestra que no hay ningún cariño para una en el corazón del señor que se ha cuidado como al hijo de un rey, que el rey de Roma no estaba tan bien cuidado como ustedes. ¿Qué se apuesta a que no estaba tan bien cuidado como ustedes? Y la prueba es que ha muerto en la flor de la edad… ¡Vaya, que no es usté justo! ¡Es usté un ingrato! Todo porque no soy más que una probre portera… ¡Ay, Dios mío! ¿De modo que usté también cree que nosotras somos como perros?

—Pero, mi querida señora Cibot…

—Vamos, usté que es un sabio, explíqueme por qué a las porteras se nos trata ansí, por qué creen que no tenemos sentimientos, por qué se burlan de nosotras en una época en que se habla tanto de igualdad… ¿Es que yo no valgo tanto como otra mujer? ¿Yo, que he sido una de las mujeres más guapas de París, que me llamaban la bella ostrera, y que cada día me hacían siete u ocho declaraciones de amor? ¡Y que entodavía hoy, si yo quisiera…! Mire, sólo por decirle, ¿sabe usté este alfeñique de chatarrero, que vive al lado? Pues, para que lo sepa, si me quedara viuda, es una suposición, se casaría conmigo con los ojos cerrados, porque los abre como naranjas cada vez que me ve, y todo el día me viene con la misma música: «¡Qué brazos más bonitos tiene usté, señora Cibot…! Esta noche he soñado que eran de pan, y que yo era manteca, y que me extendía por encima…». Mire usté, mire qué brazos…

Se arremangó y enseñó el brazo más opulento del mundo, tan blanco y lozano como su mano era rojiza y ajada; un brazo torneado, macizo, con hoyuelos, y que al verse libre de su funda de lana vulgar, como la hoja de una espada se saca de su vaina, tuvo que deslumbrar a Pons, que no se atrevió a mirarlo durante mucho rato.

—… que han abierto tantos corazones, como mi cuchillo abría ostras —siguió—. Pues, para que se entere, es de Cibot, y yo he cometido el error de descuidar a mi pobre marido, que se echaría por un barranco abajo, a la primera palabra que yo le dijera, por usté, que me llama mi querida señora Cibot, cuando yo haría todo lo del mundo por usté…

—Pero, vamos a ver —dijo el enfermo—, yo no puedo llamarle «madre», ni «esposa»…

—¡No, no! ¡Nunca más en toda mi vida volveré a cogerle cariño a alguien…!

—Pero ¡déjeme hablar! —siguió Pons—. ¿Qué he dicho? Yo sólo hablaba de Schmucke…

—¡El señor Schmucke! ¡Él sí que tiene buen corazón! —dijo—. ¡Vaya, que él sí que me quiere, porque es probre! ¡Es la riqueza lo que hace duro el corazón, y usté es rico! ¡Sí, sí, pague a una mujer para que le cuide, ya verá lo que pasa! Le atormentará como un abejorro… El médico dirá que lo que necesita es beber, pues ella sólo le dará de comer… ¡Le matará para robarle! ¡Usté no merece una señora Cibot! ¡Ande, ande, cuando venga el señor Poulain, pídale que le busque una mujer…!

—¡Canastos! ¡Pero déjeme hablar! —exclamó el enfermo ya encolerizado—. ¡Yo no hablaba de las mujeres al hablar de mi amigo Schmucke! ¡Ya sé que los únicos corazones que me quieren sinceramente son el suyo y el de Schmucke!

—¡Pero no se ponga usté ansí, hombre! —exclamó la Cibot, precipitándose sobre Pons, y obligándole a viva fuerza a que volviera a tenderse en la cama.

—Pero ¿cómo quiere usted que no la quiera? —dijo el pobre Pons.

—¿Me quiere usté? ¿Lo dice de veras? ¡Oh! ¡Perdóneme, perdóneme! —dijo llorando y enjugándose las lágrimas—. Sí, me quiere usté como se quiere a una criada, ¿no? Una criada a la que se echa un vintalicio de seiscientos francos, como un mendrugo de pan a la caseta de un perro…

—¡Señora Cibot! —exclamó Pons—. ¿Por quién me toma usted? ¡Usted aún no me conoce!

—¡Ah! ¿Sería usté capaz de quererme más? —siguió diciendo, al recibir una mirada de Pons—; ¿podría usté querer a la probre Cibot como a una madre? ¡Sí, porque eso es lo que soy, yo soy una madre, los dos son como mis hijitos! ¡Ah, si yo conociera a los que le han dado este disgusto! ¡Haría que me llevaran a los tribunales, e incluso a la cárcel, porque les iba a arrancar los ojos! Gente ansí merecerían morir en la Barriere Saint Jacques, y aún sería una muerte demasiado dulce para malvados como éstos… Usté que es tan bueno, tan cariñoso, porque usté tiene un corazón de oro, ha sido creado y puesto en el mundo para hacer feliz a una mujer… esto se ve, usté tiene madera de esto… Yo, al principio, al ver cómo vivía con el señor Schmucke, me decía a mí misma: «No, el señor Pons no está hecho para esto; está hecho para ser un buen marido…». Ande, que a usté también le gustan las mujeres, ¿eh?

—¡Ah, sí! —dijo Pons—, y ninguna ha sido mía.

—¿De veras? —exclamó la Cibot con aire provocador acercándose a Pons y cogiéndole de la mano—. ¿No sabe usté lo que es tener una amante capaz de hacer cualquier cosa por su amigo? ¿Será posible? Yo, en su lugar, no quisiera irme al otro mundo sin haber conocido la mayor felicidad que existe en la tierra… ¡Pobrecillo! Si yo fuese lo que he sido, palabra que dejaba a Cibot por usté. Pero, con una nariz como la suya, porque tiene usté una buena nariz, ¿eh?, ¿cómo se lo ha hecho usté, mi pobre querubín? Dirá usté: «No todas las mujeres entienden en cuestión de hombres», y da pena ver cómo se casan de cualquier manera, una verdadera lástima. ¡Y yo que creía que tenía usté amantes a docenas! ¡Bailarinas, actrices, duquesas! Claro, como salía tanto… Cada vez que le veía salir, yo decía a Cibot: «Mira, el señor Pons que se va de picos pardos…». ¡Palabra de honor que le decía eso! Como yo creía que todas las mujeres iban detrás de usté. El cielo le ha creado para el amor… Sí, sí, se lo digo yo, me di cuenta el día en que se quedó a comer aquí por primera vez… ¡Oh! ¡Qué contento estaba usté de la alegría, que daba al señor Schmucke! Y él que al día siguiente aún lloraba cuando me decía: ¡Señora Cipod, ha gomito aguí! Y yo me eché a llorar también como una boba. ¡Y lo triste que estaba cuando volvió a las andadas, y a comer otra vez fuera de casa! ¡Pobre hombre! Jamás se ha visto desolación como la suya. ¡Ah! ¡Ya hace usté bien en nombrarle su heredero! Para usté es toda una fanmilia, este probre hombre. No le olvide; si no, Dios no le dejará entrar en su paraíso, en donde sólo deja entrar a los que han sido agradecidos con sus amigos dejándoles rentas.

 

 

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