LXXIV

Las ropas desceñidas,

desnudas las espadas,

en el dintel de oro de la puerta

dos ángeles velaban.

Me aproximé a los hierros

que defienden la entrada,

y de las dobles rejas en el fondo

la vi confusa y blanca.

La vi como la imagen

que en leve ensueño pasa,

como rayo de luz tenue y difuso

que entre tinieblas nada.

Me sentí de un ardiente

deseo llena el alma;

como atrae un abismo, aquel misterio

hacia sí me arrastraba.

Mas ¡ay! que de los ángeles

parecían decirme las miradas:

—El umbral de esta puerta

sólo Dios lo traspasa.