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El capitán Hartroy comandaba un batallón independiente. Sus fuerzas consistían en una compañía de infantería, un escuadrón de caballería y una sección de artilleros separados del ejército al que pertenecían, para defender un importante desfiladero en las montañas Camberland de Tennessee. Aunque el comando correspondía a un oficial superior, se le había asignado a un oficial de línea después de «descubrirlo» y promoverlo. Su puesto era excepcionalmente peligroso; la defensa implicaba una grave responsabilidad y se le habían conferido sabiamente poderes discrecionales, tanto más necesarios dada la distancia a la que se encontraba del cuerpo principal del ejército, lo precario de sus líneas de comunicación y la ferocidad de las guerrillas enemigas que infestaban esa región. Había fortificado concienzudamente su pequeño campamento que rodeaba un villorrio de media docena de casas y un almacén de campaña, y había reunido una cantidad considerable de provisiones. Entregó a unos pocos civiles del lugar, cuya lealtad era reconocida, con quienes era necesario comerciar y de cuyos servicios diversos había hecho uso varias veces, pases escritos que les permitían internarse en sus defensas. Es fácil comprender que un abuso de este privilegio podía resultar en serias consecuencias favorables al enemigo. El capitán Hartroy había ordenado que quienquiera incurriera en tal abuso debía ser ejecutado tras un juicio sumario.

Mientras el centinela examinó el salvoconducto del civil, el capitán había estado mirando atentamente a este último. Le pareció un rostro familiar y no dudó al principio haberle entregado él mismo el pase que ahora tranquilizaba al centinela. Sólo después que el hombre se perdió de vista y dejó de oírlo, se le reveló su identidad gracias a un chispazo de su memoria. El oficial había actuado con la rapidez de una decisión militar.

 

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