II Bajo qué circunstancias los hombres no desean morir de un balazo

 

Under what circumstances men do not wish to be shot

 

La lucha del día anterior había sido desganada e indecisa. En los puntos donde se luchaba, el humo de la batalla se había colgado en azules cortinas entre las ramas de los árboles hasta que la lluvia que caía lo golpeó disolviéndolo en la nada. En la tierra ablandada las medas de los cañones y de los vagones con las municiones cortaban surcos hondos y dentados, y los movimientos de la infantería parecían ralentizarse por el barro que se pegaba a los pies de los soldados. Con sus ropas mojadas y con rifles mal protegidos por las capas, éstos se arrastraban en líneas sinuosas aquí y allá a través de bosques que goteaban y terrenos empapados. Los oficiales de a caballo, con sus cabezas que sobresalían de los relucientes ponchos de caucho como armaduras negras, iban buscando el camino individualmente o en grupos desorganizados, entre los soldados, yendo y viniendo sin aparente razón y sin llamar la atención de nadie sino de ellos mismos. Aquí y allá, un muerto con la ropa manchada de tierra, el rostro cubierto por una frazada o descubierto y arcilloso bajo la lluvia, agregaba su influencia desalentadora a los otros rasgos deprimentes de la escena y aumentaba la inquietud general con una depresión especial. Estos cadáveres parecían muy repulsivos, para nada heroicos, y nadie se encontraba accesible a su ejemplo patriótico. Muertos en el campo del honor, sí; ¡pero el campo del honor estaba mojado!

El choque general que todos esperaban no se daba; ninguno de los encuentros aislados y accidentales que se producían dando ventajas ora a un bando, ora al otro, proseguía. Los ataques desganados motivaban una resistencia malhumorada que se satisfacía con el mero rechazo. Las órdenes eran cumplidas con fidelidad mecánica; nadie hacía más que su deber.

—El ejército está asustado hoy —dijo el general Cameron, comandante de una brigada federal, a su lugarteniente.

—El ejército está frío —replicó el oficial— y, sí, no quisiera estar de esa forma.

Señaló a uno de los cadáveres que yacía en un pequeño charco de agua amarilla, con la ropa y el rostro salpicados por los cascos y las ruedas.

Las armas del ejército parecían compartir la delincuencia militar. El golpeteo de los rifles sonaba sordo y despreciable. No tenía significado y apenas despertaba la atención o la expectativa de los que se encontraban fuera de la lucha, en las reservas. Oídas a alguna distancia, las explosiones de los cañones poseían poco volumen y timbre: les faltaba agudeza y resonancia. Los cañones parecían disparados con cargas menguadas. De esa manera el día inútil llegó a su lóbrego final, y a la incómoda noche sucedió un día de temor.

Un ejército tiene personalidad. Por debajo de los pensamientos y emociones individuales piensa y siente como unidad. Y en este sentido de las cosas, amplio y comprensivo, yace una sabiduría más sabia que la mera suma de todo lo que sabe. En aquella mañana decepcionante, esta gran fuerza bruta que tropezaba en el fondo de un blanco océano de niebla entre los árboles que se asemejaban a algas marinas, tenía una vaga noción de que algo andaba mal, de que todo un día de maniobras había tenido como resultado una equivocada disposición de sus partes, una ciega dispersión de su fuerza. Los hombres se sentían inseguros y hablaban entre ellos de aquellos errores tácticos que su reducido vocabulario les permitía comentar. Los oficiales de línea y de campo se reunían en grupos y hablaban con propiedad de lo que no comprendían muy claramente. Los comandantes de brigada y de división miraban a derecha e izquierda, hacia sus líneas de comunicación, enviaban a los oficiales de sus estados mayores a hacer averiguaciones, y a los exploradores los hacían adelantarse, silenciosa y cautamente, en la dudosa región que se encontraba entre lo conocido y lo desconocido. En algunos puntos de la línea, con aparente espontaneidad, las tropas construían las escasas defensas que podían excavar sin la pala silenciosa y la ruidosa hacha.

Uno de estos puntos era defendido por la batería del capitán Ransome, que constaba de seis piezas de artillería. Siempre provistos de herramientas de trinchera, sus hombres habían trabajado diligentemente toda la noche y ahora los cañones asomaban sus hocicos negros entre las troneras de una muralla de tierra verdaderamente formidable. Coronaba una pequeña elevación exenta de matorrales que permitiría disparar sin obstáculos hasta una distancia indefinida. Difícilmente podría haberse elegido una posición mejor. Tenía esta peculiaridad que el capitán Ransome, adicto al uso de la brújula, no había dejado de observar: enfrentaba al norte, en tanto que sabía que la alineación general del ejército debía enfrentar al este. En realidad, esa parte de la línea estaba «rechazada», es decir, doblada hacia atrás, alejada del enemigo. Esto implicaba que la batería del capitán Ransome estaba cerca del flanco izquierdo del ejército, ya que un ejército formado para la batalla retira sus flancos si la naturaleza del terreno se lo permite; son sus puntos vulnerables. El capitán Ransome parecía defender el extremo izquierdo de la línea, ya que más allá de las suyas no había tropas visibles en aquella dirección. La conversación mantenida por él y por su comandante de brigada, cuya pintoresca parte final hemos reproducido más arriba, había tenido lugar inmediatamente detrás de los cañones.

 

Share on Twitter Share on Facebook