III

Una mañana el maestro llamó con gran urgencia á Cotoner, y éste se presentó, mostrándose alarmado por los términos del aviso.

—No es nada grave—dijo Renovales.—Necesito que me digas dónde fué enterrada Josefina. Quiero verla.

Era un deseo que se había formado lentamente en su pensamiento durante varias noches; un capricho de las interminables horas de insomnio que arrastraba en la obscuridad.

Hacía más de una semana que se había trasladado al dormitorio grande, escogiendo entre la ropa de cama, con una minuciosidad que asombró á la servidumbre, las sábanas más usadas, las que evocaban con sus bordados los antiguos recuerdos. No encontró en estos lienzos aquel perfume de los armarios que tanto le perturbaba; pero algo había en ellos, la ilusión, la certeza de que su tejido había rozado muchas veces la carne querida.

Renovales, después de exponer su deseo á Cotoner, sobriamente y con gesto duro, creyó necesario excusarse. Era vergonzoso que él no supiese dónde estaba Josefina; que no hubiera ido aún á visitarla. El dolor de su muerte le había dejado sin voluntad... después, ¡el largo viaje!...

—Tú corriste con todo, Pepe; tú arreglaste el entierro. Dime dónde está; llévame á verla.

No se había preocupado hasta entonces de los restos de la muerta. Recordaba el día del entierro, su dolor teatral, que le había hecho permanecer en un rincón del estudio, con la cara oculta entre las manos. Los amigos íntimos, los escogidos, que llegaban hasta su retiro, vestidos de negro y con tristeza fúnebre, le cogían una mano apretándola con efusión. «¡Valor, Mariano! ¡Ánimo, maestro!» Y fuera del hotel un patear incesante de caballos; la verja negra de apretada muchedumbre; los carruajes en doble fila hasta perderse de vista; los reporters yendo de un grupo á otro, inscribiendo nombres.

Todo Madrid estaba allí... Y se la habían llevado al lento paso de unos caballos de penachos ondeantes, entre lacayos de la muerte, con blancas pelucas y doradas cachiporras; y él no se había acordado más de ella, no había sentido la curiosidad de conocer el rincón fúnebre, donde se ocultaba para siempre, bajo los ardores del sol que resquebrajan la tierra, bajo las interminables lluvias de la noche que chorrearían sobre sus pobres huesos. ¡Ah, malvado! ¡Ah, miserable, por el más afrentoso de los olvidos!...

—Dime dónde está, Pepe... Llévame; quiero verla.

Suplicaba con la vehemencia del remordimiento: quería verla en seguida, cuanto antes, como un pecador que teme morir y pide á gritos la absolución.

Cotoner accedió á este viaje inmediato. Estaba en el cementerio de la Almudena, un camposanto cerrado desde mucho tiempo. Sólo iban á él los que tenían tradicionales derechos sobre un pedazo de su suelo. Cotoner había querido enterrar á la pobre Josefina cerca de su madre, en el mismo recinto donde se oxidaba el oro de la losa que ocultaba al «malogrado genio de la diplomacia». Quiso que descansase entre los suyos.

En el camino, Renovales sintió cierta angustia. Veía pasar con ojos de sonámbulo, al través de los vidrios del carruaje, las calles de la población: después bajaban una rápida cuesta; jardines mal cuidados, en los cuales, junto á los árboles, dormitaban vagabundos ó se peinaban mujeres con la cabeza al sol; un puente; suburbios míseros con casuchas de lugarejo; luego el campo, caminos en cuesta y al final un bosque de cipreses sobre una tapia y remates de edificios marmóreos, ángeles extendiendo las alas con una trompeta en los labios, grandes cruces, flameros montados sobre trípodes, y un cielo límpido, de intenso azul, que parecía reir con indiferencia sobrehumana de la emoción de aquella hormiga que se apellidaba Renovales.

Iba á verla; á poner sus plantas en la misma tierra, última sábana de su cuerpo; á aspirar un aire en el que subsistía tal vez algo de aquel calor, que era como la respiración del alma de la muerta. ¿Qué la diría?...

Al entrar en el camposanto miró al guardián, un hombre feo, lúgubre, con una palidez amarillenta y grasosa de blandón. ¡Aquel hombre vivía á todas horas cerca de Josefina!... Sintió un impulso de generosidad, de agradecimiento: tuvo que contenerse, pensando en su acompañante, para no entregarle todo el dinero que llevaba encima.

Sus pasos resonaron en el profundo silencio. Sintiéronse rodeados de la rumorosa calma de un jardín abandonado, en el que eran más los kioscos y las estatuas que los árboles. Anduvieron bajo ruinosas columnatas que repercutían sus pasos con extraño eco; sobre losas que devolvían la sonoridad de sus huellas, con ese estruendo sordo de los lugares huecos y obscuros. La nada estremecida en su desierto por un ligero rozamiento de vida.

Los muertos que dormían allí estaban bien muertos, sin la leve resurrección del recuerdo, en completo abandono, consumiéndose en la podredumbre universal, anónimos, separados por siempre de la vida, sin que de la inmediata colmena de gentes viniese nadie á reanimar con llantos y ofrendas la efímera personalidad que tuvieron, el nombre que les rotuló por un instante.

Las coronas pendían de las cruces, negras, deshilachadas, con un hervidero de insectos en sus briznas. La vegetación exuberante y monótona, libre del martirio de los pasos, se extendía por todas partes, desuniendo con sus raíces las piedras de las tumbas, haciendo saltar los peldaños de las sonoras escalinatas. Las lluvias, con su lenta filtración, producían desplomes del terreno. Algunas losas se cuarteaban, dejando entreabiertos profundos hoyos que exhalaban un hedor de tierra mojada y estiércol cocido.

Había que andar con cierta precaución, temiendo que el terreno sonoro y hueco se abriese de pronto: había que evitar repentinas depresiones, en las cuales, junto á una lápida hundida de canto, con letras de pálido oro y nobiliarios escudos, asomaba un cráneo pequeño, de débil osamenta; el armazón de una cabeza de mujer, entrando y saliendo por el negro portal de sus órbitas un rosario de hormigas.

El pintor caminaba estremecido, con la tristeza de una decepción inmensa, dudando de sus más grandes entusiasmos. ¡Y esto era la vida!... ¡Y así acababa la humana belleza! ¡Para esto serviría el receptáculo de hermosas sensaciones que llevaba sobre sus hombros, y allí iría á parar con toda su soberbia!...

—Aquí es—dijo Cotoner.

Se habían metido entre unas filas de tumbas apretadas, rozando, al pasar, los adornos envejecidos que se desmenuzaban y caían á su contacto.

Era una sepultura sencilla, una especie de féretro de blanco mármol, que se elevaba unos dos palmos sobre el suelo, llevando en su parte superior un alto remate, semejante á la cabecera de una cama, y terminado por una cruz.

Renovales permaneció frío. ¡Allí estaba Josefina!... Leyó varias veces la inscripción, como si no pudiera convencerse. Era ella; las letras reproducían su nombre, con una breve lamentación del marido inconsolable, que á él le pareció falta de sentido, artificial, vergonzosa.

Había venido pensando, con estremecimientos de inquietud, en el terrible momento de descubrir el último lecho de su Josefina. ¡Sentirse cerca de ella, pisar el suelo que guardaba la esencia de su cuerpo! No podría resistir este trance; lloraría como un niño, caería de rodillas, sollozando con angustia de muerte...

Y bien; ya estaba allí: tenía la tumba ante sus ojos, y sin embargo, permanecían secos, miraban en torno, fríamente, con extrañeza.

¡Allí estaba!... Lo creía por la afirmación de su amigo, por aquel rótulo declamatorio puesto sobre la tumba; pero nada le avisaba la presencia de la muerta. Permanecía insensible, mirando con curiosidad á las inmediatas sepulturas, sintiéndose en su interior un monstruoso deseo de burla, no viendo en la muerte más que su mueca sardónica de bufón de la última hora.

A un lado, un señor que descansaba bajo el interminable catálogo de sus títulos y condecoraciones; una especie de conde de Alberca, que se había dormido en la solemnidad de su grandeza, esperando el trompetazo del ángel para comparecer ante el Señor con todos sus pergaminos y cruces. Al otro, un general que se pudría bajo un mármol grabado de cañones, fusiles y banderas, como si quisiera infundir espanto á la muerte. ¡En qué burlesca promiscuidad había venido á acostarse Josefina, para dormir su último sueño! Al través de la tierra mezclábanse los jugos de todos aquellos cuerpos, se unían y amalgamaban, con el definitivo beso de la nada, sin haberse conocido durante la vida. Ellos eran los últimos dueños de su cuerpo, los eternos y definitivos amantes; se la arrebataban en su presencia y para siempre, indiferentes á las preocupaciones efímeras de los vivos. ¡Ay la muerte! ¡Que burlona atroz! ¡Qué cinismo frío el de la tierra!...

Sentía disgusto, tristeza, asco, de la insignificancia humana... pero no lloraba. Sólo tenía ojos para lo externo y lo material; para la forma, preocupación constante de su pensamiento. Al verse ante la tumba, apreció únicamente su vulgar humildad, con cierta vergüenza. Era su mujer: la esposa de un gran artista.

Pensó en los escultores más célebres, todos amigos suyos: hablaría con ellos; labrarían una sepultura imponente, con estatuas lacrimosas y originales símbolos de la fidelidad, de la dulzura y del amor: un sepulcro digno de la compañera de Renovales... Y nada más; su pensamiento no iba más allá; su imaginación no podía traspasar la dureza del mármol, penetrando en el oculto misterio. La tumba estaba muda y vacía: en el ambiente no había nada que hablase al alma del pintor.

Permaneció insensible, sin que le turbase emoción alguna, sin dejar de ver un solo instante la realidad. El cementerio era un lugar feo, triste, repugnante, con su atmósfera de pudridero. Renovales creía percibir un lejano hedor de carne frita esparcido en el viento, que inclinaba el puntiagudo plumero de los cipreses, que movía las viejas coronas y el ramaje de los rosales.

Miró con cierta hostilidad al silencioso Cotoner. Éste tenía la culpa de su frialdad. Su presencia le cohibía, impidiendo toda efusión. Aunque amigo, era un extraño; un obstáculo entre él y la muerta. Se interponía entre los dos, impidiendo aquel diálogo mudo de amor y perdón con el que venia soñando. Volvería sin su acompañante. Tal vez el cementerio fuese distinto en la soledad.

Y volvió: volvió al día siguiente. El guardián le hizo un saludo amable, adivinando un parroquiano de los que proporcionan ganancias.

El cementerio le pareció más grande, más imponente, en el silencio de una mañana tranquila y luminosa. No tenía con quién hablar, no oía otro ruido humano que el de sus propios pasos. Subía escalinatas, atravesaba galerías, dejando tras él su indiferencia, pensando, con inquietud, que cada vez se separaba más de los vivos, que la puerta, con su empleado sórdido, estaba ya lejos, y que él era el único viviente, el único que pensaba y podía sentir miedo, en aquella ciudad lúgubre de miles y miles de seres, envueltos en un misterio que les hacía imponentes, entre los ruidos sordos y extraños de ese más allá que espanta con su negrura de abismo sin fondo.

Al llegar ante la tumba de Josefina, se quitó el sombrero.

Nadie. Los árboles y los rosales se estremecían bajo el viento, hasta perderse de vista en las encrucijadas de los panteones. Unos pájaros piaban sobre su cabeza, en una acacia, y este rumor de vida, rasgando el susurro de la solitaria vegetación, esparcía cierta tranquilidad en el espíritu del pintor, borraba el miedo infantil que había sentido antes de llegar allí, cruzando las columnatas de pavimento sonoro.

Permaneció mucho tiempo inmóvil, abstraído en la contemplación de aquella caja de mármol, partida oblicuamente por la luz del sol; una parte de color de oro y otra con la blanca superficie azulada por la sombra. De pronto se estremeció, coma si despertase oyendo una voz... La suya. Hablaba alto, con un impulso irresistible de exteriorizar á gritos su pensamiento, de animar con algo que significase vida este silencio mortal.

—Josefina, soy yo... ¿Me perdonas?...

Era una ansia infantil de oir la voz del más allá, derramando sobre su alma un bálsamo de perdón y olvido; un deseo de arrastrarse, de llorar, de empequeñecerse, de que ella le escuchase, de que sonriera desde el fondo de la nada, viendo la gran revolución que se había operado en su espíritu. Quería decirla—y se lo decía mudamente, con el lenguaje de la emoción—que la amaba, que había resucitado en su pensamiento, ahora que la había perdido para siempre, con un amor que no tuvo nunca pura ella en su existencia terrenal. Sentíase avergonzado de verse ante su tumba; avergonzado de la desigualdad de su suerte.

Le pedía perdón de vivir, de sentirse vigoroso y joven todavía, de amarla sin realidad, con loca esperanza, cuando la había dejado partir indiferente y frío, con el pensamiento en otra mujer, esperando su muerte con el más criminal de los anhelos. ¡Miserable! ¡Y él estaba en pie! ¡Y ella, la buena, la dulce, oculta para siempre; perdida y deshecha en las entrañas de la eterna insaciable!...

Lloraba: lloraba, por fin, con esas lágrimas cálidas y sinceras que atraen el perdón. Era el llanto por tanto tiempo deseado. Ahora sentía que los dos se aproximaban, que estaban casi juntos, que sólo les separaba una lámina de mármol y alguna tierra. Veía con la imaginación sus pobres restos, los huesos tal vez cubiertos por la podredumbre epílogo de una vida, y los amaba, los adoraba con una pasión serena, por encima de las miserias terrenales. Nada de lo que había sido Josefina podía causarle repugnancia ni horror. ¡Si él pudiera abrir aquella caja blanca! ¡Si pudiera besar los últimos escombros del cuerpo adorado, llevárselos con él, para que le acompañasen en su peregrinación, como las divinidades domésticas de los antiguos!... Ya no veía el cementerio; no oía los pájaros ni el susurro de las ramas; creía vivir en una nube, sin contemplar otra cosa en la densa niebla que aquella tumba blanca, la marmórea caja, último lecho del adorado cuerpecillo...

Ella le perdonaba: su cuerpo surgía ante él, tal como había sido en su juventud, como había quedado en los lienzos pintada por su mano. Su mirada profunda se fijaba en la suya; su mirada de los tiempos de amor. Le parecía oir su voz, la voz de entonaciones infantiles, la que reía, admirando pequeñas insignificancias, en la época feliz. Era una resurrección; la imagen de la muerta estaba ante él, formada, sin duda, por moléculas invisibles de su ser, que flotaban sobre la tumba, por algo de su esencia vital que aún aleteaba en torno de los restos materiales, con cierto retardo de dolorosa despedida, antes de emprender la carrera á las profundidades de lo infinito.

Su llanto incesante seguía derramándose en el silencio, con una profusión de dulce desahogo: su voz, entrecortada por los suspiros, hacía callar á los pájaros infundiéndoles momentáneo pavor. «¡Josefina! ¡Josefina!» Y el eco de estos lugares sonoros contestaba con rugidos sordos y burlones, desde las lisas paredes de los mausoleos, desde el término invisible de las columnatas.

El artista, con impulso irresistible, pasó una pierna sobre las cadenas enmohecidas que rodeaban la tumba. ¡Sentirla más cerca! ¡Suprimir la corta distancia que los separaba! Burlar á la muerte con un beso de amor resucitado, de intenso agradecimiento por el perdón!...

El cuerpo enorme del maestro cubrió la blanca caja, abarcándola en sus brazos extendidos, como si quisiera desprenderla del suelo y llevársela con él. Sus labios buscaron ansiosos la parte más alta de la losa.

Quiso adivinar el sitio que cubría el rostro de la muerta, y entre rugidos de fiera herida, comenzó á besarlo, moviendo su cabeza, como si quisiera estrellarla contra el mármol.

Una sensación en los labios de piedra caldeada por el sol; un sabor de polvo, insípido y repulsivo, se extendió por su boca. Renovales se incorporó, se puso de pie, como si despertase, como si resurgiese de pronto el cementerio, hasta entonces invisible. El lejano hedor de carne chamuscada volvió á herir su olfato.

Ahora veía la tumba, como la había visto el día anterior. Ya no lloraba. La inmensa decepción secó sus lágrimas, mientras en su interior sentía acrecentarse el ansia del llanto. ¡Horrible despertar!... Josefina no estaba allí; en torno de él sólo existía la nada. Era inútil buscar el pasado en el campo de la muerte. Los recuerdos no podían prender en esta tierra fría, conmovida en sus entrañas por el pulular del gusano, por el hervor de la materia en putrefacción. ¡Ay, dónde venía á buscar sus ilusiones! ¡De qué estercolero hediondo quería hacer resurgir las rosas de sus recuerdos!...

Veía con la imaginación, tras aquel mármol antipático, el pequeño cráneo con su mueca burlona, los huesos frágiles envueltos en sus últimos andrajos de piel, y esta visión le dejaba frío, indiferente. ¿Qué tenía él que ver con estas miserias? No; Josefina no estaba allí. Había muerto de veras, y si alguna vez llegaba á verla no sería cerca de su tumba.

Lloraba otra vez, pero sin lágrimas exteriores, con un llanto que se derramaba hacia adentro: lloraba la amargura de su soledad, el no poder cambiar con ella un pensamiento. ¡Tantas cosas que tenía que decirla y que le quemaban el alma!... ¡Cómo la hablaría, si una fuerza misteriosa se la devolviese por un instante!... Imploraría, su perdón; se arrojaría á sus pies, lamentando el error de su vida, el doloroso engaño de haber permanecido junto á ella, indiferente, acariciando falsas ilusiones que encerraban el vacío, para rugir ahora en el tormento de lo irreparable, con la sed de un amor loco que adoraba á la muerta después de despreciar á la viva. La juraría mil veces la verdad de esa adoración póstuma, de este deseo excitado por la muerte. Y luego, la acostaría otra vez en su lecho eterno y se alejaría tranquilo, con la conciencia en paz, después de la delirante confesión.

Pero era imposible. El silencio entre ellos sería para siempre. Habría de quedar por toda una eternidad con esta confesión en el pensamiento, sin poder comunicársela, sintiendo su pesadez abrumadora. Ella se había ido con el rencor y el desprecio en el alma, olvidando los primeros tiempos de amor, y eternamente ignoraría que éstos habían tenido un reverdecimiento después de su muerte.

No podía echar una mirada atrás; ella no existía; ya no existiría nunca. Todo cuanto él hiciese y cuanto pensase, las noches de insomnio llamándola con súplica cariñosa, las largas contemplaciones ante sus imágenes, todo lo ignoraría. Y cuando él muriese á su vez, el silencio y el aislamiento entre ambos aun se haría más grande. Las cosas que no había podido decirla se extinguirían con él, y los dos se desmenuzarían en la tierra, extraños el uno al otro, prolongando en la eternidad su error lamentable, sin poder aproximarse, sin poder verse, sin una palabra salvadora, condenados á la nada, pavorosa y sin límites, sobre cuya dureza infinita resbalaban imperceptibles los deseos y los dolores de las criaturas.

El artista infeliz se revolvió con la rabia de su impotencia. ¿De qué crueldad vivían rodeados? ¿Qué burla sombría, feroz, implacable, era aquella que los empujaba, unos hacia otros, para después separarlos por siempre, ¡por siempre! sin que pudieran cambiar una mirada de perdón, una palabra que rectificase sus errores y les permitiera reanudar su eterno sueño, con nueva paz?...

La mentira; siempre el engaño en torno del hombre, como una atmósfera protectora que le preserva en su marcha, al través del vacío de la vida. Mentira aquella tumba con sus inscripciones: allí no estaba ella; sólo encerraba unos despojos, iguales á todos, que nadie podría reconocer, ni él mismo que tanto los había amado.

Su desesperación le hizo levantar los ojos al espació, de luminosa limpidez. ¡Ah, el cielo! ¡Mentira también! Aquel azul celestial, con sus rayos dorados y sus juegos caprichosos de nubes, era una imperceptible película, una ilusión de los ojos. Más allá de la telaraña engañosa que envolvía la tierra, estaba el verdadero cielo, el espacio sin fin, y era negro, de una lobreguez fatídica, con un chisporroteo de lágrimas ardientes, de infinitos mundos, lamparillas de la eternidad en cuya llama vivían otros enjambres de invisibles átomos: y el alma glacial, ciega y cruel de la tenebrosa inmensidad, reía de sus pasiones y sus anhelos, de las mentiras que fabricaban incesantemente para acorazar su efímera existencia, queriendo prolongarla con la ilusión de un alma inmortal.

Todo mentiras que la muerte se encargaba de desenmascarar, cortando la marcha á los hombres en su dulce camino escalonado de ilusiones, echándoles fuera de él, con la misma indiferencia que sus pies habían aplastado y puesto en fuga los rosarios de hormigas que avanzaban entre la hierba sembrada de huesos.

Renovales sintió la necesidad de huir. ¿Qué hacía allí? ¿Qué le importaba el desolado vacío de aquel rincón de la tierra? Antes de alejarse con la firme resolución de no volver más, buscó en torno de la tumba una flor, unas briznas de hierba, algo que le acompañase como recuerdo. No; Josefina no estaba allí, bien lo sabia él; pero sintió el anhelo de los enamorados, ese apasionado respeto por las cosas que tocó alguna vez la mujer amada.

Despreció una mata de flores silvestres que crecía abundosa en la parte inferior de la tumba. Las quería de cerca de la cabeza, y cogió unos pequeños botones blancos, inmediatos á la cruz, pensando que sus raíces habrían tocado tal vez el rostro de la muerta, que conservarían en los pétalos algo de sus ojos, algo de su boca.

Volvió á casa desalentado, triste, con el vacío en el pensamiento y la muerte en el alma.

Pero en la atmósfera cálida de su vivienda, la amada muerta salió á su encuentro; la vió junto á él, sonriéndole desde el fondo de los marcos, irguiéndose en los grandes lienzos. Renovales sintió en torno de su cara un aliento cálido, como si aquellas imágenes respirasen á la vez, llenando la casa con la esencia de recuerdos que parecía flotar en el ambiente. Todo le hablaba de ella; todo lo llenaba este indefinible perfume del pasado. Allá arriba, en la fúnebre loma, había quedado la mísera envoltura, la corteza perecedera. No volvería más. ¿Para qué? La sentía á su alrededor: lo que de ella restaba en el mundo, conservábase encerrado en la casa, como queda la fuerte esencia en el pomo roto y abandonado... En la casa, no. La muerta estaba en él, la llevaba dentro, la percibía en su interior, como esas almas errantes de las leyendas que se refugian en un cuerpo ajeno, pugnando por compartir la morada con el alma señora de la envoltura. No en vano habían vivido tantos años de existencia común, unidos primero por el amor, luego por la costumbre. Sus cuerpos habían dormido en íntimo contacto durante media vida, tocándose de la frente á los pies, abandonándose á la inconsciencia del sueño, mezclando sus sudores, cambiando por los abiertos poros ese calor de las horas intimas que es como la respiración del alma. La muerta se había llevado una parte de la vida del artista. En sus restos, que se desmenuzaban en la soledad del cementerio, había una parte del marido, y éste, á su vez, sentía algo extraño y misterioso que le encadenaba al recuerdo, que le hacía experimentar á todas horas el deseo de aquel cuerpo, complemento del suyo, que se había desvanecido ya en la nada.

Renovales se encerró en su hotel, con aire taciturno y gesto hosco, que infundieron miedo al criado. Si se presentaba el señor Cotoner, debía decirle que había salido. Si llegaban cartas de la condesa, podía dejarlas en un cacharro antiguo de la antesala, donde se amontonaban las tarjetas inútiles. Si era ella la que se presentaba, debía cerrarle la puerta. No quería ver á nadie: deseaba pintar sin ningún género de distracción. La comida se la serviría en el mismo estudio.

Y trabajó solo, sin modelo, con una tenacidad que le hacía permanecer derecho ante el lienzo, hasta que se desvanecía la luz. Algunas veces su criado, al entrar al anochecer en el estudio, encontraba intacto el almuerzo sobre una mesa. Por la noche, en la soledad del comedor, eran los atracones mudos, el devorar silencioso y taciturno, por la imperiosa necesidad animal, sin ver lo que comía, con los ojos perdidos en una contemplación lejana.

Cotoner, algo picado por esta orden extraordinaria que le impedía el acceso al estudio, presentábase por la noche y en vano intentaba animarle con noticias del mundo exterior. Notaba en los ojos del maestro una luz anormal, un estrabismo de locura.

—¿Cómo va esa obra?...

Renovales contestaba con un gesto vago. Ya la vería... más adelante.

Su gesto de indiferencia repetíase al oir que le hablaba de la condesa de Alberca. Cotoner describía la alarma de aquella señora, su asombro por la conducta del maestro. Le había llamado para tener noticias de Mariano, para lamentarse, con los ojos húmedos, de esta ausencia. Había estado dos veces en la puerta del hotel, sin poder entrar; se quejaba del criado y de aquella obra misteriosa. Al menos que le escribiera, que contestase á sus cartas, repletas de lamentos y ternuras, que ella no sospechaba cerradas aún y en profundo olvido, entre una nube de amarillentas cartulinas. El artista escuchaba esto con un encogimiento de hombros, como si le hablasen de los dolores de un planeta lejano.

—Vamos á ver á Milita—decía.—Esta noche no tiene teatro.

En su aislamiento, lo único que le ligaba al mundo exterior, era el ansia de ver á su hija, de hablarla, como si la amase con nuevo cariño. Era carne de su Josefina; había vivido en sus entrañas. Tenía la salud y el vigor de él, nada en su exterior recordaba á la otra; pero su sexo ligábala estrechamente á la imagen adorada de la madre.

Oía á su Milita en un éxtasis sonriente, agradeciendo el interés que mostraba por su salud.

—¿Estás enfermo, papaíto? Te encuentro desmejorado. Tienes una mirada que no me gusta... Trabajas mucho.

Pero él la tranquilizaba moviendo sus fuertes brazos, hinchando su pecho vigoroso. Nunca se había sentido mejor. Y se enteraba, con una minuciosidad de abuelo bondadoso, de los pequeños disgustos de su existencia. Su marido pasaba el día con los amigos; ella se aburría en casa, y sólo encontraba entretenimiento en las visitas ó en las compras. Y á continuación surgía un lamento, siempre el mismo, que el padre adivinaba desde las primeras palabras. López de Sosa era un egoísta, un tacaño para ella. Su vida de despilfarro, sólo alcanzaba á sus placeres y á su persona, pretendiendo hacer economías sobre los gastos de su mujer. La quería, á pesar de esto. Milita no osaba negarlo: ni amantes ni ligeras infidelidades; ¡buena era ella para tolerarlas! Pero sólo encontraba dinero para sus caballos, para sus automóviles; hasta sospechaba que iba gustándole el juego, y su pobrecita mujer que viviese desnuda, que llorase con interminable súplica cada vez que la presentaban una cuenta, alguna insignificancia de mil ó dos mil pesetas.

El padre tenía para ella generosidades de amante. Sentíase capaz de derramar á sus pies todo lo que había amontonado en largos años de trabajo. ¡Que viviese feliz, ya que amaba á su marido! Las inquietudes de ella le hacían sonreir con desprecio. ¡El dinero! ¡La hija de Josefina, triste por tales necesidades, teniendo él en su casa tantos papeles sucios, mugrientos, insignificantes, por cuya adquisición había penado, y que ahora miraba con indiferencia!... De estas entrevistas salía siempre entre vehementes abrazos y bajo una lluvia de besos ruidosos de aquella grandullona, que expresaba su alegría manoseándolo irrespetuosamente, como si fuese un niño.

—Papaíto, ¡qué bueno eres!... ¡Cuánto te quiero!

Una noche, Renovales, al salir de casa de su hija acompañado de Cotoner, dijo á éste con cierto misterio:

—Ven por la mañana. Te enseñaré aquéllo. Aun está atrasado, pero quiero que lo veas... Sólo tú. Nadie podrá juzgar mejor.

Después añadió con una satisfacción de artista:

—Antes sólo podía pintar lo que veía... Ahora soy otro. Me ha costado mucho, ¡mucho!... pero tú juzgarás.

Y había en su voz la alegría de las dificultades vencidas, la certidumbre de una grande obra.

Cotoner acudió al día siguiente, con el apresuramiento de la curiosidad, y entró en el estudio cerrado para todos.

—¡Mira!—dijo el maestro con ademán soberbio.

El amigo miró. Frente á la luz había un lienzo en un caballete; un lienzo gris en su mayor parte, sin otro color que el del preparado, y sobre éste, rayas confusas y entrelazadas, delatando cierta indecisión ante los diversos contornos de un mismo cuerpo. A un lado una mancha de colores, que era lo que el maestro señalaba con su mano: una cabeza de mujer, que se destacaba vigorosa sobre el crudo fondo de la tela.

Cotoner quedó absorto. ¿Aquello lo había pintado realmente el gran artista? No veía la mano del maestro. Aunque él fuese un pintor insignificante, tenia buen ojo y adivinaba la indecisión, el miedo, la torpeza, la lucha con algo irreal que se escapa, negándose á entrar en el molde de la forma. Saltaba á la vista la inverosimilitud de los rasgos, la rebuscada exageración; los ojos enormes, monstruosos en su grandeza; la boca diminuta como un punto; la piel de una palidez luminosa, sobrenatural. Solamente en sus pupilas había algo notable: una mirada que venía de muy lejos, una luz extraordinaria que parecía traspasar el lienzo.

—Me ha costado mucho. Ninguna obra me hizo sufrir tanto. Esto es la cabeza nada más. ¡Lo más fácil! Después vendrá el cuerpo; una desnudez divina, como nunca se haya visto. Y tú solo la verás; ¡sólo tú!

El bohemio ya no miraba el cuadro. Contemplaba con extrañeza al pintor, asombrado de aquella obra, desconcertado por su misterio.

—Ya ves, ¡sin modelo! ¡Sin la realidad delante!—continuó el maestro.—No he tenido más guía que esos: pero es el mejor, el definitivo.

Esos eran todos los retratos de la muerta, descolgados de las paredes, colocados en caballetes ó en sillas, formando un apretado círculo en torno del lienzo empezado.

El amigo no pudo contener su asombro, no pudo fingir más tiempo, vencido por la sorpresa:

—¡Ah! ¡Pero es!... ¡Pero... has querido pintar á Josefina!

Renovales se echó atrás con violenta sorpresa. Josefina, sí; ¿quién había de ser? ¿Dónde tenía los ojos? Y su mirada iracunda trastornó á Cotoner.

Éste volvió á contemplar la cabeza. Sí; era ella, con una belleza que parecía de otro mundo; extremada, espiritualizada, como si perteneciese á una humanidad nueva, libre de groseras necesidades, en la que se hubiesen extinguido los últimos restos de la animalidad ancestral. Contemplaba los numerosos retratos de otros tiempos, y reconocía sus rasgos en la nueva obra; pero animados por una luz que venía de dentro y cambiaba el valor de los colores, dando al rostro una novedad extraña.

—¡La reconoces por fin!—dijo el maestro, que seguía ansiosamente la impresión de su obra en los ojos del amigo.—¿Es ella? Di, ¿no te parece igual?

Cotoner mintió con cierta conmiseración. Sí, era ella; por fin la veía bien. Ella, pero más hermosa que en vida... Josefina nunca había sido así.

Ahora era Renovales el que miró con extrañeza y lástima. ¡Pobre Cotoner! ¡Infeliz fracasado, paria del arte, que no había podido salir de la muchedumbre anónima y carecía de otra sensibilidad que la del estómago!... ¡Qué sabía él de aquellas cosas! ¡Por qué consultarle!...

No había reconocido á Josefina, y sin embargo, este lienzo era su mejor retrato; el más exacto.

Renovales la llevaba en su interior; la contemplaba sólo con recogerse en su pensamiento. Nadie podía conocerla mejor que él. Los demás la tenían olvidada. Así la veía... y así había sido.

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