Ayer en sueños te vi...
Que triste cosa es soñar,
y que triste es despertar
de un triste sueño... ¡ay de mí!
Te vi... la triste mirada,
lánguida hacia mí volvías,
bañada en lágrimas frías,
hijas de la tumba helada.
Y parece que al mirarme,
con tu mirada serena,
todo el raudal de mi pena
se alzaba para matarme.
Y también me parecía
que tu acento desolado,
llegando hasta mí pausado:
«¡Ya estoy muerta!», repetía.
Y al repetirlo, gimiendo
el eco en el hondo abismo
de mi pecho, iba así mismo
«¡ya estoy muerta!», repitiendo.
Y qué terror... qué quebranto
aquel eco me causaba...
Llegué a pensar que me hallaba,
en la región del espanto.
Y aunque era mi madre aquélla,
que en sueños a ver tornaba,
ni yo amante la buscaba,
mi me acariciaba ella.
Allí estaba sola y triste,
con su enlutado vestido,
diciendo con manso ruido:
«Te he perdido y me perdiste»
Y llorábamos... ¡qué horror!
Llorábamos de tal suerte;
ella lágrimas de muerte,
yo lágrimas de dolor.
Todo en hosco apartamiento,
como si una extraña fuera,
o cual si herirme pudiera,
con el soplo de su aliento.
Y es que el sepulcro insondable,
con sus vapores infectos,
mediaba entre ambos afectos,
de un origen entrañable.
Aun en sueños, tan sombría,
la contemplé en su ternura,
que el alma con saña dura,
la amaba y la repelía.
¡A la dulce, a la sin par
madre que me llevó el cielo!
¡Ah! ¡Qué amargo desconsuelo
debe su tumba llenar!
¡Aquélla a quien dio la vida,
tener miedo de su sombra!
¡Es ingratitud que asombra,
la que en el hombre se anida!
Mas tú que tanto has amado,
tú que tanto has padecido,
tú que nunca has ofendido,
y que siempre has perdonado,
a la que nació en tu seno
sé que no guardas rencores;
tú toda mieles y amores,
aun de la tumba en el cieno.
Ruega, ruega a Dios por mí,
desde tu lecho de espinas,
por donde al cielo caminas
al alejarte de aquí.
Y cuando al Dios de ternura,
llegues de gracia cubierta,
dile no cierre su puerta
a esta humilde criatura,
porque en santa paz unidas,
donde no hay penas ni olvido,
gocemos en blando nido,
las glorias desconocidas.