II

Al aproximarse el esperado domingo de Cuaresma, cual bandada de gorriones que, dispersa por huertos y heredades usa de la libertad que Dios le ha concedido, comiendo una parte del grano que el labrador sembró afanoso en sus campos, chiquillos y mozos recorren los alrededores del pueblo, llegan á las vecinas aldeas, escalan muros y penetran furtivamente en los cercados, para poder arrancar de ajenos olivos y laureles (ya que no todos pueden tenerlos propios) con que hacer el ramo codiciado, que cuanto más alto y frondoso sea, más ha de causar la admiracion y envidia de los que no han alcanzado á tanto. Olivos y laureles sufren con tal motivo inopinadas desnudeces, y siéntense de todas suertes maltratados y heridos de la manera brusca y despiadada con que el ladron trata lo que no es suyo. Es aquella una rapacidad llevada al grado máximo, una verdadera tala vandálica y agresiva que deja desgarradas las hojas, heridos y mutilados los troncos, así como desamparados ó destruidos, mundos de insectos que sin acordarse de las mudanzas y cambios bruscos de la vida, bajo ellos se guarecian ó vivian dichosos.

¡Cuántos pobres pajarillos no son en tales ocasiones sorprendidos con gritos de júbilo que pueden decirse de muerte para las aves desventuradas que aún no tuvieron la felicidad de poder levantar su vuelo, y cuántas viviendas, con ímprobos trabajos fabricadas para cobijarse en ellas amorosas parejas con el fruto de su union, caen de improviso desde la altura, destrozándose contra las duras rocas ó hundiéndose en el engrosado arroyo que las arrastra en sus aguas! Mas, como todos hemos nacido para morir (de buena ó mala muerte), y todo aquello tiene un objeto y fin piadosos, en gracia á que es buena la intencion, perdonando Dios lo que hay de culpable en semejantes desafueros, los árboles que sufrieron el despojo, tornan, por permision del Cielo, á estar tan verdes y lozanos, que al año siguiente pueden aprontar el mismo contingente de ramas, y sufrir, sin menoscabo, iguales deterioros que en los pasados padecieron.

Quizá por esto, ni olivos ni laureles desaparecen ni van á ménos, ni dejan nunca, Domingo de Ramos, de verse en toda iglesia ó catedral de Galicia, verdaderos bosques de ramos de laurel y de olivo, pudiendo oirse, cuando los que los ostentan en sus manos los levantan y hacen chocar unos contra otros, un rumor como de mansas olas, que, al resonar bajo las altas naves de piedra cuando el órgano y los cánticos religiosos guardan silencio, produce un efecto extraño que, más que regala el oido, encanta la imaginacion y hace agradable la algarabía que entonces se produce, pues á tal rumor únese, en oleadas más ó menos confusas, el de las voces de los muchachos, que, orgullosos en este dia del papel que en el templo representan, se agitan, forcejean y áun riñen, sin que haya poder bastante que logre aquietar su díscola impaciencia, ni abatir el órgullo en que rebosan, creyéndose, en su infantil ignorancia, no tan sólo interesantes en aquellos momentos dichosos, sino tambien necesarios. Y en verdad que aquella aromática selva, allí levantada de improviso en honor del Altísimo, es posible que sin la ayuda de aquella revoltosa muchedumbre, ni fuese tan frondosa y agradable á la vista, ni tan armoniosa y sonora á nuestros oidos. Ademas, Dios, que tanto amó á los niños cuando pasó por la tierra, y que sigue sin duda amándolos desde lo alto, por ser los únicos séres en donde la inocencia tiene albergue en este mundo, no tan sólo ha de perdonarles las irreverencias que, sin saberlo cometen, sino que tambien ha de serle grata su presencia allí en donde grandes y pequeños, pobres y ricos, caben juntos y ocupan un mismo lugar sin temor á ser nunca rechazados.

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