LIV

A la sombra te sientas de las desnudas rocas,

y en el rincón te ocultas donde zumba el insecto,

y allí donde las aguas estancadas dormitan

y no hay hermanos seres que interrumpan tus sueños,

¡quién supiera en qué piensas, amor de mis amores,

cuando con leve paso y contenido aliento,

temblando a que percibas mi agitación extrema,

allí donde te escondes, ansiosa te sorprendo!

—¡Curiosidad maldita!, frío aguijón que hieres

las femeninas almas, los varoniles pechos:

tu fuerza impele al hombre a que busque la hondura

del desencanto amargo y a que remueva el cieno

donde se forman siempre los miasmas infectos.

—¿Qué has dicho de amargura y cieno y desencanto?

¡Ah! No pronuncies frases, mi bien, que no comprendo;

dime sólo en qué piensas cuando de mí te apartas

y huyendo de los hombres vas buscando el silencio.

—Pienso en cosas tan tristes a veces y tan negras,

y en otras tan extrañas y tan hermosas pienso,

que... no lo sabrás nunca, porque lo que se ignora

no nos daña si es malo, ni perturba si es bueno.

Yo te lo digo, niña, a quien de veras amo:

encierra el alma humana tan profundos misterios,

que cuando a nuestros ojos un velo los oculta,

es temeraria empresa descorrer ese velo;

no pienses, pues, bien mío, no pienses en qué pienso.

—Pensaré noche y día, pues sin saberlo, muero.

Y cuenta que lo supo, y que la mató entonces

la pena de saberlo.