LXXII

Con ese orgullo de la honrada y triste

miseria resignada a sus tormentos,

la virgen pobre su canción entona

en el mísero y lóbrego aposento,

y allí otra voz murmura al mismo tiempo:

«Entre plumas y rosas descansemos,

que hallo mejor anticipar los goces

de la gloria en la tierra, y que impaciente

por mí aguarde el infierno;

el infierno a quien vence el que ha pecado

con su arrepentimiento.

¡Bien hayas tú, la que el placer apuras;

y tú, pobre y ascética, mal hayas!

La vida es breve, el porvenir oscuro,

cierta la muerte, y venturosa aquella

que en vez de sueños realidades ama.»

Ella, triste, de súbito suspira

interrumpiendo su cantar, y bañan,

frías y silenciosas,

su semblante las lágrimas.

¿Quién levantó tal tempestad de llanto

en aquella alma blanca y sin rencores

que aceptaba serena su desdicha,

con fe esperando en los celestes dones?

¡Quién! El perenne instigador oculto

de la insidiosa duda; el monstruo informe

que ya es la fiebre del carnal deseo,

ya el montón de oro que al brillar corrompe,

ya de amor puro la fingida imagen:

otra vez el de siempre... ¡Mefistófeles!

Que aunque hoy así no se le llame, acaso

proseguirá sin nombre la batalla,

porque mudan los nombres, mas las cosas

eternas, ni se mudan ni se cambian.