LXXX

Prodigando sonrisas

que aplausos demandaban,

apareció en la escena, alta la frente,

soberbia la mirada,

y sin ver ni pensar más que en sí misma,

entre la turba aduladora y mansa

que la aclamaba sol del universo,

como noche de horror pudo aclamarla,

pasó a mi lado y arrollarme quiso

con su triunfal carroza de oro y nácar.

Yo me aparté, y fijando mis pupilas

en las suyas airadas:

—¡Es la inmodestia! —al conocerla dije,

y sin enojo la volví la espalda.

Mas tú cree y espera, ¡alma dichosa!,

que al cabo ese es el sino

feliz de los que elige el desengaño

para llevar la palma del martirio.