[IV]

Majestad de los templos, mi alma femenina

te siente, como siente las maternas dulzuras,

las inquietudes vagas, las ternuras secretas

y el temor a lo oculto tras de la inmensa altura.

¡Oh, majestad sagrada! En nuestra húmeda tierra

más grande eres y augusta que en donde el sol ardiente

inquieta con sus rayos vivísimos las sombras

que al pie de los altares oran, velan o duermen.

Bajo las anchas bóvedas, mis pasos silenciosos

resonaron con eco armonioso y pausado,

cual resuena en la gruta la gota cristalina

que lenta se desprende sobre el verdoso charco.

Y aun más que los acentos del órgano y la música

sagrada, conmovióme aquel silencio místico

que llenaba el espacio de indefinidas notas,

tan sólo perceptibles al conturbado espíritu.

Del incienso y la cera el acusado aroma

que impregnaba la atmósfera que allí se respiraba,

no sé por qué, de pronto, despertó en mis sentidos

de tiempos más dichosos reminiscencias largas.

Y mi mirada inquieta, cual buscando refugio

para el alma, que sola luchaba entre tinieblas,

recorrió los altares, esperando que acaso

algún rayo celeste brillase al fin en ella.

Y... ¡no fue vano empeño ni ilusión engañosa!

Suave, tibia, pálida la luz rasgó la bruma

y penetró en el templo, cual entre la alegría

de súbito en el pecho que las penas anublan.

¡Ya yo no estaba sola! En armonioso grupo,

como visión soñada, se dibujó en el aire

de un ángel y una santa el contorno divino,

que en un nimbo envolvía vago el sol de la tarde.

Aquel candor, aquellos delicados perfiles

de celestial belleza, y la inmortal sonrisa

que hace entreabrir los labios del dulce mensajero

mientras contempla el rostro de la virgen dormida

en el sueño del éxtasis, y en cuya frente casta

se transparenta el fuego del amor puro y santo,

más ardiente y más hondo que todos los amores

que pudo abrigar nunca el corazón humano;

aquel grupo que deja absorto el pensamiento,

que impresiona el espíritu y asombra la mirada,

me hirió calladamente, como hiere los ojos

cegados por la noche la blanca luz del alba.

Todo cuanto en mí había de pasión y ternura,

de entusiasmo ferviente y gloriosos empeños,

ante el sueño admirable que realizó el artista,

volviendo a tomar vida, resucitó en mi pecho.

Sentí otra vez el fuego que ilumina y que crea

los secretos anhelos, los amores sin nombre,

que como al arpa eólica el viento, al alma arranca

sus notas más vibrantes, sus más dulces canciones.

Y orando y bendiciendo al que es todo hermosura,

se dobló mi rodilla, mi frente se inclinó

ante Él, y conturbada, exclamé de repente:

«¡Hay arte! ¡Hay poesía...! Debe haber cielo. ¡Hay Dios!»