XIII

Hermosa era la tarde y cristalinas las gotas de agua que se desprendían de los árboles. El cielo azul estaba sembrado de nubes ligeras y blancas como palomas; la atmósfera, limpia y pura; las praderas exhalaban gratos aromas que halagaban deliciosamente los sentidos, y a lo lejos, el mar, mostrándose inmenso y tranquilo, dejaba que se deslizasen sobre sus ondas los grandes buques y las pequeñas embarcaciones de los marineros de aquellas costas. El río seguía apaciblemente su curso entre sus húmedas orillas sembradas de flores azules; los silvestres pensamientos, cuyo color es tan apagado y triste como los recuerdos vagos de un amor que ha vivido y muerto ignorado, lanzaban sus débiles perfumes; y el canto sencillo de los pájaros, el chirrido del torno, al que hilaba una anciana de respetable fisonomía al umbral de la puerta, y el cacareo de los gallos jóvenes, que decían adiós al sol para recogerse, se dejaban sentir consecutivamente, formando un murmullo y una armonía verdaderamente campestres. Dulce tarde de otoño, tranquila y cariñosa; cuadro apacible que Flavio contemplaba absorto y silencioso desde una de las cuatro ventanas pintadas de verde que decoraban la sencilla fachada de la casa que habitaba.

Apoyada lánguidamente su cabeza sobre una de sus manos, dirigía melancólicas miradas hacia la parte más extensa del horizonte, magnífica llanura cubierta de arbolado y rodeada de montañas que parecían tocar el cielo con sus agudos picos desnudos de vegetación, y cuyo color sombrío y extraña construcción les daba cierta semejanza con esos aéreos castillos que, según antiguas y fantásticas tradiciones, eran edificados por el diablo en la cima de las inaccesibles montañas. Levantándose más allá de la región de las nubes que coronaban sus cabezas cenicientas, y formando una muralla semicircular en rededor de la campiña que reverdecía tranquila y resguardada con su sombra, parecían oponer a los viajeros una valla insuperable. Flavio las seguía hasta su formidable altura, desafiándolas con sus miradas penetrantes y melancólicas, como si quisiera traspasar aquellos horizontes y llegar hasta los más lejanos, otros bosques y otras campiñas queridas para su alma, que aquellas ásperas montañas ocultaban traidoramente.

Recuerdos y pensamientos errantes divagaban por su mente inquieta, como nubes que se disipan y vuelven a mezclar sus vapores con otras nubes de formas diversas y caprichosas, y su imaginación vagabunda y descontentadiza, pordiosera, que iba pidiendo a las plantas, a las aves y a las estrellas una ilusión más para unir a las que ya poseía, recorría lo presente, lo pasado y lo por venir, como un loco a quien es imposible contener en sus accesos de delirio. Ella era su más mortal enemiga, la niña mimada de su alma, a quien nunca lograba tener contenta y la cual formaba, sin embargo, la felicidad de su vida con su volubilidad sonriente y halagadora, y sus ensueños fantásticos y tentadores como la serpiente. Hay seres en la tierra cuya existencia no es más que una continuación de sueños, y cuya muerte es un sueño también, pero en el cual encuentran la única felicidad que les ha sido dado tocar en la tierra.

El recuerdo de los solitarios campos de Bredivan venía a mezclarse tercamente a sus más sonrientes ilusiones, presentándose a su pensamiento con toda su pompa fúnebre a través de aquella campiña alegre y floreciente que se extendía a sus pies bañada por los últimos rayos de un sol de invierno.

Entre los árboles añosos y sombríos veía alzarse su viejo palacio como un fantasma mudo y cubierto de negras vestiduras; le veía con los cristales de las ventanas cubiertos de polvo, en el que se enturbiaba el rayo de sol que les hería; la maleza, adelantándose por las anchas alamedas de blanca y fina arena; la yedra, abrazando el tronco de los frutales y chupando su savia; la ortiga, mezclando sus ásperas hojas con la aromática flor de los naranjos y limoneros. Ninguna mano que cariñosa cuidase de apartar los abrojos de las rocas; ninguna que podase la viña ni recogiese el racimo dorado en el delicioso mes en que el campesino, ebrio de gozo, recoge el fruto sembrado con el sudor de su frente. En el palacio de Bredivan ya no había más que un reposo parecido al de las tumbas; el mismo viento pasaba callado entre las ramas de las corpulentas encinas; todo era soledad... ¡Soledad y siempre soledad!

«¿Por qué —se decía Flavio— habré nacido con un instinto errante como las aves de paso? ¿Por qué, pájaro que no anida, quiero hacer resonar mis cantos de alegría y libertad en aquellos sitios que no han recogido mis primeras lágrimas ni oído mis balbucientes palabras? ¿Por qué abandono todo lo que me ha sido querido, todo lo que poseo, para ir a mendigar a los extraños un pan que ha sido regado con el sudor de hombres que no pertenecen a mi patria? ¡Yo no lo comprendo!».

Nada más cariñoso que las brisas del país natal, que nos traen los perfumes de las flores que renacen cada primavera en nuestras campiñas; nada más suave que sus cantos bañados en el eco de sus montañas... Su cielo purísimo, sus ríos caudalosos, el mar que baña sus costas como un amigo que jamás las abandona, tienen un lenguaje que sólo entienden sus hijos, a quienes han mimado y arrullado desde la cuna con su murmullo suave y cadencioso. ¡Pero mi corazón no quiere escuchar ninguno de esos cariñosos acentos; mi corazón las dice: «Pasad, auras; pasad, aromas; pasad, brisas del mar, espuma salobre más blanca que la nieve, sordo y manso ruido de las olas juguetonas que corren unas tras otras en la arena como ninfas envueltas en túnicas transparentes...; ¡pasad vosotras todas, jóvenes graciosas nacidas en los bosques, en los mares, en las campiñas de mi hermoso país natal! Para mí cada rosa que nazca sobre la tierra, así en los jardines de Bredivan como en los confines del mundo, tendrá su grato perfume; cada mar, suaves murmullos, y cada bosque, sus brisas, que yo saludaré sonriendo como a viajeras compañeras mías. ¡Y me alejo!»...

Dulce es el nombre de los seres que hemos amado, de los objetos que han formado nuestros placeres; dulce, suavísimo, el nombre de patria; ¡pero mi patria es el mundo!

Yo debiera vivir y morir donde reposan las cenizas de mis padres, queridas cenizas al lado de las cuales ya nadie queda en la tierra que pueda orar y gemir sino un hijo ingrato; pero mi alma vigorosa marcha ligera delante de mí, y me arrastra, sí, me arrastra incansable, en tanto yo la sigo con la alegría más grande de mi corazón. Dentro de mí mismo, ¡oh cenizas a quien amo y respeto!, va el germen de un remordimiento que me condena porque os abandonó; pero mi espíritu rebelde grita que los muertos no necesitan de los vivos para dormir tranquilos su sueño eterno, y yo os digo ¡adiós!, obedeciendo a mi alma.

Hay algo en mí que me dice: «¡Deténte!», a cada paso que avanzo, haciendo volverse atrás a mi pensamiento, algo que quiere sofocar esa otra voz que me aleja de todo lo que me es querido; pero los torrentes devastadores no pueden tener diques que los contengan, porque los arrastran tras su corriente hervidora que se abre paso entre peñascos calcinados.

Y el tiempo carcomerá tus muros, ¡oh Bredivan!; ¡el tiempo que carcome la vida! Tus piedras caerán una a una sin que nadie restaure una sola de tus torres; tus altas ventanas darán libre paso a la lluvia y al viento, que gemirá entre los agujeros de tus paredes, y, sin embargo..., tú vivirás mucho tiempo después que yo haya dejado de existir. Extraño destino de la vida del hombre sobre la tierra, soberano del universo que reina un solo día y que muere al despuntar la aurora del nuevo sol que amanece, teniendo que abandonar su cetro y su grandeza a las generaciones futuras. Terrible idea que me espanta y me amedrenta.

Menos que un soplo, parecido a la flor del viento, el hombre aparece en la tierra, el aire helado de la muerte pasa, le deshoja, el tiempo esparce sus restos y ya no queda ni el más leve rastro de su existencia. ¿Por qué entonces esta agitación incesante, esta ansia de libertad y de espacio que me devora, estos proyectos y esta fe en el porvenir?

¡Quizás no sea todo eso más que una vana quimera!

Misterios se han revelado a mi entendimiento desde que salí de mi prisión de veinte años que me causan admiración y me confunden haciéndome ver miserias en que yo no creía. Contradicciones continuas de que el alma debe ruborizarse, ideas que luchan entre sí, y voces que nos atraen y nos alejan a un mismo tiempo; he ahí los acontecimientos de cada hora, las escenas que se suceden y se reproducen a cada instante en nuestro espíritu..., y después, sobre todo esto, el tiempo, que todo lo lleva; el olvido que lo cubre todo; el deseo que ambiciona más para volver a perderlo, a abandonarlo de nuevo.

Después de aquellos horribles tormentos que distaban de la muerte un solo paso, yo vivo aún..., me presento a la faz del día, busco la luz sin rubor, sin retroceder al pensar que han manchado mi rostro los colores de la vergüenza, sin haber vengado mi honor ofendido. ¡Pretendo seguir imperturbable mi camino y recorrer el mundo, a pesar de haber recibido su primer latigazo, que aún resuena en mis oídos como el último eco de la tempestad que se aleja! ¿Es esto lo que yo tenía pensado de mi corazón, de mis sentimientos, de mi recta conciencia? ¡Estar tranquilo y gozar de la vida, cuando existen recuerdos de escenas que casi nos han hecho morir!... Todo esto es incomprensible a mi entendimiento, yo me desconozco en esto...

Huyamos, pues, y no pensemos; el pensamiento es un tirano. Pronto tendré yo fuerzas, y partiré quizás para no volver más.

La pobre vieja que tan piadosamente nos ha cuidado me ruega sin cesar, con las lágrimas en los ojos, que permanezca en la quinta, que espere..., y bien sabe el cielo que ésta es una orden inexorable de partida.

« ¡Oh!, sí, sí; os quedaréis —me dice—; mis señoras llegarán muy pronto, y les disgustaría no hallaros... ¿No es verdad que os quedaréis, mi dócil convaleciente?»

No es verdad, mi buena anciana, no es verdad, aunque siento por vos no complaceros...; marcharía mañana mismo si me fuese posible. Tus señoras vendrán..., ¿quiénes son? Yo no quiero conocerlas ni que me conozcan. En una carta les mostraré mi reconocimiento por los favores que en su casa me prodigaron. Seré su amigo, su buen servidor; pero de lejos. No quiero verlas; el solo nombre de mujer me estremece y lastima mi alma.

Una sombra errante vaga aún en el fondo de mi corazón, aérea, melancólica, ligera como un suspiro furtivo y cariñoso..., escapado a unos labios trémulos, y esa sombra me hace temblar cuando la recuerdo; sufro como aquel que, falto de aire que respirar, busca en vano una atmósfera pura, transparente, que calme la ansiedad de su pecho. Cuando ella llama a las puertas de mi alma, el ruido de sus pasos hace latir apresuradamente mi corazón; escucho, la reconozco, le abro mis brazos; pero ella entonces se retira a medida que yo me acerco; va perdiéndose, poco a poco; su pálido rostro aparece por última vez en el fondo de una nube blanquizca, me mira con tristeza, la nube se cierra lentamente y se deshace, al fin, en el espacio...

¿Quién sabe en qué asilo retirado moras? ¡Oh sombra mía! ¿Quién sabe qué campos, qué praderas, qué ríos apacibles reflejan tu dulce semblante, qué rayo de sol cae sobre tus cabellos rizados como las mansas olas? ¡Oh astro de la noche, que apareces por encima de las desiguales montañas, como una aureola de fuego; bendita tú que puedes contemplarla con tu fría mirada desde tu trono de blancas nubes! Un solo ósculo sobre sus pálidas mejillas, que han dejado en mis labios para siempre su aroma, el único consuelo, que he robado en aquel día de desesperación, a los que para siempre le han arrebatado de mis brazos... ¡Menos feliz que tú, oh luna, yo no volveré a verla...; yo sólo podré recordar..., hasta que este recuerdo se desvanezca!...

Al acabar de decir estas palabras, Flavio levantó la cabeza para mirar por última vez la campiña iluminada por la luz de la luna; pero en el mismo instante volvió a inclinarse hacia el patio, donde acababan de resonar pisadas de caballos que herían la tierra con sus duros cascos.

Su rostro palideció entonces, lanzando una ahogada exclamación de sorpresa; tambaleóse algunos segundos como el beodo que se despierta, y fijando otra vez en el patio sus turbados ojos, se retiró rápidamente, poniendo la mano sobre su corazón, como el que acaba de ser sorprendido por una profunda emoción.

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