XIV

Dos mujeres, anciana la una y joven la otra, acababan de apearse delante de la puerta que conducía a los reducidos establos de aquella casa medio rústica, medio señorial.

La vieja sirvienta, que salió a recibirlas con júbilo, lanzaba una tras otra exclamaciones de sorpresa, que hacían asomar la risa a los labios de las recién venidas.

—Mi pobre María —le decía la más anciana—, hemos querido sorprenderte, y henos aquí en tu presencia como llovidas del cielo.

—Como llovidas del cielo, ciertamente, mis queridas señoras —respondió la anciana, al mismo tiempo que penetraban en una reducida sala, alhajada con sencillez, pero en la que brillaba la más exquisita limpieza. ¿Quién se atrevería a pensar en tanta felicidad?— Pero, ¡Mara, hija mía! —añadió, siguiendo a la joven con maternal solicitud hasta un antiguo sofá, en donde acababa de tomar asiento, y besando sus manos heladas, que ella le abandonaba con negligencia—. Estás fría, como lo están las piedras del huerto a la mañana, antes que el sol derrita la escarcha que las cubre.

—¿Cómo no? —repuso la joven— El viento de la tarde que hería nuestros rostros era fresco y húmedo, aunque ligero. Pero no temas; a mí no me asustan ni me dañan las brisas del invierno; por el contrario, las amo, y creo que me rejuvenecen.

—¿Que no te dañan has dicho? ¡Ah, pobre hija mía! —repuso la vieja, moviendo lentamente la cabeza—. Tú sueñas con ser robusta y fuerte, lo deseas; pero la debilidad de tu complexión te vende. En este mismo instante tu sangre circula con dificultad, porque el viento que se infiltra por las quebradas de las montañas te ha helado y aterido con su gentil soplo que penetra en el pecho como una espada. ¡Oh!, hija mía, necesitas recobrar el calor perdido, es preciso que tomes el remedio que voy a prepararte.

—¡Oh María! —exclamó la joven, deteniéndola, con un acento entre cariñoso y burlón—. Nada necesito. Hace largo tiempo que no has tenido a quien recetar tus aguas tónicas y tu jarabe infalible de orégano y miel, y quieres ensañarte ahora en mí... ¡Comprende que eso es injusto!...

—¡Siempre tan caprichosa! —repuso la anciana con cariñosa resignación—. ¿No es verdad, señora —añadió como buscando apoyo en la ágil anciana, que por su propia mano desocupaba las maletas de viaje—; no es verdad que Mara necesita recobrar el calor perdido, sin el cual se expone locamente a enfermar de nuevo?

—Ciertamente, Mara. Debes de hallarte helada, y no es bueno que permanezcas así —contestó la anciana, lanzando sobre su hija una mirada cariñosa.

—Bien —repuso la joven—. Me acercaré a la chimenea, y todo marchará a medida de vuestros deseos. ¿Te parece esto bien, mi bondadosa María? Añade otro leño al que está ardiendo y habrá aquí fuego para dar calor a un muerto. Así..., perfectamente; ahora, acercaos, mi querida mamá; ya arreglaremos eso más tarde; y tú, María, siéntate en medio de nosotras dos y háblanos..., háblanos largo tiempo; tres meses han pasado sin vernos, y debes de tener muchas cosas que contarnos. ¿No es cierto?

—¡Oh!, sí —dijo la vieja sirvienta—, tengo mucho que decir; pero ¿quién prepara en tanto la cena a vuestro gusto? Además —añadió sonriendo—, mi enfermo suele recogerse tan temprano como un monje.

—¿Sí? —repuso la señora, tomando asiento al lado de su hija—. Según tu relato, María, ese pobre enfermo, a quien aun no conocemos, debe de ser más bien un santo, un elegido del Señor, que un hombre parecido a los demás hombres.

—También es verdad —añadió la joven— que no debe darse entero crédito a sus relatos...; para María todos los seres son palomas sin hiel, todas las almas sin mancha, todas las risas inocentes.

—Y para ti, Mara, al contrario; todo te parece perverso; me has dicho un día que el aroma de las hojas de rosa que yo guardaba en mi pecho causaba vértigos, que era perjudicial aquel olor fragante y suave, y hasta llegaste a decirme también que te gustaban más los días nublados que los días con sol.¿Quién piensa entonces mejor de las dos?

—¡Tú, pobre María! —contestó la joven—. No puedes menos de confesarlo; habla, que prometo no interrumpirte.

Y hablaron largamente al amor de la lumbre, que chisporroteaba alegremente, como si se regocijase de iluminar los placenteros rostros de las recién venidas.

La vieja criada, arrimada al fuego, por cuya roja llama pasaba sus manos arrugadas y callosas, que no podían percibir desde lejos la dulce impresión de un calor suave, parecía incansable en relatar a sus señoras hasta la más leve circunstancia de cuanto había ocurrido en su ausencia.

Habló de las pérdidas y de las ganancias de la casa; habló así de la tierna viña que había dado aquel año dos sabrosos racimos como de la higuera, cuyo seco tronco y cuyas ramas sin hojas habían dejado ya de florecer; así de las gallinas, que se habían reproducido en sus polluelos, como de las desertoras palomas que volaron hacia el palomar ajeno. Nada echaba en olvido la cuidadosa sirvienta, pudiendo decirse que en su pensamiento conservaba la memoria del último grano perdido entre la hierba o robado por los ligeros gorriones, vagabundos pajarillos a quienes aborrecía mortalmente, puesto que se alimentaban con el trigo, que carga, dorado, las espigas inclinadas con su peso hacia la tierra...

Pero habló, sobre todo, del viajero que, según ella, había sufrido como un mártir las consecuencias de una horrible caída.

—Cuando le recogimos del duro suelo —decía la pobre mujer, llenos de lágrimas los ojos—, cuando pudimos ver sus cabellos empapados en sangre, desgarradas sus manos y el rostro macilento y renegrido como el de un muerto, confieso que sentí partírseme el corazón, cual si yo hubiese sido su hermana, su propia madre. Pronto acudió un médico en su auxilio, y el pobre joven sufrió, sin lanzar un ¡ay!, la terrible y larga tarea de curar las heridas que laceraban su cabeza, su cuerpo todo. Después, silencioso siempre, sin exhalar un quejido, sin pronunciar una queja, sin atreverse a decir siquiera, temiendo ser molesto: «Dadme agua, porque la fiebre me devora», soportó los crueles dolores que sin intermisión ha padecido en el transcurso de su larga enfermedad. Algunas veces, no obstante, sorprendí en sus ojos lágrimas, que fingí no haber notado, porque no gustan los hombres de que los vean llorar; pero bien comprendí que aquellas lágrimas no provenían de las dolencias del cuerpo, sino de algún dolor profundo del alma. No creas, Mara, que éstas son aprensiones de la vieja que chochea; el triste joven tenía en su corazón alguna idea, algún recuerdo que le haría sufrir como no he visto sufrir a ningún hombre sobre la tierra, y por eso me causó más compasión y le quise cada vez con más ternura.

—¡Y bien! —contestó Mara, que parecía conmovida al escuchar el relato de la anciana—. ¿Tú no has tratado de conocer la causa de su sufrimiento, no has sabido de dónde venía, quién era o hacia adónde encaminaba sus pasos?

—¡Oh mi querida niña! —exclamó la anciana—. Yo bien hubiera deseado; pero ¿cómo fuera posible, si jamás dejó escapar de sus labios la palabra más leve respecto a esto? En vano busqué cuantos medios puede sugerir la curiosidad; pero todo fue inútil. Él me ha colmado siempre de atenciones, me ha dado repetidas gracias por mis mezquinos servicios, sus palabras son siempre cariñosas para esta pobre vieja; pero él habla todo lo menos que le es posible, y sólo pude comprender que desea con ansia recobrar las perdidas fuerzas para seguir de nuevo su interrumpido camino. Ayer mismo me decía con la alegría pintada en el semblante: «Voy a partir, mi buena anciana. Yo me acordaré siempre de vuestros servicios y de la hospitalidad que en esta casa he recibido, lo que haréis presente a los señores de esta quinta, para quienes os dejaré una carta, que debéis entregarles. Siento, en verdad, dejaros tan pronto; pero mi destino es andar y andar siempre, en tanto haya aliento y vida en mi pecho». Contestéle que ibais a llegar pronto; que deseabais conocerle; le rogué, en fin, con toda mi alma, esperase algunos días más. «Imposible», me respondió, volviéndome la espalda y arrugando su frente espaciosa y morena.

—En este caso, dejad que ignore nuestra llegada, mamá —dijo la joven en tono alterado—. Si nuestra presencia puede ser tan molesta a ese joven, le veremos sólo cuando la casualidad nos presente ante él, y yo prometo, en verdad, hacer lo posible por que la casualidad no sea importuna.

—Eres soberbia como una princesa, Mara —dijo su madre—, y un soplo ligero basta para sublevar tu orgullo.

—¿Por qué me dices eso, mamá? —preguntó la joven atizando el fuego que ardía perfectamente.

—Tu madre tiene razón —repuso a su vez la anciana—; eres muy orgullosa, hija mía, y no deben serlo las jóvenes casaderas que tienen mezquina dote.

—¿Cómo no? —respondió la joven, sonriendo—. Ya que nos falte dinero, que nos sobre dignidad al menos. Será, tal vez, éste un patrimonio por demás inútil; pero a mí me impide que dé lugar a la envidia, que tanto mortifica a las almas débiles.

—Bien —repuso la madre—; pero todo debe llegar hasta su término dado, y tú traspasas con eso los límites de lo justo. Una mujer podrá ser todo lo que debe ser, siendo virtuosa; pero no podrá ser nunca más de lo que es porque abrigue en su corazón el demonio de la soberbia. Por mi parte, un orgullo moderado y noble será lo único que podré ver resaltar en ti sin disgusto, estando, como estoy, convencida de que todo lo demás atraerá sobre tu cabeza hondos y tristes pesares, que te herirán de continuo y que mortificarán a los que te rodean.

—Madre mía —dijo Mara—, perdonadme el que os diga que no he podido ver nunca sin disgusto que propendáis a la humildad.

—Quisiéralo el cielo —le respondió su madre, alzando la mirada con cierto sentido de piedad—; entonces podría decir, al menos, que tenía una cualidad cristiana. Pero no es así; lo que yo tengo es más benevolencia que tú, hija mía, porque soy menos soberbia, y en esto hubiera deseado que te parecieras a tu madre.

—No me negaréis, sin embargo, que mi soberbia no es más que convencional. ¿Soy soberbia con los pobres? ¿Lo soy con mis amigos, con mis criados, con los que me demuestran cariño? No; lo soy sólo con los que me ofenden, y esto creo que es justo —dijo la joven con la misma altivez.

—No es justo —volvió a responder su madre—, y voy a probártelo. Ahora mismo, si atendieras a tu orgullo, segura estoy de que despreciarías a ese pobre enfermo cuyos pesares ocultos ignoras, y esto tan sólo porque se negó a permanecer en la quinta hasta el día de nuestra llegada. ¿Y ese hombre te ha ofendido, en verdad, con esa negativa cuando no te conoce?

—Eso necesita pensarse —contestó Mara.

—No es cierto, hija mía, y aun cuando lo fuera, tú lo hubieras condenado sin pensar. No niegues..., soy tu madre y te conozco. Quizás llegarías a arrepentirte más tarde; pero siempre es vano para el ofendido el arrepentimiento del que ofende. Tú harías sufrir a ese joven, aumentando con tus desaires sus amarguras, sin que él fuese culpable contigo más que en que la suerte le hubiese arrojado un día, moribundo, a las puertas de nuestra modesta quinta.

—Vos habéis ido demasiado lejos en esta cuestión, madre mía. No soy tan mala como creéis, aunque tenga orgullo, y, para probároslo, yo seré la primera que cumplimentaré al enfermo cuando se digne aparecer en nuestra presencia.

Y Mara parecía arrepentida de su pasado enojo al decir estas palabras.

—Me complacerá en extremo el verte hacer abstracción de tu peculiar altivez con un huésped que no nos pide palabras adustas, ni miradas llenas de orgullo, sino una hospitalidad franca y sincera, como la que María le ha proporcionado hasta ahora.

—Yo te prometo —dijo ésta a Mara— que no te pesará de haberle querido como yo le quiero. ¿Querríais que fuésemos a sorprenderle? —añadió, después de algunos instantes de silencio—. Estoy segura de que se alegraría...

—No diré yo tanto —repuso Mara—; pero vamos, si no os desagrada, mamá. Le invitaremos a que nos acompañe a cenar, y le rogaremos después que, si le es posible, permanezca a nuestro lado hasta el día de vuestro santo, que no está tan lejano... ¿Os complaceré de este modo?

La buena madre dio un beso a su hija por única respuesta y se levantó.

—¡Vamos, pues! —dijo—. Nosotras esperaremos en la sala; María llamará a la puerta de su gabinete, le preguntará si se puede entrar y le sorprenderemos; ni más ni menos que si fuéramos tú su hermana y yo su madre.

—Sí, sí; vamos —exclamó la vieja criada, batiendo con alegría sus callosas manos.

Y se adelantaron en silencio hacia el gabinete de Flavio.

Las ventanas de aquella habitación, que eran de las más bonitas de la casa, se hallaban abiertas, y Mara se dirigió a una de ellas, poniéndose a contemplar, apoyada en el alféizar, los astros de la noche. No nos atreveremos a decir, sin embargo, que sus pensamientos estuviesen fijos en ellos como sus ojos. El rostro de Mara revelaba una imaginación vigorosa y profunda, y creemos, por tanto, que su alma divagase errante por otros lugares que aquéllos en que fijaba sus miradas tan serenas y brillantes como los mismos astros que tapizaban el azul del firmamento.

María se acercó en tanto al gabinete de Flavio, llamó suavemente y esperó; pero no contestó nadie a su llamamiento; volvió a llamar más fuerte, y el mismo silencio se sucedió al primero.

—¿Qué es esto? —exclamó María, impaciente—. ¿Se habrá dormido?

—¡Quizá! —dijo Mara con indiferencia y sin apartar sus ojos de las estrellas relucientes, que parecían corresponder a sus miradas.

—Dejad que descanse —añadió—; es una impertinencia venir a despertarle de su sueño.

—No; no puede dormir...; no acostumbra dormir a estas horas —volvió a decir María.

—Llama... Llama otra vez —dijo la señora de casa—; al fin, será necesario despertarle para cenar.

La criada obedeció, pero todo fue inútil. Nada daba indicios de que tras de la puerta de aquel gabinete existiese un ser viviente y animado.

—¿Queréis que abra? —preguntó María.

—De ningún modo lo permitáis —se apresuró a decir Mara—; eso sería cometer una falta. Quizá haya salido..., quizá se halle dormido..., ¿quién sabe?; pero, de cualquier modo, no debemos penetrar ahora en su habitación. Marchemos de aquí, y pasado algún tiempo, que vuelva su amiga María a llamar a la puerta.

Y se alejaron, pensativas cada una y disgustadas en el fondo de su corazón.

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