XV

Después de que el ruido de sus pasos se hubo extinguido, después de que la voz de Mara se perdió en el interior de las habitaciones más distantes, la puerta del gabinete de Flavio, a la que habían llamado en vano, se entreabrió levemente, apareciendo en ella un semblante pálido, conmovido, en cuyas miradas se leía una emoción y una inquietud profundas.

Era Flavio.

Dirigió en torno suyo sus temerosas miradas, y avanzó algunos pasos, trémulo y sin respirar apenas, por la desierta estancia; detúvose otra vez, escuchó de nuevo, volvió a mirar hacia el oscuro corredor, que se perdía entre las sombras, y salió apresuradamente, inquieto, agitado, sintiendo latir su corazón, cual si acabase de cometer un crimen.

Después, salvando de un salto los escalones, atravesó el patio como un fugitivo que teme ser descubierto, y se dirigió hacia una puerta, en cuyo fondo oscuro se percibía, a favor de una débil claridad, un coche de camino.

—Vamos a partir —dijo Flavio, con voz ahogada, a su cochero, que acababa de acercársele—; engancha ahora mismo aprisa, a toda prisa, pero en silencio y sin que nadie pueda percibirlo. Cuando todo se halle dispuesto, deja esta carta y este bolsillo sobre el cofre de la anciana que nos ha servido, y ven a avisarme a la entrada del bosque, detrás de las encinas...

Y se alejó apresuradamente.

El cochero, lleno de sorpresa y murmurando de los caprichos de su señor, salió silenciosamente para prepararlo todo.

—Las nueve —dijo, después de contar las campanadas del reloj que acababa de interrumpir el silencio de la noche—; pronto estaremos corriendo por esos caminos que ni el diablo conoce y que sólo Dios sabe lo que ocultan para el viajero tras los espesos matorrales que crecen a sus orillas. Pero él lo quiere; marchemos, pues, ya que no nos es dado, al menos en este mundo, hacer profesión de eterna vida.

Y se puso a ejecutar con presteza los preparativos del viaje.

En tanto, la luna, siguiendo indiferente su nocturna carrera, iluminaba a su paso el pequeño bosque cuyas corpulentas encinas parecían entregadas, como los mortales, a un dulce sueño.

Las ramas de los árboles, desnudos ya de sus hojas, dejaban ver a lo lejos sus troncos descarnados, semejantes a los altos andamios de interminables y fantásticos edificios. El viento arremolinaba con dulce rumor las hojas secas que servían de alfombra a la tierra; las aguas de un arroyo, brillando a los rayos refulgentes de la luna, se desbordaban con ímpetu sobre las piedras arrojadas al azar en su camino. Cantaban los grillos ocultos en las pequeñas matas, y algunas nubes rizadas, como un plegado manto de raso, empezaban a agruparse graciosamente, en torno al astro de la noche, menos ardiente, pero más amoroso que el del día.

A lo lejos el mar plomizo dejaba ver la espuma de sus rompientes, que ya interrumpía su oscura monotonía, apareciendo aquí y allá como un cisne que rebulle y abre sus alas al calor del sol, o saltaba sobre los negros peñascos, apareciendo y volviendo a desaparecer como un fantasma vaporoso y leve que se extinguiese en el espacio y volviese a reproducirse incesantemente en las aguas.

Las montañas sombrías con sus altos pinos y con sus picos agudos y dentados, dibujándose en el fondo del horizonte, contemplaban aquel cuadro, iluminado por la luz vaga y pura de las noches de noviembre, y embellecido por el reposo y la dulce palidez de cada astro que recorre, silencioso, el firmamento.

Flavio se distinguía en medio de aquellas claras sombras, si podemos decirlo así, en medio de los troncos torcidos de añosos robles, como un alma errante y perdida en la inmensidad de los espacios.

Con paso desigual recorría uno tras otro los desconocidos senderos, se paraba al menor ruido, producido por el viento o por los pájaros nocturnos al tropezar con sus alas contra las ramas. Escuchaba con sobresalto y volvía a caminar cuando se había convencido de que ningún ser humano seguía el rastro que dejaban sus huellas. Parecía un criminal que busca las tinieblas en donde poder ocultarse, y que vuelve a cada paso la cabeza para percibir, en medio del silencio de la noche, el menor ruido que le indique la aproximación del peligro.

Y, sin embargo, nada más inocente, nada más modesto ni pudoroso que el sentimiento que así le obligaba a alejarse de la apacible quinta, que así le hacía temblar, estremecerse, palidecer de emoción.

Jamás aquel pobre corazón de niño había sentido más dulces y halagadoras sensaciones; jamás pensamientos más bellos habían pasado por su loca imaginación; jamás su alma cariñosa se había deleitado en más grandes felicidades.

Todo su ser se hallaba henchido de una alegría inefable, le parecía hallarse rodeado de gloria, sentía angustia y placer a un tiempo, sonreía y lloraba para que tanta dicha no llegase a ahogarle, siendo incapaz de recogerla toda dentro de su corazón.

Y nada de esto era extraño.

Aquella adorada mujer, a quien había creído no volver a ver nunca más que en sueños; aquella de quien había perdido hasta el último rastro que pudiera conducirle a su morada, acababa de aparecer ante sus ojos, no ya como una ilusión que se disipa, no como una sombra amorosa, pero sombra al fin, sino como una dulce verdad, puesto que ella parecía venirle buscando, puesto que penetró en aquella casa, bendita desde entonces; puesto que ella vino llamando a su puerta, como diciéndole: «Ven tú, que me deseas y me amas; ven, que he llegado; yo espero sentada en el umbral de tu aposento a que vengas a recibirme, abiertos los brazos y el corazón palpitante de amor».

Pero ¡ah! La felicidad que embarga y hace enmudecer como el dolor no le dejó responder a aquel llamamiento cariñoso. Era ella misma la que se hallaba tras la cerrada puerta, era su voz la que hería claramente su oído... ¿Cómo abrir, pues? ¿Tendría valor para tanto? ¿Cómo atreverse a trasponer el umbral para decirle: «No duermo, adorada mía; sueño encantado, que te has convertido en enloquecedora realidad; estoy despierto y te escucho... ¿Cómo dormir si he oído acercarse el ruido ligero de tus pasos...?» Presentarse así ante ella, él, que la había hecho sufrir; él, que la había tenido en sus brazos..., que había creído no volverla a ver..., que la amaba...

¡Imposible!... El pobre niño ahogó sus suspiros, se mantuvo inmóvil, sin respirar apenas, sintió alejarse el ruido de los pasos de Mara y huyó... Pero ¿qué pasaba entonces en lo más profundo de su alma?

¡Eso es inexplicable!

Ya en el bosque, tranquilo porque había dado la orden de partida, lleno de desesperación porque iba a alejarse, caminaba maquinalmente con la bella imagen en su pensamiento.

Él la veía, tocaba tembloroso su fría mano y se estremecía creyendo percibir el aroma de sus vestidos. Deslumbrado, como si acabara de ser herido por la luz del relámpago, se imaginaba seguir siempre su rastro brillante; sólo veía delante de sí sus blancas vestiduras, sólo percibía su rostro melancólico al reflejo de la pálida luna. Loco, podía decirse que en uno mismo adoraba dos seres: uno, Mara; otro, su imagen.

A través de las ramas de encina que formaban una muralla entre la casa y Flavio, un rayo de luz vino desde una de las ventanas a reflejarse en su semblante, atravesando las espesas hojas. Flavio experimentó una emoción violenta, y sus rodillas flaquearon. La sombra de Mara acababa de dibujarse a través de los cristales, destrenzado el cabello y caído sobre su espalda, envuelta en una negra bata que le prestaba un aire de grave serenidad, y llevando en su mano una luz que hería de lleno en su rostro. Flavio vio desaparecer la hermosa sombra y permaneció inmóvil; pero Mara volvió de nuevo, apagó la luz y, abriendo la ventana, pareció quedar sumida en una profunda contemplación.

Renunciamos a describir lo que pasó entonces en el corazón de Flavio. Diremos sólo que hubo un momento en que, con el desesperado valor del que en un combate sabe que sólo le resta morir o vencer, avanzó algunos pasos para presentarse ante ella; pero sintiéndose desfallecer, volvió apresurado a internarse en el bosque, indignado de su propia flaqueza y pidiendo apoyo al cielo con sus tristes miradas.

Su invencible timidez, esa hija de la pureza y de la inocencia, esa diosa castamente velada que se interpone entre nosotros y nuestros deseos cuando el alma es aún tan virgen como nuestro corazón, le impedía dar aquel fácil paso, del que dependía toda su felicidad.

Mara cerró la ventana después de dar con sus hermosos ojos un adiós a la luna, y Flavio quedó otra vez sumido en tinieblas y esperando, como espera un condenado su sentencia de muerte, el momento en que le dijeran: «Podemos partir».

Y llegó, por fin, el instante temido.

Cuando Flavio vio acercarse al cochero, le mandó alejarse con ademán imperioso, y acercándose entonces a la casa, besó arrodillado las húmedas piedras de su umbral, posando en ellas su ardorosa frente. Después, cogiendo un ramo de parietaria que crecía en una de las agrietadas paredes, se alejó lentamente, lleno su corazón de un angustioso dolor.

Pasados algunos momentos, el ruido de un coche que partía al galope hacía prorrumpir en exclamaciones de sorpresa a todos los habitantes de la modesta quinta.

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