XIX

Un joven poeta y que empieza a amar es siempre voluble como los revoltosos vientos que se agitan en la atmósfera antes de que estalle una tormenta.

Todo aparece a sus ojos revestido de luz y de esperanza, le causan compasión todas las lágrimas, y él hubiera deseado, aun a costa de su propia sangre, devolver a cada desgraciado su felicidad perdida.

Desearía poder amar a todas las mujeres hermosas que halla a su paso, las ama quizá o al menos se lo imagina cuando las ve pasar cerca de sí; quisiera, como Dios, hallarse en todas partes, abarcar el mundo de una sola ojeada, sentir en sí mismo todas las bellezas del Universo.

¿Dudaríamos por esto de su corazón? No.

No dudamos tampoco de Flavio. Si al ver a la hermosa campesina detuvo en ella con placer su mirada, no hizo más que ceder a esa fuerza instintiva que nos hace amar todo lo bello; pero no por esto la imagen de Mara era menos agradable y menos magnífica en su pensamiento. Él la amaba con toda la fuerza de su corazón; era ella el primer ídolo a quien había erigido altares; era ella la primera que había impresionado su alma virgen y vigorosa, y ya nadie podía arrancar de allí la grande, la poderosa imagen; ya no podría borrarse aquel amor de su corazón, sino cuando las primeras hojas de la primavera de la vida cayesen a sus pies sucias, marchitas, azotadas por el fiero aquilón de los amargos desengaños.

Sin Mara ya no podría haber nada hermoso para él en la tierra; sus pensamientos de libertad habían huido despavoridos ante ella; sus pasados sueños, sus proyectos locos, borráronse de su memoria, como se borran las huellas sobre la nieve que derrite el sol; su amor era ya un torrente que empezaba a desbordarse, y ¡ay de la mujer que ósase interponerse entre su amor y Mara! ¡Ella, como un frágil dique que es arrebatado por las olas en un día de tormenta, rodaría envuelta hacia un abismo de dolor, azotada por las tempestades de aquel corazón, todo delirio y devoradas pasiones!

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