XVIII

La tarde declinaba tristemente, cargado el horizonte de gruesas nubes acumuladas en derredor del sol, cuando Flavio regresó de su prolongado paseo.

Reinaba en la atmósfera una tranquilidad que convidaba a gozar de los últimos suspiros del día; y hallando abiertas las puertas de los jardines de la aristocrática posada, Flavio se decidió a esperar en ellos la noche que tan lentamente descendía hacia la tierra.

Sentado al lado de la hermosa fuente, prosiguió allí sus locos sueños, viendo caer el agua en el tazón de granito, deshojando sobre ella las blancas rosas y lanzando impacientes miradas al sol, ya medio oculto tras la vecina montaña. Ya cansado de la luz, esperaba con ansia que las sombras, sus amigas, cubrieran la tierra.

De pronto, una joven apareció entre los árboles y se dirigió hacia la fuente.

Vestía un lindo traje de campesina, cuyo jubón encarnado dejaba ver perfectamente el torneado cuello, del cual pendía una cruz dorada. Sus largos cabellos rubios y partidos en dos trenzas caían sobre su espalda; tenía ojos azules, ovaladas mejillas, levantado seno, manos pequeñas y delicadas, pie breve aprisionado en zapatos de paño azul y en los cuales brillaban lazos de cinta de color dorado.

Su andar era ligero; su fisonomía expresaba un candor de niña inocente, y sus largos y dorados pendientes, resaltando sobre sus sonrosadas mejillas, le prestaban la belleza pura de una hermosa imagen.

Al distinguir a Flavio, el rubor cubrió su semblante y se estremeció como una gacela sorprendida, pero siguió, no obstante, su camino, aunque con paso más lento y tembloroso.

Cuando pasó al lado de Flavio, bajó sus grandes ojos rasgados, y al mismo tiempo que componía el gracioso delantal blanco le saludó con infantil cortedad y se puso a llenar el cántaro, que sostenía con la más blanca y pequeña mano que pudiera imaginarse.

Flavio quedó sorprendido cuando, al levantar la cabeza, fijó sus miradas en el rostro de la joven, inundado por el último rayo de sol, que hacía su cutis más transparente.

—¿Quién eres? —le preguntó, levantándose de improviso y cediendo a la admiración que le causaba aquella candorosa imagen de la inocencia.

—Soy Rosa, hija de la dueña de esta posada —le respondió la joven con dulce candidez; y luego añadió, cogiendo su cántaro para marcharse y al mismo tiempo que sacudía su saya de lana azul, que algunas gotas de agua habían salpicado—: Yo he sido la que ayer os he abierto la puerta cuando pedisteis hospedaje.

—¡Ayer!... —dijo Flavio, interponiéndose insensiblemente entre la joven y el camino—. ¿Y cómo no te he visto, siendo como eres tan hermosa?

Ya dispuesta para marcharse, la joven, por única respuesta, bajó sus ojos, y sin atreverse a decir a Flavio que le dejase libre el paso, permaneció inmóvil, dando mil vueltas en sus pequeñas manos a su flexible delantal blanco.

Flavio se bajó, en tanto, para coger una de esas flores azules que crecen a orillas de las aguas, escondidas entre el húmedo musgo, y se la presentó a la joven con su ruda pero sincera galantería.

—Estas flores —le dijo— son bellas como tú, y parecen tus hermanas; recibe esta que te ofrezco, y sabe que me agradas aún más que su color azul y su agreste pero grato perfume. Sobre el cabello rubio de un ángel deben de sentar bien las flores inocentes, y tú eres más que un ángel...

Con temblorosa mano alargó la niña su brazo para coger la flor, atreviéndose a mirar a Flavio, admirada de las palabras que acababa de oír de sus labios. Pero sus ojos se encontraron, y la joven volvió a bajar con presteza los suyos, dejando caer sobre ellos sus lánguidos párpados.

Así permanecieron algunos momentos. Flavio, contemplándola; la joven, inmóvil y llena de rubor.

—Caballero —murmuró, al fin, la joven—, mi madre... me está esperando...

—Es muy hermosa la puesta del sol, niña —repuso Flavio—; déjate estar así, no te muevas; su último rayo, que cae sobre tu rostro, te hace aparecer tan bella que no he contemplado jamás una cosa más perfecta...

Fascinada la joven, obedeció sin saberlo y permaneció inmóvil; en tanto, Flavio la contemplaba como un artista satisfecho de su obra más bella.

Pasados algunos instantes, el sol se ocultó tras la vecina montaña; el rostro de la joven apareció más pálido, aunque no menos hermoso, y una ráfaga de viento, viniendo a agitar su rubia cabellera, la hizo semejarse a una aérea visión, próxima a desvanecerse con la postrera luz del día.

—El sol ya no alumbra la tierra; pero la luna, con su luz pálida y transparente, no embellecerá menos tu hermoso semblante, admirable criatura —le dijo Flavio.

—Caballero —murmuró otra vez la joven—, la luna no saldrá esta noche, porque gruesas nubes empiezan a cubrir el cielo... Caballero, la noche ha llegado ya, y mi madre me espera...

—¡Es verdad! —exclamó Flavio—. La noche ha llegado... ¿Cómo pude olvidarlo?

Pero no cesaba de contemplar a la hermosa joven.

—Me voy, caballero —volvió a decir aquélla, indicándole tímidamente que la dejase sitio para poder pasar.

—Te vas... ¡tan pronto!... —repuso Flavio; y después añadió, lanzando sobre la linda niña miradas fraternales y llenas de un dulce afecto—: Sí, pobre niña, aléjate, que no caiga por más tiempo el húmedo rocío sobre tu hermosa cabeza... Es pernicioso el rocío de las noches de invierno..., y pudiera dañarte; pero vuelve mañana aquí para contemplar la puesta del sol: quiero ver otra vez tu rostro iluminado por sus últimas tintas...

—Todas las tardes vengo —dijo la niña con sencilla ingenuidad—, y volveré también mañana.

—Sí, sí; todos los días —repitió Flavio, dejando pasar a la joven, que se alejó sonriendo.

«¡Hermosa criatura! —murmuró después; y añadió pensativo—: Mara no es tan hermosa..., ¡oh!, no; pero Mara..., Mara es una espina que se ha clavado suavemente en mi corazón..., es mi propia vida... Todo lo demás son imágenes que pasan y se desvanecen... ¿Por qué es esto?»

Y pensativo se encaminó con lento paso hacia la posada envuelta en las sombras de la noche.

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