XX

Todo estaba ya silencioso en la posada cuando Flavio, bajando al jardín, lo mismo que la noche anterior, se dirigió hacia la quinta.

El cielo estaba encapotado, empezaba a desprenderse de las nubes una lluvia fina y penetrante, y apenas en medio de la oscuridad de la noche podía distinguirse el camino.

El viento azotaba con furia el rostro del viajero; mugía entre los árboles, y era más grave y rotundo el murmullo que formaban las aguas del río, próximas a desbordarse por los campos. Pero Flavio siguió impávido su camino, como si la noche estuviese tan tranquila y serena como una alborada de mayo.

Y, en efecto, ninguna voz sepulcral llegó a su oído entre el sordo rumor del viento, ningún fantasma le detuvo en su camino; pero cuando después de saltar la muralla se halló en el bosque de la quinta, le pareció que una figura humana se movía arrimada a una de las paredes de la casa.

Flavio se detuvo un instante, sobrecogido, no por el temor, sino por otro sentimiento extraño, incomprensible, que se apoderó de todo su ser...

¿Quién era aquella sombra? ¿Por qué se hallaba allí, tan cerca de la habitación de Mara? ¿Qué buscaba?...

Sintiendo hervir su ardorosa sangre, que se agolpaba a su cabeza, encaminóse de pronto hacia aquella figura, que parecía huir a medida que él se acercaba; pero Flavio la siguió; púsose después ante ella, y aproximándose la miró fijamente.

Entonces pudo ver a un hombre que, envuelto en una larga capa, ocultaba el rostro bajo el embozo y las grandes alas de su sombrero.

—¿Qué buscáis aquí? —le preguntó Flavio con temblorosa voz, en la que se dejaba entrever la cólera.

El embozado lanzó al oírle una ahogada exclamación de sorpresa; pero nadie contestó. Flavio volvió a interrogarle con voz más airada, dando un paso hacia él.

Adelantándose entonces el embozado, le dijo en voz baja, tocando casi su rostro con el ala húmeda de su sombrero:

—Yo busco lo que vos buscáis y no hallaréis. Antes que soñarais en aparecer en el mundo para civilizaros, antes que ningún hombre hubiese pensado en la inocente niña, ya Mara había oído de mis labios la palabra amor. ¿Comprendéis?...

—¡Comprendo!... —repuso Flavio con sorda voz, asiéndole con su mano de hierro y no dejándole concluir su frase.

—¡Ah! —exclamó el embozado, sintiendo que se ahogaba bajo la presión de aquellos dedos duros y fríos y forcejeando por desasirse—. ¡Sois un necio!... —le dijo, luchando como un desesperado—. ¡Y me las pagaréis bien caras!

Y logrando, por fin, libertarse de las manos de Flavio, huyó entre la oscuridad, sin que nuestro héroe intentase impedirlo.

—¡Cobarde! —rugió Flavio, viéndole alejarse, pero sin moverse para perseguirle.

—Yo no soy tan necio que me bata por una mujer con un salvaje —dijo el embozado con cinismo, al mismo tiempo que salvaba la tapia.

—Pero serás bastante débil para que yo te mate si vuelves a aparecer por estos lugares —repuso Flavio, acercándose a la muralla, como si aún quisiera hacerle oír su amenaza a través de las duras piedras de granito.

Pero los pasos del fugitivo resonaban ya lejos, y Flavio, dirigiéndose hacia la parra, se apresuró a trepar por ella antes que las blancas cortinas se corriesen sobre los cristales del aposento de Mara. Ella estaba allí; pero no meditaba, como la noche anterior. De pie en medio del pequeño aposento, retratada en el semblante una inquietud profunda, parecía escuchar atenta el más leve ruido. Flavio la vio estremecerse cuando una de sus manos tocó casualmente la ventana.

Mara oyó aquel nuevo ruido, hizo entonces un violento esfuerzo sobre sí misma, y abriendo de improviso la ventana, vio a Flavio...

—¡Mara! —pudo exclamar apenas el viajero, y permaneció inmóvil.

Por su parte, la joven retrocedió ante aquella aparición inesperada; ella reconoció aquel rostro moreno, aquellos cabellos negros y rizados, la expresión de sus ojos, que parecía implorar amor y compasión; y ya no tuvo valor ni para llamar en su auxilio.

—¡Él! —murmuró, cubriendo el rostro con las manos—. ¡Dios mío!... ¿Es esto un sueño?

—¡Mara! —repitió Flavio con quejumbroso acento.

—¡Bajad!... —contestó aquélla con voz turbada—. ¿Qué queréis?... No creí volver a veros escalando mis ventanas en medio de la oscuridad de la noche..., como un salteador de caminos... ¡Ah!..., despacio... —exclamó en seguida con inquietud, al ver que Flavio se dejaba caer con desesperación hasta el suelo.

—¡Me despreciáis porque os amo! —dijo éste con intensa amargura.

—¡Dios mío! —exclamó la joven—. ¿No es ésta una peligrosa locura? ¡Ah! ¡Huid..., huid!... —añadió, dirigiéndose a Flavio—. Que yo no os vuelva a ver en este sitio jamás...

—¡Me voy, Mara; me voy, pues lo queréis!... —murmuró Flavio con ahogado acento—; pero volveré, sí, no os irritéis... volveré, porque ya no me es posible vivir sin veros...

La ventana se cerró, desapareció la luz del aposento y sólo se oyó el ruido de la lluvia que en aquellos instantes empezó a caer a torrentes.

Flavio anduvo errante por los campos la mayor parte de la noche, a pesar del frío y del agua, que empapaba sus vestidos, y el día siguiente lo pasó encerrado en su aposento.

Inquieto, agitado después de aquella noche de tormenta, sus pensamientos eran nebulosos como el encapotado cielo que le cubría. Esperaba la noche como el único bien de su vida, temblaba al pensar que se acercaba ya, y él mismo no podía darse cuenta de lo que pasaba en el interior de su alma.

Pero cuando vio que las sombras del crepúsculo empezaban a cubrir la tierra, más impaciente que nunca, salió, encaminándose hacia la quinta con paso acelerado.

Era muy temprano aún; el recuerdo de las palabras de Mara severas e indignadas, le causaba terror; pero sintiéndose más que nunca impelido hacia ella, devorado de inquietud, no podía escuchar más que la voz de su corazón, imperiosa y doliente.

No atreviéndose a penetrar tan pronto en el bosque, se contentó con pasear en tanto, contemplando desde lejos la querida vivienda.

Notó entonces en el interior de la casa una agitación y un movimiento desusados; hallábanse en la sala principal más personas que las que de ordinario componían aquella reducida familia, y hasta le pareció reconocer a Mara entre ellas, vestida con un elegante y sencillo traje de baile.

Aguijoneado por la curiosidad, se fue aproximando cada vez más a la quinta, llegó hasta la puerta, y, oculto, pudo comprender, al fin, todo lo que pasaba.

Mara, con algunas jóvenes de las cercanías, se disponía a ir a un baile de confianza, con que las obsequiaba un buen tiempo.

—¡Maldición! —murmuró Flavio—. La lluvia que cae a torrentes no les permite, como en aquella noche de eterna memoria, tener las estrellas y el cielo por testigos de sus danzas... ¿A dónde irá, pues, que yo pueda seguirla?

Mara salió, al fin, rodeada de sus compañeras, que, bajo los inmensos paraguas y salvando con ligereza los profundos charcos que se hallaban a su paso, se reían de la lluvia, que refrescaba sus frescas mejillas.

Un hombre envuelto en una larga capa y dando el brazo a una anciana cerraba la animada comitiva, y les dirigía de cuando en cuando algunos chistes poco delicados, pero que ellas celebraban, sin embargo, con sin igual algazara.

Sin saber por qué, Flavio se estremeció al ver a aquel hombre. Quizá no era la primera vez que oía el eco de su voz, que tenía algo de atrevida y de melosa. Inquieto, siguió de lejos a la bulliciosa turba, que, precedida de un criado de aldea, marchaba pomposamente, alumbrada en su camino por un farol cuya luz agonizante amenazaba expirar de un momento a otro.

—Cuánto os vais a burlar hoy de las pobres lugareñas, caballeroRicardo —dijo una de las jóvenes—. Entre vos y Mara, segura estoy de que nos cortaréis un hermoso vestido a la moda de la ciudad, ¿no es cierto?

—No lo es —contestó Mara—; pero aunque lo fuera, vosotras me perdonaríais alguna de mis burlas inofensivas. En cambio, os reiréis también de mi alto peinado, diciendo, como decís, que se parece mi cabeza a la de un loco, y del apretado frac azul de Ricardo..., que aquí, para entre nosotros, bien lo merece, pues ya, por lo viejo, debía retirarse a una vida más tranquila y huir de las mundanales fatigas...

—¡Qué mala eres!... Siempre tan burlona, que hasta a ti misma no te perdonas —dijo una de ellas.

—Juicio, Mara, juicio —añadió la anciana con voz cariñosa.

—No, mamá; no creas que miento —respondió Mara—. ¿No es verdad, Ricardo, que vuestro frac cuenta ya tres años de continuas tormentas?

—Os engañáis —repuso el joven—. Este frac inapreciable es un objeto elegante, que ya hacía brillar sus blancos botones con majestad y esplendor hace cuatro años cumplidos...

—¡Tanto tiempo!... —replicó Mara con un acento que encerraba cierto misterio.

—Lució por vez primera la delicadeza de sus formas en aquella polca melancólica y pausada que bailé con vos el día seis de noviembre... ¿Os acordáis?...

—Sí, sí —contestó Mara—, ¡ya recuerdo!... Llovía como llueve en este instante, cuando salimos del baile...; terrible noche estaba...

—Para mí, deliciosa, y os aseguro que es uno de los recuerdos más gratos de mi vida...

—¡Eh!..., callad... —repuso Mara—. ¡Mentís tanto! No hacéis más que declarar eternamente palabras nuevas, que no encierran otra cosa que la falsedad...

—Gracias —dijo Ricardo, algo ofendido al parecer.

—¿Qué es eso? ¿Resentimientos tenemos? —murmuró con un tono en que se notaba cierta envidia una modesta señorita de treinta años.

—¿Resentimientos? ¿Y por qué? —preguntó Mara con frío acento.

—Sí, ¿querréis ahora negarnos...? ¡Bah!... Como si no dijeran nada las visitas que os hace, siguiéndoos de continuo como la sombra al cuerpo —dijo la misma.

—Eso nada prueba —añadió otra—. Recordad cuando os seguía a todas partes vuestro malogrado primo el de las largas narices, y de que jurabais, sin embargo, y perjurabais que todo era con la mayor sencillez y desinterés más grande del mundo.

—¡En verdad que tenéis ocurrencias peregrinas! —exclamó la dama—. Un primo tiene derecho a seguirnos hasta el último rincón de la tierra...; pero un extraño..., ya es otra cosa.

—Tenéis razón, señorita —dijo Ricardo con socarronería—; los primeros saben mejor los lugares que deben recorrer y tienen ya medio camino andado, en tanto que los últimos solemos quedarnos muchas veces más atrás de lo que nuestro corazón desea...

—¡Estos jóvenes del día tienen una audacia que sorprende! —murmuró la anciana con la más santa ingenuidad—. En mi tiempo era peligroso debatir estas cuestiones; pero hoy ya juguetean con ellas en sus labios niños en quien apenas se distinguen las primeras sombras del bozo.

Penetraron en aquel instante en una casa de mediana apariencia, quedando Flavio a la puerta, como el hambriento mendigo que espera las sobras del festín del rico.

Imposible sería explicar lo que pasaba en su alma después de haber oído aquel extraño diálogo. En medio de su inexperiencia, imaginábase haber sorprendido algo del oculto misterio, algo de lo que ligaba a Mara con semejante hombre, y aquel algo, aquel misterio que no podía comprender, torturaba cruelmente su pensamiento.

Así pasó la mayor parte de la noche, oyendo la loca algazara y ruido del baile, y hasta la misma voz de Mara, que reía y hablaba como una niña traviesa.

Veces hubo en que las ventanas se abrieron para que el fresco de la noche entrase a purificar el sofocador ambiente que se respiraba en el reducido aposento, y Flavio pudo ver entonces todo a su sabor. Mara no hablaba sólo con aquel hombre odioso; otros muchos la rodeaban; otros la asediaban con atenciones que laceraban el corazón de Flavio. Y ella contestaba a todos sonriendo, alentándolos; tenía para cada uno una palabra o un acento cariñoso; conversaba familiarmente con el que se hallaba más cerca; dirigía una dulce mirada al que estaba lejos, y escuchaba atenta a los que pasaban a su lado contemplándola con amorosos ojos.

El viajero sufría entonces los tormentos de un condenado.

Le daban intenciones de lanzarse en medio del pequeño salón, arrojar a aquéllos a quienes él llamaba necios del lado de la amada de su alma; cogerla en sus brazos y huir lejos, muy lejos, de aquella turba aborrecible; pero cierto sentimiento vergonzoso le retenía; el recuerdo de la pasada fiesta le retenía, resbalaba por su frente como un sarcasmo y como una amenaza, y aguardó con desesperada calma a que el maldecido baile concluyese.

Por fin, llegó un momento en que el pequeño salón fue quedando desierto, cesó el bullicio y Mara salió acompañada de su madre, a quien daba el brazo un hombre ya anciano.

La joven se adelantó y, como su paso era ligero, bien pronto se halló a bastante distancia de ellos.

Sin vacilar ya, Flavio se acercó entonces, y le ofreció el brazo, que ella aceptó sin mirarle siquiera.

—Mucho habéis tardado, Ricardo —le dijo—. Creí ya que no vendríais.

—¡No soy Ricardo! —murmuró Flavio con acento triste y enojado.

—¡Ah! —exclamó la joven, queriendo dejar su brazo; pero Flavio tenía ya cogida su mano y ella se resignó a seguir su camino.

—¿Me aborrecéis? —añadió Flavio.

—Pero, caballero, ¿por qué me hacéis esa pregunta? ¿Por qué de tan extraño modo os presentáis siempre ante mí?

—¿Lo sé yo por ventura? —dijo Flavio con un acento de verdad que no admitía réplica. Y volvió a guardar silencio.

—Y bien —repuso la joven, turbada a su vez, conmovida, quizás feliz en el interior de su corazón.

Pero tampoco pudo pronunciar una palabra más, y siguieron andando silenciosos, cual si temiesen turbar la dicha que experimentaba su alma.

—Vamos a llegar ya... —dijo Mara con inquietud, viendo que se aproximaban a la casa—, y mi madre va a veros...

—Vamos a llegar ya... —repitió Flavio sin contestar a lo que la joven le decía—. Voy a dejarte otra vez... ¿Cómo haría yo para no separarme ya nunca de ti, mujer?... No vivo ya sino viéndote...

—Pero ¿estáis loco?... —repuso Mara con una voz de amorosa ternura, que, en vano, trataba de hacer severa.

—¿Por qué no cesáis de pronunciar esa palabra odiosa? —Contestó Flavio con una expresión de triste severidad, que hizo grande impresión en la joven—. Pero voy a separarme de vos... ¿No comprendéis que esto es el infierno?... —añadió.

—¿Será cierto que no mentís? —dijo entonces Mara lanzando sobre él una mirada de desconfianza—. Mirad que yo no tengo fe en las pasiones que quieren aparecer violentas, que no las creo, que para mí no son más que farsas ridículas, de las que me han enseñando a burlarme...

—No comprendo lo que acabáis de decirme; pero adivino que me ofende... Dejaos de eso, sin embargo... Habladme de otra cosa... Escuchad: ¿volveréis a bailar?...

—¡Extraña pregunta!...

—No bailéis... Me habéis partido hoy el corazón...

—¿Hoy? —preguntó la joven, sorprendida.

—Os he estado viendo la noche entera..., desde la calle, y oía el eco de vuestra voz. ¡Hablabais tan dulcemente a aquellos hombres!... ¡Oh! Entonces hubiera querido haceros daño... No hagáis eso otra vez... Os exponéis...

—¡Cómo!... —exclamó Mara con altiva sorpresa—. ¿Os atreveríais...?

—Si ese Ricardo hubiese venido ahora con vos, creo que le mato... ¿Qué existe entre tú y él que me ofende?... Me lo dirás, sí, me lo dirás; es necesario que yo no lo ignore...

—Silencio —dijo Mara de improviso—, hemos llegado, mi madre va a veros, y yo no puedo consentirlo... Marchaos hacia la izquierda, y decidme adiós de lejos con la mano... Le diré después que erais un conocido...

—Dejadme seguir un poco más —insistió Flavio, agarrando fuertemente el brazo de la joven.

—No, no —repetía ella en voz baja, y añadió, sintiendo ya cerca de sí los pasos de su madre—: Me comprometéis groseramente, abusáis de mi tolerancia y no queréis que os diga que sois un loco... ¿Cómo me salvaréis ahora?...

—Callad —dijo Flavio con sobresalto—; oigo la voz de ese hombre... ¡Ah!, no le habléis..., no le habléis delante de mí, os lo suplico...

—Muy acompañada vais, Mara, cuando yo os creía sola —gritó entonces Ricardo.

Flavio apretó con ira el brazo de la joven, que le dijo enojada:

—¿Qué queréis que conteste?... ¿No comprendéis ahora vuestra imprudencia? No sé cómo puedo toleraros...

Ricardo apareció entonces ante ellos oculto el rostro entre los pliegues de su capa, y gracias a esto, Flavio no pudo distinguirle; pero el encubierto, que conocía a su salvaje y fuerte enemigo, dio media vuelta y desapareció haciendo un ligero saludo.

Los ojos de Mara le siguieron con cierta extraña expresión que Flavio notó al instante.

—¿Por qué le miráis así?... —le dijo con amargura—. ¡Os dejo! —añadió bruscamente, soltando su brazo—. ¡Me hacéis un daño cruel!

—Ahora, no; decid algo antes a mi madre —exclamó Mara, deteniéndole—. Habladla o me perdéis...; yo os ayudaré...

Flavio se volvió entonces hacia la anciana, que habiéndose despedido del que la acompañaba, se acercaba a su hija con la lentitud a que le obligaba el peso de los años.

—Señora —le dijo—, yo soy el huésped a quien tantos cuidados se han prodigado en vuestra quinta, y que, aunque tarde, viene a ofreceros su amistad y a demostraros su agradecimiento, pidiéndoos antes perdón por el modo brusco con que os ha abandonado y asegurándoos que no dependió aquel acto de mi voluntad.

Mara quedó agradablemente sorprendida al ver la facilidad con que Flavio la había salvado, y la anciana, cuyo carácter era sencillo y benévolo, prorrumpiendo en protestas de amistad y de afecto, no cesó de hablar hasta que Flavio consintió en subir aquella misma noche a su casa.

Imposible es describir la dicha y al mismo tiempo el embarazo del viajero al hallarse de improviso en el interior de aquel santuario, tan querido y tan deseado de su alma.

Sentado en un sofá al lado de la anciana, respondía a sus preguntas con la ingenuidad de un niño medroso, y no atreviéndose apenas a mirar a Mara frente a frente, concluyó por cautivar el corazón de la indulgente señora, que estaba encantada de hallarle tan sabio, según ella pensaba, y tan inocente a un tiempo.

La noche seguía en tanto tormentosa; la luz de los relámpagos penetraba a veces a través de las entreabiertas ventanas, asustando a Mara, y el ruido del trueno iba sintiéndose cada vez más cercano.

—¿Cómo es posible que marchemos a la madrugada con esta tempestad, mamá? —dijo la joven, verdaderamente asustada.

Aquellas palabras, más que un rayo que acabase de caer a sus pies, dejaron petrificado a Flavio.

—A la mañana, ya todo se habrá disipado —respondió la anciana—, y tendremos un precioso día de caminata; además, ya sabes que no tenemos remedio, hija mía; además, es necesario que te acostumbres a ser valiente. Alcemos al cielo nuestros ojos invocando al Señor de las alturas, y las tempestades del universo entero pasarán sobre nuestras cabezas sin tocar a un solo de nuestros cabellos. —¿No es así, caballero? —añadió, dirigiéndose a Flavio—. El valor y la fe en el Hacedor supremo de todo lo que existe son gigantescos atletas, a cuyo brazo nada se resiste de cuanto el mundo encierra.

—Sin duda tenéis razón, señora —respondió Flavio tartamudeando, pues la noticia de la marcha de Mara le había dejado atónito.

—Bien sabía yo que no seríais como los tontuelos del día, que no saben más que negar la existencia de aquel poderoso ser, infinitamente bueno, que lo llena todo con su sombra... Yo os bendigo por ello, mi buen amigo, y contad desde hoy con el aprecio más profundo y sincero de este corazón ya viejo...

Al acabar de decir la anciana estas palabras, estalló de repente un tan espantoso trueno, que hubiera podido creerse se había desplomado el cielo sobre la tierra.

Todos se levantaron despavoridos, y el mismo Flavio lanzó en torno suyo una mirada de temor, creyendo que las paredes iban a desplomarse sobre ellos.

Cinco o seis minutos pasaron, y el eco de tan formidable estampido resonaba aún con ronco fragor en las concavidades del valle.

Mara había corrido a esconderse entre su madre y Flavio, pálida como la muerte, y así, arrodillados, alzaron al cielo una fervorosa plegaria, invocando la misericordia del Eterno.

Cuando se levantaron reinaba entre aquellos tres seres una confianza ilimitada. Flavio era ya como una persona de la casa. Mara, acurrucada entre él y su madre, temblando de miedo, cuando el ruido de la tempestad volvía a sentirse se agarraba al brazo de Flavio, como si fuese al de un hermano; ellos trataban de calmar su terror, y nadie pensaba en que Flavio tuviese que marchar aquella noche.

A él, por su parte, tampoco se le ocurría ese pensamiento; llegó hasta a olvidarse de que Mara emprendería su viaje al rayar la aurora; la ventura que experimentaba su alma era ya una especie de dulce delirio: tan embebido se hallaba en la felicidad presente. Mara, dichosa también como nunca lo había sido hasta entonces, trataba de prolongar aquella escena que los retenía uno cerca del otro, en intimidad tan franca, tan cordial, tan sincera.

Ya alejada la tormenta, la anciana salió de la habitación para disponer la cena y dar las disposiciones convenientes respecto a la proyectada marcha.

Los dos amantes quedaron entonces solos el vino cerca del otro, inmóviles, como si una mano de hielo paralizase de repente sus movimientos, y sin atreverse a mirarse siquiera.

Flavio sentía, sin embargo, una imperiosa necesidad: decir lo que pasaba en su alma, y las palabras próximas a salir de sus labios parecían ahogarle; pero seguía guardando el más profundo silencio.

El ruido de un trueno lejano volvió a sentirse por última vez, precedido de un relámpago, y Mara le miró asustada, cogiéndose a su brazo.

—Santa mía... —murmuró entonces Flavio, atrayendo hacia sí la cabeza de la joven y besándola en la frente con ternura—. Nada temas; yo estoy contigo.

—Ya es la segunda vez que posáis vuestros labios en mi rostro —dijo entonces la joven con rubor, apartándose dulcemente—, y no deben besarse de ese modo las mujeres a quienes se respeta... Tal vez lo ignoréis, pues os creo más inocente que los demás hombres, y por eso os lo advierto sin reñiros.

—¿Cómo?... —murmuró Flavio, tristemente sorprendido—. ¿Os habré hecho un ultraje sin saberlo?... Pero no, Mara; no puede ser. ¿No se besa a los niños cuando los amamos?

—Es que los niños no son mujeres, y el rostro de éstas se marchita con el calor impuro de los labios de los hombres. ¿Hubierais querido que otro me hubiese besado antes que vos porque mi rostro le agradase?

—¿Por qué recordáis eso siquiera, Mara? —repuso Flavio casi irritado—. ¡Otro hombre besar esta frente..., otro...! ¡Oh Mara!... Nunca..., yo no sería ya feliz si lo supiera... ¡Esta frente no la ha tocado nadie, no puede ser más que mía! —y volvió a besarla.

—Cuidado —dijo Mara con severidad—. ¿No recordáis lo que os he advertido? ¡Tened presente que otra vez no os lo perdonaré...

—¡Es verdad! —murmuró Flavio, ruborizándose y bajando los ojos—. ¡Perdonadme aún!... Lo he hecho sin consultar a mi voluntad ni a mi corazón. ¡Ejercéis sobre mí una influencia tan poderosa!... Pero yo os prometo no besaros nunca hasta que queráis permitirlo...

—¡Gracias..., corazón de ángel! —dijo Mara al comprender toda la inocencia y toda la pasión de aquella alma virginal—. Te amé desde que te vi, y prometo amarte toda mi vida...

—¿Ya no serás más que mía? —repuso Flavio, clavando en ella sus ardientes miradas—. Mía para siempre, ¿no es verdad? Jurámelo...

Y, cruzando él mismo las manos de la joven, hizo que las besara, jurando por el Dios del cielo amarle eternamente y no ser de otro jamás.

Con esto, el pobre Flavio quedó seguro de que Mara ya no podría romper la palabra dada, cual si un sacerdote acabara de unirlos para siempre. Él tenía la misma fe en un juramento que aquellos caballeros de la edad media, que marchaban serenos al patíbulo por no decir sí, después de haber dicho no cruzando su espada con otra espada.

A Mara, por su parte, no le se ocurrió hacer jurar a Flavio del mismo modo. La verdad que revelaban sus palabras hacían inútil semejante prueba, que ella, además, no tan falta de experiencia como Flavio, pues había vivido en el bullicio del mundo, conceptuaba vana en boca de los hombres que hasta entonces la habían rodeado.

—¿Y mañana? —dijo, al fin, la joven recordando su marcha.

—¡Mañana! —contestó Flavio, sin comprenderla—. Mañana, tan felices como hoy, tan felices como tenemos que serlo siempre desde ahora...

La joven movió lentamente su cabeza, diciendo:

—¿Lo habéis olvidado ya?

—¿Qué he olvidado?

—Que mañana marchamos...

Flavio dejó caer la cabeza sobre su pecho, palideciendo, y Mara le contempló en silencio. Gozábase en comprender que, aunque no fuese más que un día, había sido amada verdaderamente.

¡Era tan difícil para aquella mujer-niña el creer en el amor! Ella había sofocado siempre esa pasión en su pecho. Temiendo ser burlada, había coqueteado, mentido esperanzas; había consentido que la llamasen «la sin corazón».

Sensible y orgullosa como ninguna, prefería engañar a ser engañada, y soportaba mejor el nombre de coqueta que el de desgraciada y aborrecida.

Al sondear sus profundos sentimientos, los hombres hallaban siempre, a través de aquella sonrisa que prometía un mundo de placeres, una muralla de nieve, la mujer impasible, la mujer de mármol, tras de la que parecía haber de doblegarse, como el tronco de una flor débil la primera abrasadora mirada que se atreviese a posarse henchida de deseos sobre sus claros y brillantes ojos.

Pero ella sufría, en tanto, en silencio y se impacientaba al ver que pasaban un día tras otro día sin que nada nuevo trajesen a su corazón. Entre tantos como pasaban a su lado, murmurando a su oído palabras dulces y promesas eternas, no había ninguno que la amase con el amor que ella apetecía, con ese amor que no vive más que de sí mismo, que todo lo absorbe y que el tiempo mismo no es capaz de destruir.

Algunas veces llegó a imaginarse que tal vez este deseo no era más que un sueño irrealizable, y se dijo entonces: «Pues bien: si esto es mentira, si mi querida ilusión no ha de realizarse al fin, yo no amaré jamás, no gastaré en vano los primeros, los delicados perfumes de mi alma, que se extinguirán dentro de mí. Ellos me verán acercar a sus labios la copa y retirarla luego; les haré sufrir el suplicio de Tántalo; esa venganza será el único placer de mi vida, y espero en Dios que moriré sin que haya marchitado mi frente su inmunda impureza, cuya mancha no desaparece jamás cuando una vez ha llegado a tocarnos».

Pero Flavio, apareciendo de improviso en su camino, volvió a su corazón alguna esperanza; ella le amó desde el instante en que le contempló virgen en medio de los hombres; y al verse amada por aquel que en silencio había elegido su alma, su felicidad no tuvo límites. Menos ingenua que el inexperto viajero, ella ocultaba cuidadosamente su locura; pero no por esto empezaba a ser su pasión menos intensa que la violenta y tempestuosa de su salvaje amante.

Tal vez se echaba en cara a sí misma su credulidad y su flaqueza. Tal vez su conciencia le remordía fuertemente cuando se imaginaba ser amada con tan cándida sencillez; pero el placer era más grande que el remordimiento, la pasión encadenaba ya demasiado su alma, y Mara desechó con valor lejos de sí tan importunas meditaciones.

—No te inquietes —le dijo a Flavio, al ver su abatimiento—. La ciudad está cerca; tú eres, al parecer, libre y dueño absoluto de tu voluntad... Si no hay nada que pueda retenerte aquí, síguenos...

—¡Ah! Sí, sí...; tan necio me he vuelto que ni siquiera se me había ocurrido ese pensamiento... Gracias, Mara..., ángel..., mil veces ángel... Te seguiré, partiré hoy mismo... Me das las señas de tu casa, llego a la posada, mando que enganchen el carruaje, y me tienes a tu lado dentro de algunas horas...

—¡A mi lado!... No, tonto; es necesario que tengas prudencia —repuso la joven—. La ciudad no es lo mismo que este ignorado y silencioso rincón de la tierra, en donde las mayores confianzas no aparecen a los ojos de todos más que como familiaridades sin trascendencia... Pero en las ciudades, la mordacidad es más cruel; juzgan hipocresía la misma virtud, y es necesario estar siempre alerta para burlar en lo posible a los maledicientes.

—¿Por qué vivir entonces en la ciudad? —preguntó Flavio, arrugando el gesto.

Mara se sonrió dulcemente y no respondió a su pregunta.

—Es necesario, pues —añadió—, que os sujetéis a las reglas que prescribe la buena sociedad; me visitaréis a la mañana y a la noche, a la hora en que se acostumbra a recibir, y nada más; otra cosa sería dar aliento a la murmuración.

—Como queráis —repuso Flavio—. Que yo os ame y os hable, y no importa que sea a la tarde o a la mañana; pero escuchad: las tres acaban de dar, y pocos instantes nos restan de estar juntos; algunas horas más y la aurora aparecerá ya en el horizonte.

Las dos ancianas entraron en la habitación al acabar de decir estas palabras, e instaron a Flavio para que tomase algún alimento. Todas le acompañaron, y la vieja sirvienta, loca de gozo al volver a ver a su querido enfermo, hizo aún más íntima la amistad de Flavio con aquella franca y sencilla familia.

Cuando se levantaron de la mesa, las cuatro de la mañana habían dado ya en el reloj de la casa, todos se retiraron para descansar algún tiempo hasta que llegase el día.

Flavio fue conducido al mismo aposento que había habitado cuando tan lejano creía el instante de volver a ver a la mujer amada, y siéndole imposible abandonarse al sueño, pasó el resto de la noche viendo desaparecer las últimas estrellas y oyendo cantar los pájaros que, sacudiendo sus húmedas alas, saludaban la luz de la aurora.

El día, como la anciana lo había anunciado, amaneció despejado y sereno, y apenas la luz del alba iluminaba el horizonte cuando llamaron a la puerta de su cuarto.

La vieja criada venía a avisarle para que bajase a despedir a sus señoras.

Ya todo se hallaba dispuesto. Mara, graciosamente vestida en traje de viaje, esperaba en la sala; su madre daba las últimas órdenes y los caballos hacían oír sus relinchos en el pequeño patio. Una nube de disgusto oscureció entonces el corazón de Flavio, viendo que Mara se alejaba, aunque esto no fuese más que por algunas horas, y abandonaba aquella casa en donde tan feliz había sido.

Por fin bajaron. Flavio ayudó a subir a la anciana a su negra mula, apretó la mano de Mara con lágrimas en los ojos, y los caballos partieron lentamente, permitiéndole seguirlas hasta una gran distancia.

De pronto se oyeron las pisadas de otro caballo que se acercaba al galope. Las viajeras, despidiéndose entonces de Flavio, apuraron el paso de las cabalgaduras y aquél pudo ver cómo momentos después el hombre de la larga capa, saliéndolas al encuentro montado en un vigoroso caballo, se puso al lado de Mara y siguió con ellas tranquilamente su camino, no sin dirigir antes a Flavio una burlona y mofadora mirada.

—¡El infame que me ha engañado!... —exclamó Flavio, llevando la mano a la frente— Y Mara le sonríe, le habla... ¡Cuán horrible, Dios mío!... Pues bien, mujer: ¡maldita seas mil veces si tus juramentos fueron un falso engaño!

Y marchó al azar por el primer sendero que halló a su paso.

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