XVI

Apenas media hora habrían caminado a través de las graciosas hondonadas extendidas al pie de las montañas que iban dejando en pos de sí, cuando Flavio hizo parar repentinamente el carruaje delante de una hermosa casa que, a pesar de sus apariencias aristocráticas, tenía sobre la puerta pintada de verde un rótulo que decía en grandes letras: «Posada». Solitaria y orgullosa ostentábase aquella casa a orillas del camino, con sus balconcillos adornados de tiestos de flores que se enlazaban a los calados festones de sus verjas, con sus bosquecillos de abetos y sauces que sobresalían sobre los delgados muros que la cercaban, con su gran puerta precedida de una reja de madera, y de asientos de granito colocados en círculo y rodeados de acacias y de rosales de invierno que sembraban por la tierra sus delicadas hojas.

El ruido de una fuente se dejaba escuchar en medio del silencio de la noche; destacábanse las torrecillas de una iglesia cercana en el límpido azul del cielo, y veíase al fondo de la campiña y cortando el valle una graciosa montaña, sobre cuya cima los pinos formaban una línea prolongada que iba a perderse suavemente con el terreno en otra montana plana y resbaladiza que se oponía a su paso. Entre aquellas dos moles inmensas que se encontraban y parecían tocarse, la ría seguía su camino hacia el mar, entre fecundos sembrados de maizales y viñedos que parecían ver resbalar alegremente las blancas velas por entre sus hojas, a quien hacían sombra al pasar.

Flavio no hizo más que lanzar una indiferente mirada en torno suyo, esperando impaciente se abriese la gran puerta en que acababan de resonar dos fuertes aldabonazos dados por la robusta mano de un cochero.

Quería pasar aquella noche al menos cerca de la casa de Mara. Quizás podrían llegar allí todavía las brisas que hubiesen resbalado sobre su frente; quizás a la mañana, cuando la luz del alba empezase a iluminar la tierra, podría distinguirse aún en lontananza el techo querido que cobijaba a la amada de su alma; quizás vería la ventana de su aposento y podría decirle adiós por última vez.

A medida que se iba alejando de aquella mujer, a quien sin saberlo amaba ya con toda su alma, todo se revestía a sus ojos de un colorido tristemente vago, de una apariencia helada, monótona y sin vida.

Nada era hermoso ya para el viajero sino los bosques y las praderas que ella podía abarcar con su mirada desde sus ventanas; ya nada encerraba el encanto de aquella mar plomiza que había contemplado tantos días indiferente, y de aquellas nieblas que, levantándose del caudaloso río, a la hora del crepúsculo, envolvían la quinta con sus densos y húmedos vapores. Incesantemente volvía la cabeza para mirar al camino que dejaba en pos de sí; el viento que hería entonces su rostro le parecía más puro, más benéfico; él respiraba con fuerza, fijaba sus miradas allá en el fondo del camino, y una lágrima se desprendía de sus ojos.

El pobre Flavio sufría amargamente.

Cuando distinguió, a los rayos de la luna, las grandes letras doradas que brillaban sobre la puerta de la hermosa casa, su corazón se ensanchó en medio de su tormento y alzó al cielo sus ojos para darle gracias porque se había compadecido de su dolor.

Podía detenerse allí, podía pasar una noche más cerca de la casa de Mara..., una noche..., ¿Quién sabe? ¡Podían suceder tantas cosas en una noche!

La puerta se abrió al fin, apareciendo en su umbral una joven aldeana de una belleza cándida, delicada, pura, como la de las vírgenes de Rafael.

Después de atravesar varias habitaciones elegantemente amuebladas, Flavio penetró en un gabinete cómodo y en el que brillaba aún más el lujo y el buen gusto que en lo restante de la casa. Otro que no fuera Flavio se hubiese extrañado de hallar en una posada aquel lujo fastuoso, aquellos salones que hubieran servido para recibir a un príncipe, aquellas alfombras mullidas como el apretado césped de los prados y en las cuales quedaba sofocado el ruido de las pisadas del viajero.

Flavio se hallaba agradablemente sorprendido en aquel gabinete de princesa, entre aquellas colgaduras de raso blanco y rosa, aspirando los aromas que desprendían algunos pomos de esencias colocadas simétricamente sobre una mesa de tocador de mármol blanco.

Flavio no se admiraba de hallar todo aquello en la posada de un camino porque su planta no se había manchado aún en el revuelto polvo que cada caminante deja al pasar en esos sumideros de toda clase de inmundicias. Lo que le sorprendía era aquel lujo que nunca había visto ni soñado y que tanto contrastaba con el lujo severo de su palacio, lujo sobre quien el tiempo había posado su inexorable mano, y prestado un color vago, indefinible, parecido, si así podemos decirlo, a la tristeza de la vejez cansada y expirante.

Aquellas cortinas de terciopelo carmesí con fleco dorado que pendían de las ventanas, oscureciendo su luz; aquellos sillones de alto respaldo y estrecho asiento, que tan poca comodidad ofrecían, y las pesadas mesas y recargados adornos de que el menor objeto estaba lleno, habían acostumbrado sus ojos a una monotonía que jamás la menor innovación había turbado.

Siéndole, pues, tan desconocido el lujo del siglo como la mayor parte de sus costumbres, Flavio no se cansaba de contemplar aquellas bellezas que tanto halagaban su mirada. Él, como el Adán de Espronceda, quiso palparlo todo, quiso tocar los objetos que más impresionaban su virgen imaginación, y en un instante los divanes azul turquí que rodeaban la estancia; las estatuas de bronce, colocadas a cada lado de la elegante chimenea; los jarrones de porcelana, llenos de flores silvestres, pero olorosas y frescas aún; la misma alfombra, que ostentaba encendidas camelias, con sus verdes hojas sobre un hermoso blanco china, todo fue observado por Flavio con una curiosidad infantil; todo lo apartó de su lugar, volviendo a colocarlo a su manera, y no en verdad con la debida regularidad y simetría; a todo dio mil y mil vueltas en la mano, atrevida y temblorosa a un tiempo, como la del niño que ha cogido la sabrosa fruta reservada para su padre, y que su madre le ha advertido sería un crimen tocar siquiera.

Después, cierto sentimiento de reserva que le asaltó de improviso le hizo detenerse cual si temiese haber cometido un acto vergonzoso. Tendióse entonces muellemente en una otomana que se hallaba al lado de la chimenea, y se contentó con contemplar en delicioso abandono los hermosos objetos, que no se cansaba de admirar.

Voluble y ligero en cierto modo, como todos los poetas, e impresionable hasta la exageración, Flavio, sobrecogido por tanto objeto deslumbrador, había olvidado sus dolores; el recuerdo de la mujer amada se había casi desvanecido entre aquellos ondulantes cortinajes de azul y plata, las bellezas del lujo se interpusieron un instante entre las de la mujer, y el viajero vivió en otro mundo, que no era el del amor ni el de la amistad; que no era tampoco el mundo de sus sueños, pero que era quizás tan halagador como todo esto, tan voluptuoso, tan dulce, tan necesario para la vida y para la felicidad.

Acababa de conocer una necesidad más para la existencia, pero no una completa dicha, y Flavio, después de entregarse con todo abandono al nuevo placer que había venido a saludarle en su camino, conoció que faltaba algo allí, entre tantos perfumes, entre tanta hermosura...

¿Qué era este algo? ¡Mara!... ¡Pero ya no era triste aquella imagen en su pensamiento; ya no aparecía melancólica y llorosa, como una sombra amada que se desvanece para siempre!...

Mil ideas, a cuál más loca, a cuál más bella, empezaron a surgir de su imaginación, exaltada y vagabunda como las mariposas. Su pensamiento recorrió extrañas regiones, conocidas sólo de aquel espíritu adolescente pero audaz, y un paraíso formado en su propia alma rodeó bien pronto su ser con sus delicias vagas y puras como el primer perfume de una flor que abre su cáliz al primer rayo de la aurora.

Él se mecía dulcemente en ilusiones brillantes, a las que su exaltada imaginación prestaba una vida real. El porvenir lo veía presente; lo presente, como un delicioso sueño; lo pasado, como un eco prolongado de dulce armonía que susurrase aún en sus oídos después de haberse extinguido.

El mundo volvía a aparecérsele más inmenso y más bello; la libertad, más brillante; el hombre, un ser más magnífico y más digno.

El espíritu de venganza que se enseñorea del corazón como una sierpe venenosa; el odio que roe el alma; la envidia, pecado inmundo que se anida en el seno de los seres más débiles, devorándose a sí propio, ya no existían para Flavio. Tan sólo los dulces éxtasis, la halagadora dulzura de una mirada querida resbalándose sobre su mirada, aire, luz y perfumes: he ahí las convincentes visiones que pasaban y volvían a pasar por su pensamiento... Y todo esto había surgido de su pensamiento al dulce amor de la lumbre que ardía en la elegante chimenea, a la vista grata, al suave perfume de aquel gabinete aristocrático. ¡Tan susceptible era aquel corazón, tan liviano..., tan poeta!...

¡Y cuánta belleza, cuánta armonía, sin embargo, en todas aquellas imágenes!... ¡Cuánta ventura desconocida de los hombres!... ¡Bendita esa edad en que tan dulces ilusiones surgen a torrentes del pensamiento al eco de un solo sonido, a un rayo de sol que ilumina oblicuamente el turbio cristal de alguna de nuestras ventanas!...

La imagen de Mara, engrandeciéndose al fin en medio de todas aquellas imágenes, fue ya la única que vio pasar ante él. Airosa, risueña, la veía resbalando su pie breve a través de la alfombra y ocultarse entre las flotantes cortinas. Mirarle su semblante medio oculto entre las hojas de una blanca flor silvestre, cada objeto se encarnaba en ella, ella era todo: la belleza, el amor, la vida.

Aquellos sueños llegaron a oprimirle como una pesadilla en un letargo febril; sintió arder su frente bajo un peso desconocido; sus lánguidos párpados se cerraban sobre la húmeda pupila. Mara, más que una ilusión, era ya un deseo inquieto, incomprensible, que le fatigaba.

Abrió, pues, las ventanas para respirar un aire más puro y menos ardoroso que el de aquel aposento que había poblado de fantasmas, y el viento de la noche, frío y sutil, vino a azotar su rostro apagando las bujías que ardían en su candelabro de bronce.

La luna seguía iluminando la noche, y su luz caía como un reflejo blanquecino sobre una fuente que, rodeada de sauces, se presentó a los ojos de Flavio. Brillaban al pie de los árboles, como pedazos de nieve sostenidos al pasar sobre las hojas, rosas blancas y azucenas que prestaban a aquel cuadro una incompresible belleza, y poblado de espesos naranjos todo el terreno que se alcanzaba a distinguir, se creería estar viendo la fresca gruta de una diosa que, siempre verde y floreciente, no dejase penetrar nunca en su recinto los rigores del crudo invierno.

El primer pensamiento que asaltó a Flavio fue recorrer el delicioso retiro, acercarse al tazón de granito de la fuente y refrescar con el agua fresca su frente ardorosa. Pero ¿cómo? Ninguna puerta conducía desde su habitación al lugar deseado.

¿Cómo podría, pues, llegar hasta allí?

Lanzando en torno suyo una mirada escudriñadora, pudo observar entonces que la ventana distaba apenas algunos pies del suelo, y él se halló bien pronto debajo de los sauces, refrescando sus sienes en el tazón de granito de la hermosa fuente.

Sólo se escuchaba, en medio del silencio de la noche, el ruido del agua al caer murmurando mansamente, y Flavio llegó a imaginarse si cuanto veía no sería más que la continuación de un interminable sueño.

Recorrió con presteza los pequeños jardines que se extendían más allá de los naranjos; dio varias vueltas contemplando con extrañeza un grande estanque, a cuya orilla crecían con profusión pequeños tilos y flores silvestres, y caminando después al azar subió una espaciosa escalinata que conducía a un alto mirador cubierto de enredadera.

Flavio, encantado de todas aquellas inocentes maravillas con que la casualidad le brindaba, permaneció algún tiempo contemplando la luna, los pinos del monte vecino que destacaban en el horizonte sus ramas inmóviles y puestas en fila, como esperando ser cortadas de un solo golpe; la alta torre de la iglesia, que parecía un gigante que velase al pie de su vivienda, y por último, el camino a orillas del cual se hallaba, y que marcaba su senda, algo tortuosa, por una línea blanca que iba a perderse... allá muy lejos..., en un grupo sombrío que no podía distinguirse a la luz de la luna si era bosque, población o montaña. Pero él bastó para despertar en Flavio una loca idea, un proyecto atrevido, insensato quizá.

¿Sería aquél el lugar en donde se asentaba la casa de la amada de su alma? ¡Tal vez la adorada vivienda se ocultaba allí entre las sombras; tal vez Mara, velando como él, asomada en aquel instante a la ventana de su aposento, respiraba también con anhelo las frescas brisas de la noche!

¡Ah!... ¿quién sabe? ¿No sería una dicha inmensa, una inesperada felicidad, volverla a ver, contemplar, aunque no fuese más que una sombra..., a través de los turbios cristales?

Y bien: quizá para que esta felicidad no fuese un sueño no se necesitase más que dar un paso..., saltar desde el mirador al camino, andar y andar sin parar un instante y llegar a la quinta... ¡Estaba tan cerca!...

Con la desnuda cabeza expuesta al rocío penetrante de la noche, deshecho el lazo de la corbata y medio desnudo el pecho por la entreabierta camisa, después de deslizarse como una culebra por lo largo de la pared hasta el camino, Flavio empezó a caminar con prodigiosa velocidad. Decirse pudiera entonces con verdad que el amor había prestado alas a sus pies, viéndole apenas posar en el suelo su ligera planta.

El camino estaba desierto; la claridad de la luna parecía más transparente en medio del profundo silencio de la noche; la naturaleza, despierta y dormida a un tiempo, poseía entonces un encanto misterioso, por medio del cual se diría quería atraer hacia sí a los mortales. Aquella amorosa soledad que tenía su lenguaje, aquella tibia claridad transparente y azulada, convidaban a una embriaguez extraña, a un anonadamiento voluptuoso pero puro; desearía uno vagar en aquel océano sin tormentas, en aquella deliciosa vaguedad parecida al caos, que encerraba en sí misma sombra, luz, tinieblas, vapores..., silencio lánguido, sopor..., adormecimiento, vida sonriente y dulcísimo cansancio... Hubiera uno ambicionado desvanecerse como humo vano y formar parte de aquella hermosa noche, que, como todas las cosas de la tierra, iba a terminar presto, iba a pasar para no volver más, concluyendo con el primer rayo de la aurora que apareciese en el lejano horizonte.

Sin embargo, Flavio no se detuvo en contemplar las bellezas de aquella noche de invierno; no sintió el frío, ni el rocío que se helaba sobre sus negros cabellos; caminaba, y caminaba siempre mirando hacia aquel lugar sombrío, hacia aquel punto que cada vez iba apareciendo más distintamente a sus ojos, y soñaba, caminando, ver a Mara asomada a su ventana y decirle, apareciendo de improviso ante ella:

«Yo soy, mujer, el que te vengo buscando, el que ha huido de ti y vuelve otra vez a tu lado, porque tú eres su felicidad, su vida».

Llegó por fin... Era la casa de Mara... Era la quinta... El corazón de Flavio latía como si quisiera romperse.

Subiendo a la pequeña cerca que le separaba del bosque, se halló bien pronto tras de aquellas añosas encinas; pero todo se hallaba sumido en reposo y oscuridad profunda. Las ventanas, cerradas herméticamente, no dejaban escapar el menor rayo de luz; no se sentía el más leve ruido...; quizá todos dormían..., todos.

¿Qué hacer?

Repetidas veces pasó su mano por la sudorosa frente, acongojado y pensando en vano el partido que debería tomar... Haber llegado hasta allí y no verla era, en verdad, demasiado cruel y no podía resignarse a tanto...; pero era cierto, sin embargo, que tenía que conformarse y sufrir.

Sin valor para alejarse de nuevo de aquella adorable vivienda, Flavio iba resbalándose lentamente alrededor de la casa, indeciso y lleno de desaliento; pero atendiendo aún y esperando que en medio de tanto reposo algún ruido viniese a indicarle que unos ojos claros, hermosos, como él estaban despiertos, como él velaban... Como él... ¿Y por qué? ¿No era aquello una locura? A Flavio no se le había ocurrido el preguntárselo a sí mismo.

De pronto, el ruido de una tos leve vino a herir su oído conmoviendo todo su ser... Volvió a escuchar, y a la tos parecieron seguirse algunas pisadas silenciosas; después, el mismo rayo de luz pasó iluminando su semblante y en poco estuvo que Flavio no lanzase entonces un grito de placer... Pero se contuvo.

Él no la veía; pero era Mara, sin duda, la que estaba despierta, la que velaba; su corazón no le había engañado.

Aguardó algún tiempo esperando ver aparecer en la ventana la hermosa visión; pero en vano. La luz iluminaba la pequeña habitación, cuyas ventanas dejaban ver su interior a través de los cristales; una hermosa cabeza, diseñándose en la blanca pared, se veía aparecer inmóvil, en la actitud del que lee o medita; pero nada indicaba que aquella sombra despertase de su letargo para venir a contemplar los astros de la noche.

Flavio no pudo contener por más tiempo su terrible ansiedad.

Crecía bajo la ventana una alta parra que cuando el viento movía las hojas penetraba casi en el virginal aposento. A un lado de la parra se alzaba un poste de piedra, y Flavio, gracias a su agilidad medio salvaje, trepó por ella con la ligereza de un gato montés.

Sintió crujir bajo sus pies los podridos troncos; algunas ramas, secas ya, estallaron y se rompieron bajo su peso; pero nada le detuvo. Impasible, sereno, lleno del loco valor que un amor profundo y verdadero infunde en el alma, él se sostuvo inmóvil, pegando al fin su rostro a los cristales llenos de rocío.

Mara, apoyada sobre una mesa, su cabeza sostenida en una mano, un brazo caído con negligencia sobre el respaldo de la silla y los ojos fijos en varios papeles extendidos en confusión sobre el tapete, se presentó entonces a su vista más hermosa que nunca, más dulcemente lánguida y suave...

Parecía meditar, sonriendo con lágrimas, y se diría que, burlándose de alguna idea o de algún sentimiento de su corazón, tenía lástima de sí misma, o...

Flavio tembló primero al contemplarla, después sintió frío y calor a un tiempo, y por último, viéndola siempre inmóvil, siempre sumida en la misma meditación, empezó a preguntarse con desconocida inquietud:

«¿Qué hace?... ¿Qué piensa?... ¿Por qué no se levanta ya y no se asoma para contemplar los astros?... ¡Ah! Mujer, mujer, despierta; tu inmovilidad me hace daño...»

Pero como él sólo podía oír aquel llamamiento de su alma, estuvo por gritar, por llamarla en voz alta..., por romper los cristales para que, descorriendo de una vez el misterio, supiese al fin que él, devorado de ansiedad, estaba allí contemplándola en aquella inmovilidad, en aquel éxtasis que sin saber por qué hería su corazón.

Pero ella no quiso esperar a tanto.

Levantándose de improviso, paseóse por la habitación a grandes pasos, brillando en su rostro una expresión radiante y animada, que revelaba toda la sublimidad de aquella alma de mujer en sus momentos de recogimiento.

Jamás a Flavio le había parecido más hermosa.

Después, cogiendo un papel en el que escribió primero repetidas veces, lo leyó en voz baja, haciéndolo luego pedazos.

—¡Si alguien pudiese ver esto!... —exclamó ruborizándose—. ¡Dios mío!... —añadió—. Una mujer que se atreve a trasladar al papel sus sentimientos más ocultos, aquellos sentimientos que nadie debe penetrar..., aquéllos de que ella misma debiera tal vez ruborizarse... ¡Locura! —murmuró, moviendo lentamente su cabeza—. ¿Qué es la inspiración? ¿Es el cielo y el infierno a la vez? Yo no lo comprendo, pero sé que en medio de sus dulzuras encierra un no sé qué de amargo que hace dolorosa la vida; sé que sólo siento en mí esta necesidad de trasladar a un papel delator mis más íntimos sentimientos, los misterios más profundos de mi alma, cuando mis nervios se hallaban agitados, cuando la bilis, esa materia asquerosa de nuestra mezquina naturaleza, derrama en mi sangre su veneno. ¿Quién sois, pues, vosotras, musas..., tan queridas, tan alabadas?... ¡Ah!, yo os desprecio... Tal vez no procedáis de otro origen que aquel de que están conformadas la envidia, la gula, la soberbia... Yo no sé aún si sois pecado o virtud... Sólo puedo decir que siento a veces resbalar vuestro aliento sobre mi alma, y que cedo a vuestra poderosa influencia, como el beodo a la fuerza del licor que trastorna su cerebro y le hace caer rendido y en pesado sueño, a orillas quizás de un abismo sin fondo, o de un cenagal inmundo y corrompido, pero que nadie pueda adivinar lo que pasa en mi alma. Si mi mano imprudente graba en el papel un nombre querido, que mi mano le rompa luego... Si mi pluma traza desiguales renglones..., que nadie sepa que aquellos renglones son versos... Los que creen que el universo ha creado tan sólo para ellos sus bellezas, dicen que suenan mal en boca de una mujer los consonantes armoniosos; que la pluma en su mano no sienta mejor que una rueca en los brazos de un atleta..., y tal vez no les falte razón... Aunque difícil de convencer, soy débil para las grandes luchas, y sólo hubiera levantado mi voz cuando hubiese alguno que dijera que para ser poeta se necesitaba, además del talento, mucha bilis, mucha sensibilidad nerviosa, propensión a la melancolía y un deseo innato hacia lo que no puede poseerse... Entonces..., ¿quién más que las mujeres tendrían condiciones de verdaderos poetas? ¡Los hombres no pueden decir siquiera que tienen histérico, y es ésa una musa tan fecunda!... Pero callemos en tanto —añadió, con un gesto de indiferencia—; no soy demasiado entusiasta por defender mi causa; y con gusto me presentaré siempre ante ellos con la aguja en la mano, la cabeza inclinada sobre mi labor y fijo, al parecer, mi pensamiento en escuchar sus frases huecas y vacías... No hay ningún tirano que no guste de ser adulado, y sólo por medio de la adulación llega hacérsele arrastrar hasta los pies de su esclavo. Venzamos, pues, al más fuerte como él pretende ser vencido. Yo no envidio la supremacía del hombre, y estoy satisfecha de haber nacido mujer. Los más altos estarán los más bajos... Los primeros serán los últimos..., y lo son ya —murmuró sonriendo—. Pero ¡cuán tarde...! —exclamó dirigiendo al reloj sus miradas—. El tiempo se me ha pasado haciendo versos a su grato recuerdo, ¡grato y doloroso a un tiempo! Los versos han desaparecido ya, pero su imagen está aún en mi corazón... ¡Y ojalá lo estés por siempre, oh dulce recuerdo mío!... Te amo tanto como a mi propia vida.

Aproximóse entonces a la ventana, sin duda para correr las blancas cortinas... Flavio, tembloroso, lleno de temor, se dejó resbalar hasta el suelo, temiendo ser visto. La luz de la habitación de Mara desapareció, y momentos después Flavio recorría de nuevo el camino solitario en dirección hacia su nueva vivienda.

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