XVII

El nuevo día apareció brillante, sereno y frío, como un bello día de invierno.

El sol penetraba ya én el gabinete de Flavio, dejando ver con más claridad todo el moblaje, el gusto delicado y aristocrático de sus adornos; un hermoso fuego en la gran chimenea, templando el frío de la mañana; suaves perfumes embalsamaban el ambiente, y podría decirse que una mano oculta, aprovechándose del sueño de Flavio, había derramado en su estancia toda la gracia y la voluptuosidad capaces de despertar las adormecidas pasiones.

Pero ya todo aquello era indiferente para Flavio, en quien no dominaba más que un solo pensamiento, una sola idea, un solo recuerdo: Mara.

Para él no había ya ni pasado ni porvenir; no había más que el presente, coronado de una dicha desconocida, de una tristeza vaga, como la nube que empieza a formarse; no había más que una imagen que lo llenaba todo, que lo era todo: alegría, tristeza, felicidad.

La veía en su memoria como un reflejo luminoso, inextinguible; la veía aún entregada a aquella meditación que tanto había lastimado su alma; oía aquellas palabras que en vano trataba de comprender, pero cuyo recuerdo pasaba por su memoria como un presentimiento sombrío, cual negra nube que, apareciendo de improviso en un día sereno, manchase el azul puro y transparente del cielo.

¡Oh, sí! Adivinando que aquellas palabras encerraban un misterio profundo, él empezaba a rebelarse instintivamente contra los misterios que pudiese guardar el alma de su amada; él no cesaba de preguntarse, mortificado en el fondo de su corazón y lleno de una inquietud indecible:

«¿Por qué al hablar se ruborizaban sus mejillas?¿De quién era aquel nombre que no podían pronunciar sus labios, cuyo recuerdo quería conservar por siempre en su memoria? ¿Qué decían aquellos renglones escritos con la velocidad del temor, rotos un instante después con la satisfacción del que ve desaparecer hecha cenizas la prueba que puede delatar su crimen?»

Y creía ver ya cómo las sombras de la noche cubrían la tierra para volver a la quinta, escalar otra vez el emparrado y observar a Mara atentamente en medio del silencio de la noche.

Él no se alejaría ya sin sorprender sus secretos; lanzándose en medio de su aposento, arrebataría el papel misterioso de sus manos, y sus ojos podrían posarse en aquellos confusos renglones que todo se lo revelarían al fin...

Ni un instante pasó por su memoria la idea de que cometía un acto indigno yendo a espiar vilmente el sagrado aposento de una mujer en medio de la noche; no pensó que, como el ladrón que espera el instante de sorprender a la víctima, escalaba su ventana y aguardaba allí oculto, sin remordimiento, el instante en que pudiese arrebatar el papel de sus manos, aquel papel cuyos renglones ella hubiera preferido borrar quizá con su propia sangre antes de que un ojo profano detuviese en ellos su imprudente mirada.

Dominado por una fuerza poderosa e incontrastable, él no se había detenido a examinar su conciencia; no había preguntado a su alma, que, virgen aún, empezaba a experimentar la fuerza de las locas pasiones, desconociendo el mal, si el amor podía arrastrar hasta el crimen; dado el primer paso que le conducía hacia el objeto amado, Flavio no era ya dueño de refrenar su voluntad imperiosa, la velocidad de su carrera le impedía detenerse; si Mara fuese un abismo, él hubiera corrido del mismo modo hacia ella, ciego, con los brazos abiertos, empujado por la fuerza del destino. Sus pasiones no eran como las de los demás hombres; eran un volcán inextinguible, que cuando no hubiese tenido qué devorar había de devorarse a sí mismo.

Después de haber tornado apenas una taza de aromático té, se vistió con presteza y salió al campo para respirar el aire puro de la mañana.

Iluminaba el sol la deliciosa campiña bañada por cristalinos arroyuelos, y pacía el ganado tranquilamente la fresca hierba de los prados.

Las aldeíllas, diseminadas en grupos a lo largo de la montaña, embellecían más y más el paisaje; el cielo tenía una transparencia melancólica, y el río, lamiendo las raíces de los añosos álamos con sus aguas murmuradoras, hacía cadencia con su rumor confuso al canto de los campesinos y al trinar de los pájaros, inocentes y vagabundos como la inspiración de los poetas.

Las mujeres entonaban también sus cantos melancólicos hilando a la puerta de sus humildes casas o al pie de la higuera desnuda de sus hojas; otras extendían sobre las secas zarzas de los vallados la ropa blanca que acababan de lavar en el pilón de la fuente, y cuidaban algunas de los domésticos animales que, corriendo en torno suyo, parecían pedirles el alimento cotidiano.

Los ladridos lejanos de los perros, el ruido acompasado de los telares y el chirrido de carros que subían pausadamente por los terrenos pendientes y resbaladizos, formaban una extraña armonía, un ruido apacible que sólo puede sentirse en aquella parte del valle, ruido que no se asemeja a ningún otro ruido y que se graba en la memoria, como la canción que ha hecho resonar en nuestro oído el primer objeto de nuestro amor, como el recuerdo de una voz querida que ha vibrado en nuestro corazón en épocas remotas de pasada y dulce felicidad.

El viento hacía balancear los delgados pinos de los bosques extendiendo por la atmósfera su áspero aroma; las últimas hojas de los árboles, diseminadas por el valle, venían rodando a caer sobre las aguas del río, y arrastradas después por su corriente tranquila, iban a sepultarse muy lejos del tronco que les había prestado su savia.

Los patos, deslizándose también entre las aguas y alzando sus largos cuellos y sus cabezas blancas como la nieve, dejaban ver cómo las olas formaban en su seno de plumas pequeñas cascadas de diamante cuando nadaban contra la rápida corriente.

Flavio, sentado al pie de algún matorral o en las piedras cubiertas de musgo que hallaba a su paso, se paraba para contemplar aquellas pequeñas bellezas que le encantaban. Cogía flores silvestres, analizaba sus colores, contaba sus pétalos, y después las arrojaba al río para ver a través de la transparencia de las aguas cómo iban descendiendo hasta el fondo de su blanca arena.

El cielo, retratado en su superficie clara y lisa, se enturbiaba algunos segundos, se estremecía; después, todo volvía a quedar tranquilo, y Flavio veía entonces su rostro en aquel espejo cristalino, y sonreía melancólicamente.

Sin duda le halagaba el contemplar su hermosa cabeza, que se destacaba en el azul del firmamento, en aquella magnífica techumbre, clara como transparente gasa. Miraba otras veces hacia el cielo, no queriendo ver más que el inmenso espacio por el cual algunas blancas nubes vagaban errantes y dispersas como vapores flotantes y luminosos.

La imagen de Mara se le aparecía allí más alegre y brillante, más alejada de las cosas de la tierra; allí veía su rostro, unas veces púdicamente velado, otras radiante y coronado por reluciente aureola.

Remontado en alas de su pensamiento, recorría en un instante el espacio que le separaba de las nubes, y siguiendo allí a Mara tan de cerca, con su airoso ropaje recorrían juntos la celeste esfera, incansables, eternos...

Cuando algún mundanal ruido venía a interrumpir tanto encantado sueño, él cerraba sus ojos, y la hermosa imagen, descendiendo hasta la tierra, era estrechada en sus brazos con tímido y pudoroso transporte.

Acariciado por tan dulces ilusiones, recorrió todas las trilladas sendas de la montaña, caminando al azar y buscando instintivamente los más retirados y más ocultos lugares que encontraba a su paso.

Después, cuando se alejaba de aquellos sitios, testigos de sus primeras ilusiones de amor, les decía adiós con una tierna mirada y guardaba como un recuerdo los guijarros que, blancos cual el vellón de un tierno cordero, se veían en el fondo de los riachuelos continuamente besados por las aguas.

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