XXI

No hay horas más frescas, más jóvenes, si podemos decirlo así, ni más bellas, que las primeras horas de la mañana, cuando el cielo se entreabre sonriendo y llena el universo con su sonrisa.

Todo lo que existe se despoja entonces con alegría de la fúnebre influencia de la noche, callada y sin ruido, influencia que parece pesar sobre el mundo como la húmeda tierra sobre los ataúdes.

La aurora es la voz del ángel de vida que nos despierta, la que asomando su frente virginal por la cima de las montañas más altas, desciende lentamente hacia la tierra para no turbar de improviso nuestro sueño.

Las sombras huyen avergonzadas a su paso, retirándose a las tenebrosas regiones que ella no alumbra; las flores se entreabren regalando al primer rayo que desprendido de su frente las ilumina, su dulce perfume, y hasta el rocío que brilla en las hojas parece querer elevarse al cielo en vapores sutiles para confundirse con sus resplandores cariñosos.

No hay nada que no se estremezca de alegría cuando los primeros fulgores del alba asoman por el Oriente; nada que se muestre insensible ante aquella magnificencia virginal de los cielos.

La tierra parece alzarse siempre rejuvenecida cuando la hiere el primer rayo del sol; son más frescas y murmurantes las aguas, es más intenso y vigoroso el verde ambiente colorido de las plantas; cuando amanece respírase un ambiente que reanima y da fuerzas al espíritu abatido.

Los horizontes son límpidos y sonrosados, los terrenos se pierden por graduaciones en zonas azuladas y vaporosas, de las que parece formar parte un pedazo de cielo desprendido de su alta bóveda; el mar se asemeja a un lago petrificado, inmenso, sobre cuya lisa superficie pudieron pasar todas las tempestades de la tierra sin formar un solo pliegue ni conmover ninguna de sus olas tendidas blandamente sobre la arena de la playa.

Pudiera creerse que el universo acaba de ser animado en aquellos instantes por el soplo de Dios y que, preparado para la vida con toda la belleza y la pompa propias de la alborada de la juventud, empieza a lucir sus bellezas con la modestia virginal de una casta hermosura.

Entonces no hay aires cargados del aliento corrompido de las ciudades, que el viento de la noche ha disipado; entonces no hay más que el fresco olor de las praderas, que se extiende libremente por el espacio; no hay más que brisas matinales, frías y cargadas de agrestes aromas; aires puros que rejuvenecen el cuerpo, haciendo esperar una vida prolongada y llena de salud.

En aquellos momentos de placentera calma, el espíritu incrédulo parece entrever la esperanza a través de las rosadas nubes que van sembrando el azul del firmamento; el sol, que asomó su ojo brillante por entre las cimas desiguales de las colinas, se nos presenta como la idea de la eternidad, y en tales momentos creemos eterno el mundo, eterna la vida, eterno cuanto entonces existe en torno nuestro.

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