XXII

A pesar de la negra inquietud que devoraba el corazón de Flavio, no pudo pasar indiferente ante aquella hermosa naturaleza iluminada por la cándida luz de la mañana que, brillante sobre el río y tenue todavía en el fondo de los valles, tornasolaba graciosamente las silvestres flores de los altos montecillos.

En su mente empezaron a levantarse entonces pensamientos locos y ambiciones que Mara había hecho desaparecer. Reprodujéronse en su memoria sus pasados sueños; sus instintos vagabundos despertáronse de improviso, envueltos en la negra melancolía que dominaba su espíritu, y pensó otra vez que tras aquellos horizontes lejanos, que parecían prolongarse hasta lo infinito, había un mundo que se extendía risueño, lleno de bellezas, que él no había visto aún; mundo que había deseado recorrer ligero y errante, como la golondrina de infatigables alas.

¡Ay! Él había suspirado tanto por romper las cadenas que le ligaran un tiempo a su viejo palacio de Bredivan, había soñado tan largos días con aquella libertad adorada que entonces poseía a manos llenas, que al volver ahora sus pensamientos hacia sí mismo no pudo menos de espantarse al ver otra vez su alma tan lastimosamente aprisionada.

La libertad...

¿En dónde estaba la libertad? ¿Cómo había usado de los beneficios que con pródiga mano le había brindado aquella divinidad propicia?

Sus sueños, sus ilusiones queridas, vagaban ya esparcidas lejos de sí, como polvo vano que el viento ha dispersado.

¿Y quién era la que, atrevidamente, se había interpuesto entre él y su porvenir? ¿Quién la que así había interrumpido su camino?

¡Una mujer!... ¡Engañosa ilusión quizá!... Fingida imagen de ventura, que, con sonrisas de ángel, ocultaba un corazón de demonio.

¡Ah! Tal vez aquel amigo infame no había mentido al decirle: «No miréis a la mujer más que como un juguete que el cielo ha arrojado en nuestro camino para entretener nuestros momentos de ocio. No la perdonéis; si perdonáis, seréis perdido... Perdonad al cobarde, y él os herirá cuando no podáis defenderos».

Pero Flavio amaba a Mara, y desde que la amaba no había dejado de sufrir; su vida era una agitación continua, una inquietud eterna, un interminable deseo.

Él la había perdonado, y la sociedad, indignada, le arrojaba de su seno al contemplar su ternura y sus lágrimas.

«Son más volubles y ligeras que el viento —le había repetido su amigo—, falsas y engañosas como la perfidia misma... ¡Sus palabras son ligero soplo que pasa y desaparece!...»

«¡Oh! Sí —murmuraba Flavio—; quizás todo esto es verdad... Acababa de jurarme que su amor no seria más que mío, eternamente mío, y un instante después dejaba estrechar su mano entre las manos de ese hombre que aborrezco, cruzaba sus miradas con las miradas de él, y, juntos, marchaban alegres, contentos; y en tanto mi corazón se despedazaba de dolor... Tenías razón tú, a quien he llamado infame... Ya no te maldigo, y desde hoy puedes pasar tranquilo ante mí... Si, como yo, amas a Mara, tú no eres culpable en amarla; ella es la que, faltando a su juramento, se ofende bajamente a sí propia permitiendo que te acerques siquiera a la orla de sus vestidos... ¿Qué hacer, pues? ¿Volver a su lado?... Yo lo deseo aún...; pero no..., la mataría... ¡Hacerme sufrir así después de sus sagradas promesas..., después de tanta felicidad, de tanta halagüeña ventura!... No, no volveré a verla, me alejaré hoy mismo de estos lugares, que me recuerdan su imagen; seguiré un camino opuesto al que ella ha seguido, y mis ilusiones primeras se realizarán al fin. Recorreré el mundo palmo a palmo, sin detenerme, y tal será la ligereza de mi carrera que mi paso no dejará huella alguna sobre la arena movediza...»

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