XXIII

Al llegar Flavio a la posada halló francas todas las puertas y abiertas las ventanas, pudiendo distinguirse desde fuera que estaban desiertas las habitaciones que daban hacia el camino.

Percibíase a la entrada un dolor pronunciado de incienso y cera, las escaleras estaban cubiertas de lodo, y allá en lo último de la casa, Flavio creyó oír rezos y gemidos.

A medida que iba subiendo se distinguían mejor los acentos monótonos y lastimeros, interrumpidos a veces por un silencio de muerte; después volvían a empezar, con triste y fúnebre pausa, y un ¡ay! quejumbroso llegaba, mezclado con la monótona salmodia de interminables rezos, a estremecer dolorosamente el corazón de Flavio.

Insensiblemente fuese aproximando al lugar de donde salían aquellos tristes rumores, subió hasta el último piso de la casa, y encaminándose por un corredor iluminado por un vivo y extraño resplandor, una lúgubre escena que conmovió su alma profundamente se presentó entonces a su vista.

En medio de un aposento, tendido en un féretro, se veía un cadáver iluminado tristemente por cuatro amarillentos blandones. Algunas mujeres arrodilladas en derredor rezaban con voz lánguida y soñolienta, una tras otra, padrenuestro que concluían con un prolongado ¡amén!, y una hermosa niña, pálida como una rosa blanca y envuelta en un negro ropaje, permanecía inmóvil al lado del féretro, sus manos cruzadas sobre los pies del cadáver, la cabeza inclinada como una flor que languidece y semejante a esos hermosos ángeles de mármol que lloran noche y día sobre las tumbas.

Enternecido, Flavio avanzó algunos pasos; la joven volvió hacia él sus miradas, y al verle, exclamó con un desgarrador acento, señalando al cadáver:

—Es mi madre, caballero... ¡Mi madre ha muerto!

Y prorrumpió en amargos sollozos, a los que hicieron coro las mujeres que le rodeaban. Flavio sintió también que las lágrimas bañaban sus mejillas y las enjugó furtivamente.

Aquella pobre niña, huérfana y sola tal vez en la tierra, era Rosa, la que tan hermosa y contenta había ido el día anterior a llenar su cántaro a la fuente del jardín.

—¿Por qué no lleváis de aquí a esta pobre criatura? —dijo Flavio, dirigiéndose a los que allí se hallaban—. Será capaz de morirse si permanece aquí mucho tiempo.

—¿Seréis vos, por ventura, el que mandaréis que me alejen de aquí? —dijo la joven, abrazando los helados pies del cadáver—. Dejadme estar por última vez al lado de mi madre... ¡Madre mía..., ya nunca, nunca más volveré a veros en este mundo!

—¡Terrible escena que me parte el alma! —murmuró Flavio, dando media vuelta para que no pudiesen notar su profunda emoción.

No pasó mucho tiempo sin que viniesen a robar a la pobre niña su último consuelo, y ella, antes que el fatal ataúd se cerrase para siempre, besó mil veces las yertas manos de su madre, compuso con cuidadoso esmero su ropaje mortuorio, mulló las almohadas en que se apoyaba su yerta cabeza, cual si pudiese sentir su blandura, y después, con una resignación llenaba de asombro a todos los que la contemplaban, dejó caer sobre el helado cuerpo la última techumbre, si podemos decir así, que debía cobijarle para siempre.

La joven siguió paso a paso al cadáver de su madre, sin que nadie se atreviese a impedírselo; la acompañó hasta la iglesia, oyó su misa de entierro y no se volvió a su casa hasta que las puertas del cementerio se cerraron, dejando tras ellas a la que tanto había amado.

Cuando llegó a su casa, la entrada se hallaba obstruida por algunos agentes de justicia, que al verla le dejaron libre el paso; pero la pobre niña, sumida en su profundo dolor, no había podido reparar siquiera que, al pasar, habían dicho, señalándola:

—Ésa es la huérfana... ¡Pobre muchacha!

Subió, y se dirigía instintivamente hacia el aposento donde había velado el cadáver de su madre, cuando la detuvieron bruscamente.

La joven se detuvo maquinalmente, sin hacer objeción alguna y sin que fijase su atención en nada de cuanto pasaba en torno suyo.

Reinaba, sin embargo, gran confusión en la casa.

Mueble tras mueble, objeto tras objeto, todo lo miraban, todo lo iban anotando aquellos hombres sin que nada quedase oculto a sus escudriñadoras miradas. Clavados los anteojos sobre la corva nariz, un escribano barbilampiño lo registraba todo con magistral dignidad, exclamando de cuando en cuando con voz áspera y lanzando envidiosas miradas en torno suyo:

—¡Magnífica presa había hecho la desalmada mujer! ¡Téngala Dios en su gloria!

Llegaron al gabinete de Flavio, en el cual hicieron el mismo registro y anotación que en el resto de la casa.

Y tocando, al fin, su turno a una cartera que Flavio había dejado olvidada, el escribano lanzó una exclamación de sorpresa, al mismo tiempo que encajaba más sus anteojos sobre la pronunciada nariz:

—¡Calle! —dijo con socarrón acento—. ¡Éstas son las armas y el título del heredero legítimo de esta quinta!...

—¿Qué estáis diciendo? —repuso con voz atiplada un microscópico escribientillo.

—Miradlo —añadió el escribano, acercando la cartera a las narices del que dudaba.

—Desde tan cerca no veo, maestro —replicó el muchacho con socarronería.

—¿No basta que yo lo diga?

—Señor, el caso sería tan extraño...

—Y bien, no es por eso menos cierto; pero veamos lo que hay dentro, y anótese la menor circunstancia.

Fijos en la cartera los ojos de todos los que se hallaban presentes, el escribano parecía complacerse en retardar el registro de lo que contenía el misterioso objeto.

—¡Ah! —gritó entonces una voz—. Esa cartera pertenece a mi amo y no debéis tocarla.

—Nosotros tenemos obligación de registrar y anotar todo lo que se halla en esta casa —dijo el escribano con ridícula gravedad y decidido a proseguir en el agradable cumplimiento de sus deberes.

—Esperad al menos a que mi amo esté presente para ver lo que se halla en esa cartera.

—Nosotros no tenemos obligación de esperar a nadie para ejecutar las órdenes que nos están encomendadas.

El cochero, pues no era otro el que había hablado, se alejó con indignación para ir a dar aviso a su señor.

Hallábase aquél al lado de la pobre Rosa, procurando que la joven no llegase a comprender que su casa estaba a merced de la justicia, extraño suceso que él había tratado de penetrar en vano.

El cochero se acercó a él, noticiándole lo que en aquel momento pasaba en su gabinete; pero Flavio, demasiado condolido de la joven para abandonarla un solo instante a su dolor y a su soledad, no quiso alejarse de su lado.

—Dejad que lo registren todo; ellos tendrán que responder y darme cuenta de lo que hayan hallado —le dijo al fiel cochero.

—Señor —se atrevió éste a murmurar—, perdonad os advierta que pudierais tener allí algún secreto de que van a enterarse los extraños.

—Yo no tengo secretos —respondió bruscamente Flavio—, y si alguno tuviese, sólo lo guardaría en mi corazón.

El cochero iba a alejarse, cuando vio venir hacia ellos al escribano y sus satélites.

—¿En dónde está tu amo? —le preguntaron.

—Yo soy —repuso Flavio con infernal humor—. ¿Qué se os ofrece?

—¿Podríais decirnos vuestro nombre? —dijo el escribano con melosa cortesía.

—Me llamo Flavio Leonardo de Bredivan. ¿Qué queréis?

—Muy señor nuestro —exclamó el escribano, haciendo una profunda reverencia—. Pues sabed, digno caballero, que ante mí, escribano, y demás testigos se ha examinado esta cartera, que os pertenece y por la cual se viene en conocimiento de que sois vos el heredero legítimo de esta hacienda, con sus alrededores, por ser hijo de los muy nobles señores de Bredivan. Os dignaréis afirmarlo así ante mí, escribano, y demás testigos, para que conste, presentándoos después al juez de este distrito para tomar posesión legal de vuestros bienes y hacienda.

—Sin duda os engañáis, buen hombre —repuso Flavio, admirado—. Nada me ha ligado a la difunta madre de esa niña, dueña, sin duda, de esta quinta.

—Vos ignoráis, sin duda, caballero, que la madre de esa huérfana ha declarado, al morir, haber usurpado, por medio de una falsa manda, parte de los bienes pertenecientes a su amo y señor el caballero Mauro de Bredivan, haciendo desaparecer el verdadero testamento, que a la hora de su muerte ha presentado, y en el cual se declara por único heredero de todos sus bienes a Flavio Leonardo de Bredivan, hijo de su muy noble hermano Francisco de Bredivan, cuyo heredero resultáis ser vos, según todas las probabilidades —añadió el escribano, quitándose el sombrero y haciendo una segunda reverencia.

Convencido Flavio de que era a él a quien buscaban, se apresuró a contestar afirmativamente para verse libre de aquella turba que le asediaba y de aquel grave escribano, que tan ridículo le parecía, a pesar de sus profundas y humildes reverencias.

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