XXIV

No había pasado un mes cuando Flavio era ya dueño de aquella casa, cuyo lujo y suntuosidad tanto le habían seducido y encantado.

Falto de ambición todavía, alegróse, no obstante, al poseer aquella preciosa joya, con su lujo espléndido; con todo cuanto podía halagar sus sentidos; porque la rodeaban misteriosos bosques y deliciosos jardines, propios para recrear una imaginación poeta, y porque, cerca de la quinta de Mara, él podía distinguirla con sólo subirse al elegante mirador que daba sobre el camino.

En el fondo de su corazón daba gracias mil veces a aquel buen tío, que tan admirablemente comprendía la vida y sus comodidades y que parecía haber adivinado que algún día su sobrino se consideraría feliz con sólo poseer aquellos hermosos jardines, aquellos parques, aquellos altos belvederes, desde los cuales tantas cosas podían verse.

En tanto, Rosa, la pobre huérfana, colmaba de atenciones a su bienhechor, que de una manera tan noble y desinteresada la había librado de la miseria y de tan horribles desdichas que ella no había podido prever todavía.

Sola en la tierra, sin madre que la cobijase bajo su amorosa sombra, arrojada de aquella casa que se había acostumbrado a llamar suya, ella hubiera perecido de dolor y de miseria a orillas de los desiertos y tristes caminos en que gime la pobreza; pero Flavio la había salvado.

—Esta casa será siempre tuya, Rosa —le dijo—. Seguirás habitándola como hasta aquí. Ave de paso, yo me contentaré, cuando atraviese estos lugares, con el gabinete que ahora habito y con poder pasearme libremente por estos hermosos jardines, respirando el aroma de las flores, y refrescar mi espíritu con el puro ambiente que viene hasta aquí desde las vecinas montañas.

Al oír estas palabras, lágrimas de agradecimiento bañaban las mejillas de la pobre huérfana; alzaba a él sus ojos, en los que brillaban miradas de agradecimiento, y si Flavio se lo hubiera permitido, ella hubiera besado sus pies y servídole de rodillas.

Sin embargo, retenido Flavio, a su pesar, por los imprevistos sucesos que llevamos referidos, la imagen de Mara, pese a todos los vagamundos proyectos que un instante habían venido a sonreírle, no se apartaba un instante de su memoria.

En todo el tiempo que tuvo que permanecer en su nueva casa, el viajero iba todos los días a recorrer los lugares que Mara había recorrido, y pasaba largas horas conversando con su anciana criada, que, alegrándose en extremo de sus visitas, le hablaba siempre de su hermosa, de su querida hija, como acostumbraba llamar a Mara.

Ella le mostraba el lugar en donde había nacido, le contaba qué nublada estaba la mañana en que la niña había lanzado su primer vaguido cariñoso, y cómo más tarde saltaba traviesa por los más escarpados riscos, sin que nadie pudiese contenerla. Le decía en qué lado del sofá solía reposar en las calurosas tardes del estío hasta la caída del sol; en dónde se sentaba después, hasta que las estrellas empezaban a mostrarse en el cielo, y el lugar que prefería siempre cuando se acercaba al fuego de la chimenea para templar sus pies.

Y Flavio se sentaba entonces en donde ella se había sentado, besaba a hurtadillas los almohadones del sofá, que aún conservaban el aroma de sus cabellos, y, aparentando tener frío, hacía que la pobre vieja encendiese el fuego de la chimenea para colocar sus pies en donde Mara había colocado los suyos.

Así pasaba largas horas, que siempre le parecían breves y fugaces, sin soñar en otra cosa que en volver al lado de aquella adorada mujer, que, encarnada en su propio corazón, ya no podía desechar de sí. Si un instante creía tener valor para huir lejos de ella, otro instante venía su recuerdo a deshacer aquellas traidoras ilusiones que le alejaban de su amor, dispersándolas como un ejército de nubes impelidas por contrarios vientos.

Pero cuando el viajero volvía tarde de sus excursiones a la quinta, hallaba a la pobre huérfana triste, abatida y llorosa.

—¡Cuánto habéis tardado...! —le decía tímidamente, alzando hasta él sus ojos empañados por las lágrimas—. Hasta he pensado si ya no volveríais, causándome esta idea una terrible angustia...

—¡Pobre niña! —decía entonces Flavio, enternecido, y pasaba a su lado el resto de la noche, contemplando su belleza melancólica y contándola fantásticos cuentos de hadas y hazañas caballerescas, con cuyo relato tanto se complacía la pobre niña que se creía transportada a un mundo nuevo, al oír hablar a Flavio, en su enérgico y armonioso lenguaje, de palacios de diamante y de topacio, que alguna dama o errante caballero encontraban a su paso, después de haber roto la frente de un gigante con un huevo de avestruz, o cortado las siete cabezas de alguna serpiente encantada.

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