XXV

Una noche fría y tempestuosa se hallaban reunidos alrededor de la chimenea y guardaban un profundo silencio.

La frente de Rosa, más pálida que de costumbre, parecía abrumada por algún doloroso pensamiento; su tía, sentada a su lado y con la barba apoyada en las manos, meditaba profundamente, y la fisonomía de Flavio, revestida de una risueña tranquilidad, no revelaba más que cierta ligera impaciencia cuando fijaba rápidamente sus miradas en las dos mujeres, que proseguían guardando el más triste silencio.

—¿No habéis resuelto nada al fin? —preguntó Flavio, viendo su imperturbable inmovilidad.

—Por mi parte, ya he tomado un partido —contestó la tía de Rosa—, un partido que me parece el más aceptable en circunstancias como las que rodean a mi pobre sobrina.

—Decid —repuso aquélla.

—Pienso —añadió su tía— que, una vez que este señor nos deja disponer de lo que le pertenece, debe seguir mi sobrina dando posada, como lo hacía mi pobre hermana, disponiendo de las habitaciones de que vos no necesitéis y reservándoos los jardines; podrá de este modo ganar su vida honradamente y nadie podrá preguntar de qué vive. ¿No es verdad lo que digo, señor? Porque ya sabréis que la honra de una mujer es cristal que pronto se quiebra.

—Tal vez tengáis razón —respondió Flavio, que no había comprendido bien el significado de las palabras de la honrada mujer—. Pero, ¿qué podrían decir de esta pobre niña? —repuso, mirando a la joven con ternura.

—¡Oh señor! —le contestó la tía Andrea—. Muy bueno sois cuando habláis de ese modo; pero si yo os contara cómo mi pobre hermana caminó a su perdición, ya no volveríais a hacer semejante pregunta.

—¿Fue vuestra hermana desgraciada?

—Desgraciada..., os diré, señor; para mí lo es la mujer que ha llegado a perder su honra; mas no tuvo ella la culpa... Imaginaos una pobre viuda de dieciséis años, como lo era ella cuando perdió a su marido, y con él la subsistencia; que arrojada a la calle, sin abrigo, sin apoyo, no tiene con qué alimentar a su pobre hija, que es ésta que aquí veis —dijo, señalando a Rosa—. Imaginaos si esta desamparada criatura no bendecirá mil veces la mano que vino a arrancarla de la miseria. Pues bien: vuestro tío fue el que alargó esa mano a mi hermana, el que la arrancó de los brazos descarnados del hambre, diciéndole: «Ven, serás una criada más en mi casa, una criada a quien se estima y a quien se paga bien, y podrás criar a tu hija y tenerla a tu lado». Ella consintió con la mayor alegría del mundo; pero al poco tiempo, aunque vuestro tío respetaba la desgracia de mi hermana, el mundo empezó a señalarla con el dedo, y para los demás había cometido ya culpas en que no se había atrevido a pensar. La tentación vino en pos a enseñorearse del corazón de vuestro tío, hizo conocer a mi hermana que el mundo la creía culpable y que su única salvación estaba en serlo verdaderamente.

Ella rehusó... Pero, ¿qué es la pobreza y la debilidad de una mujer? Vuestro tío la amenazó con abandonarla otra vez a la miseria. Mi pobre hermana, entonces, llena de la mayor aflicción, quiso desahogar su dolor contando cuanto la pasaba a un aldeano, con quien parece se había comprometido a casarse por segunda vez; pero, volviéndole de pronto la espalda, le contestó: «¿Con esas me venís ahora?... Si yo os había dado palabra de casamiento, era con la esperanza de que vuestro amo os diera una buena dote, puesto que yo consentía en casarme con vos, a pesar de todo... Pero ¡ahora salís con esas gazmoñerías! Idos enhoramala, y no pretendáis engañarme porque no lo conseguiréis... ¿Quién ignora todo lo que ha pasado entre vos y vuestro amo? ¡Y en verdad que era el buen señor a propósito para ver cerca la paloma y no echarle su garra de milano!» ¿Qué queréis que pasara entonces, señor? Mi pobre hermana vio pasar tristemente los días de su solitaria existencia, y como vuestro tío, cuyo áspero carácter nadie ignora, la abandonase, al morir, a la miseria, viose mi pobre hermana en la alternativa de morir de hambre o de cometer un crimen. Después del primero, el segundo es fácil; no faltó quien le ayudara, y la desdichada unió bien pronto el crimen a la infamia. Sólo de este modo pudo preservarse de la miseria, pudiendo, al fin, vivir de su trabajo; pero vivir acosada de eternos y dolorosos remordimientos. El palacio se tornó en posada; la criada, en dueña, y los pasajeros que aquí han concurrido fueron siempre numerosos, pues aseguraban que jamás habían visto una posada más lujosamente amueblada ni con mejor servicio. Pero mi hermana no era feliz ni podía gozar tranquila aquella pequeña herencia que no había adquirido legalmente. Aunque débil y fácil de caer en la culpa, el arrepentimiento la devoraba luego, y bien veis cómo a la hora de su muerte, que casi fue instantánea, no se acordó más que de pronunciar el nombre de su hija, pidiendo compasión para ella, y declarar que nada de cuanto poseía era suyo.

Al acabar este relato, Rosa y su tía estaban bañadas en lágrimas. Flavio se había levantado para dar algunos paseos por la habitación, y su emoción era profunda.

Por fin, acercándose a ellas, les dijo:

—Por esa historia triste y lamentable que me habéis contado, reconozco que Rosa, y no yo, debe ser la legítima dueña de esta quinta. Su madre la ha ganado bien con sus pesares y sus lágrimas, y mi conciencia no me permite despojar a la hija de lo que es suyo.

—¡Cuán bueno sois!... —pudo apenas murmurar Rosa—; pero yo no podré permitir nunca lo que intentáis; cuanto hay aquí es vuestro y sólo vuestro.

—Tienes razón, hija mía —dijo su tía—; cuanto hay aquí es del señor. Por más que uno halle personas de corazón bondadoso en su camino, no debe abusarse de su bondad. Bastante hacéis, señor, en permitir que sigamos viviendo con lo que es vuestro y en una casa que cosas de tanto valor encierra, puesto que todo el mundo las alaba. Pero yo os prometo cuidarlo todo con el esmero con que lo hacía mi pobre hermana.

—No cuidaréis más que vuestra hacienda —volvió a decir Flavio—; y yo os aseguro que estaréis mañana en posesión completa de lo que os pertenece, Rosa.

—No hagáis tal, os lo suplico —exclamó la tía Andrea—. Reflexionad que quizá la maledicencia hiera a la hija con las mismas armas que a la madre: dirán que es el premio de su honor...

Flavio arrugó las cejas; no sé qué nuevo camino acababa de abrir a su pensamiento la historia que aquella pobre mujer había contado imprudentemente, y sin comprender el daño que hacía, delante de aquellos dos corazones inocentes.

«El premio de su honor —se repetía—. ¿Qué es, pues, el honor de una mujer?»

Y convino con aquellas pobres y desvalidas que ellas seguirían viviendo en aquella hermosa casa. Señaló las habitaciones que debían reservarle; dijo de qué modo debían cultivar los jardines, indicóles algunas reformas y luego les anunció que partiría al otro día muy de mañana.

—¿Y cuándo volveréis? —preguntó la tía, pues a Rosa no le era posible hablar.

—¿Quién sabe? —dijo Flavio—. Quizás tarde muy largo tiempo...; es mi porvenir tan incierto...

—¡Dios mío! —repuso la pobre mujer—. ¿Iríais a tardar un año quizá? Me da miedo el pensarlo, pues ya sin vos me parece que no somos nada en el mundo.

—No temáis —dijo Flavio—. Sabréis en dónde me encuentro, y yo vendré en vuestro auxilio siempre que escribáis que os soy necesario... Por lo demás no me preguntéis respecto a mi vuelta... Entregado en brazos del azar, yo mismo no sé hacia dónde camino.

Al siguiente día, cuando apenas la primera luz del alba apareció en el cielo, Flavio salió a pie de la posada. Quiso que el carruaje le esperase a alguna distancia, pues deseaba gozar de las delicias de la mañana, que aparecía nublada y melancólica, y despedirse a su placer de todos aquellos lugares, a los cuales se había acostumbrado, amándolos ya en el fondo de su corazón.

Apenas se había alejado de tan hermosos lugares, cuando se detuvo a orillas de un torrente que, medio envuelto entre las brumas de la mañana, parecía despeñarse en un abismo sin fondo.

Los cantos de los campesinos empezaban a resonar en los solitarios campos, a compás del chirrido de las carretas; el humo subía en espirales por encima de las cabañas más altas, y los rayos del sol, atravesando la espesa niebla, formaban hermosos cambiantes de luz en el espacio.

Flavio lo contemplaba todo sentado en la cima de un montecillo, oyendo cómo rugía a sus pies el impetuoso torrente. De pronto, una tos leve y comprimida resonó cerca de sí; volvió la cabeza, y le pareció distinguir entre los cañaverales que se extendían por el verde prado un encarnado ropaje que se ocultó pronto a sus ojos.

Esta contemplación duró poco tiempo, y siguió su camino, prefiriendo, sin embargo, a pisar la arena seca y áspera de la carretera, hollar con su pie ligero la mullida hierba del campo, húmeda por el rocío y llena de florecillas silvestres, todas frescas y aromáticas.

Entonces pudo ver más distintamente el ropaje encarnado que, brillando a través de los matorrales y de la crecida hierba, parecía querer seguir sus pasos ocultamente.

Flavio se lanzó entonces tras aquella visión misteriosa, como un niño tras una dorada mariposa; siguióla largo tiempo a través de los lejanos prados y de los bosquecillos, pero ella parecía tener alas y alejarse más a medida que Flavio la seguía. Por fin, un tranquilo lago que de ondas azuladas brillaba a través de los álamos que circundaban sus orillas detuvo en su poética carrera a la alada visión; pero en el mismo instante un grito comprimido hiriendo el espacio y el ruido de un cuerpo que acababa de caer en el agua viene a estremecerle.

Con el corazón palpitante, Flavio se aproxima al lago, dirige en torno una mirada y lanza a su vez una exclamación de dolorosa sorpresa.

—Rosa..., ¿qué habéis hecho? —le dijo extendiendo hacia ella sus brazos.

Era la pobre niña que, habiendo seguido a Flavio y comprendido que iba a ser descubierta, se había arrojado al agua para esconderse bajo las sombrías ramas que se extendían sobre la pequeña superficie del pequeño lago.

—No, no saltéis, que yo iré sola —gritó a Flavio, viendo que éste se apresuraba a socorrerla—; está el agua tan fría que os helaríais —añadió, casi sin poder hablar.

Y haciendo un esfuerzo llegó por fin a la orilla, yerta de frío. La pobre niña tenía la saya enteramente mojada y se pegaba a su cuerpo con tenacidad como un sudario. Amoratada y aterida, fue necesario que Flavio la ayudase para que pudiese dar algunos pasos sin caer o vacilar.

—¡Dios mío! —exclamaba Flavio en tanto, lleno de congoja—. ¿Por qué huíais, Rosa? ¿No me habíais conocido? ¿Pensasteis tal vez que iba a haceros algún mal? ¿A qué habéis venido hasta tan lejos y tan de mañana? ¿Qué buscabais?

Pero ella no respondió una sola palabra a aquellas palabras, tornándose al escucharlas más pálida todavía.

«Si estuviese cerca mi carruaje», pensaba Flavio sin saber qué hacer.

—Pero, ¿quién os dejó sola, Rosa, aquí, en medio del campo y sin abrigo alguno? ¿Qué hacer, Dios mío? ¿A dónde llevaros para que el fuego hiciese volver el calor a vuestro cuerpo aterido y casi sin movimiento?

Rosa permanecía muda a todo esto y como fuera de sí.

—¡Eh, buen hombre! —gritó entonces Flavio, viendo un aldeano que pasaba a alguna distancia—, ¿sabéis en dónde hallaremos una cabaña para socorrer a esta pobre niña?

—¿Por qué no queréis seguir más adelante? —le preguntó Flavio cariñosamente.

—Porque me verían —respondió Rosa—. No digáis nunca a mi tía lo que hoy ha pasado —añadió con temblorosa voz.

—Estad segura de ello —contestó Flavio; y al tiempo que la ayudaba a apearse, añadió estrechando entre sus manos las de la pobre joven—: Ya que nada tienes que decirme, adiós, Rosa; sé feliz, y acuérdate de mí, aun cuando no volvamos a vernos en mucho tiempo.

Ella no contestó, pero un raudal de lágrimas corrió por sus mejillas.

—¡Dios mío! —dijo Flavio—. ¿Será verdad que seáis desgraciada? ¿Y por qué? Si eres huérfana, no temas, que yo velaré por ti..., acudiré a tu lado siempre que me llames, y tendrás en mí un hermano.

—Sí —pudo decir, al fin, Rosa...—, un hermano que estará siempre lejos de mí, que quizás no volveré a ver jamás.

—Pues bien —dijo Flavio—; si eso puede causarte algún pesar, y si mi presencia puede consolarte, yo volveré y vendré a enjugar tu llanto...

En aquel instante pasó al lado de ellos un mozo del lugar que hacía el amor a la joven.

—Adiós, vecina —le dijo, sonriendo maliciosamente.

—¡Ah, Dios mío!... —murmuró la pobre Rosa—; todo lo van a saber en la aldea... ¡Marchaos!... ¡Dios mío!... ¡Dios mío!...

—Pero, ¿qué han de deciros?

—¿Quién sabe? —murmuró la joven— ¿No recordáis la historia de mi madre?

—¡Adiós, Rosa, adiós! —exclamó Flavio—. ¿Iréis a ser vos tan desgraciada? ¡Valiera más que yo no volviera entonces a veros jamás!

—¡Oh, no! —murmuró la joven con desgarradora expresión.

Flavio besó entonces las hermosas manos de la joven y se ausentó con el alma llena de los más sombríos pensamientos.

Ella, en tanto, sentada sobre una piedra del camino, vio cómo se alejaba el carruaje y permaneció largo tiempo llorando una ausencia que la llenaba de dolor; un amor que apenas nacía ya era fuente de amargas desventuras.

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