XXIX

Al día siguiente recibió la siguiente carta, que ella leía y volvía a leer siempre que se hallaba sola:

«Siempre he creído que el dolor se mitigaba con el llanto, pero me había engañado. Yo he llorado toda la noche: lloro todavía, y mi dolor no mengua; pudiera decirse que mi corazón se abisma en el sufrimiento. Si pudierais verme en este instante, comprenderíais lo que es el dolor; después de destrozar los almohadones de mi lecho y revolcarme en él como un perro rabioso; después de haber arrancado mis cabellos y herido mi frente, podríais ver aún cómo el dolor implacable redobla sus martirios; podríais ver cómo me ha derribado, me ha vencido, y, dejándome casi inerte y sin fuerzas, prosigue cebándose en mi alma sin compasión... ¡Y cosa extraña!, a pesar de que sois vos el dolor, Mara... Sabed que lo he meditado largo tiempo en medio de mi desesperación. Él no me abandonaría aunque llegara a mataros... ¿Qué hacer, pues? Hubo instantes en que quise estrellar mi cabeza contra las desmanteladas paredes de mi aposento...; pero, ¿cómo, si vos vivís? ¿No me martirizaría Dios en el infierno con el vivo recuerdo de vuestra imagen? En este mundo aún puedo seguiros, veros, interponerme entre vos y los que os cercan; pero ya muerto, todo habría concluido.

Es cosa resuelta que no puedo ya abandonaros. Lo he intentando en vano durante toda la noche, y no me apartaré ya de vos. Podréis verme desgarrar mi pecho con mis propias manos, podréis gozaros de lleno en vuestro triunfo; me habéis encadenado, y el cordero sufrirá y sufrirá hasta morir. Es ése su destino. Pero... ¿para qué os escribo estos renglones? Lo ignoro. Si antes de leer esta carta la arrojarais al fuego, no por eso se cambiaría en nada mi suerte. La desgracia es como los astros fijos: brilla siempre en un punto y nada la conmueve».

Esta carta no iba siquiera firmada; pero no era necesario poner ningún nombre al pie de aquellos renglones de grandes letras, en cada uno de los cuales podría distinguirse el rastro de una lágrima.

Mara lloró también al leerla, lloró más todavía porque era grande el dolor que expresaban aquellas palabras de fuego; pero, al mismo tiempo, se alegró en el fondo de su alma al ver que Flavio volvería al fin; se alegró también de verse tan intensamente amada.

«¡Oh! —pensaba llena de esperanza—. Cuando haya pasado esta terrible crisis, él será ya otro hombre, se habrá acostumbrado a los usos de la sociedad, comprenderá que, a pesar de mi aparente volubilidad, él es el único que reina en mi corazón, el único verdaderamente amado, y seremos dichosos. ¡Oh, sí!, muy dichosos».

El resto del día lo pasó alegre y contenta, pero para Flavio transcurrieron las horas lentas y llenas de pesadumbre y amargura. En efecto: el pobre viajero, convencido de que ya no podría vivir sin ver a Mara, se había resignado con terrible calma a darse una muerte lenta, viéndola en brazos de otro.

Pero sus luchas tenían que ser aún más horribles.

Cuando el dolor ha minado por entero nuestro espíritu, no es difícil morir de pesadumbre, dejándose uno arrastrar sin hacer esfuerzo alguno por la mano asesina de la fatalidad; pero cuando, ya resignado el corazón a no tener esperanza, viene ésta a presentarse otra vez en nuestro camino para abandonarnos de nuevo, entonces sus agonías infernales son peores mil veces que la muerte, los dolores sin término, la verdadera desesperación, la última escala de los pesares humanos.

Apenas había dado las doce el gran reloj de la ciudad, cuando Flavio se hallaba ya en casa de Mara.

Bordaba ésta sentada al lado de un balcón que daba al pequeño jardín de la casa.

Flavio entró y, sentándose a su lado, permaneció silencioso; la joven, llena de emoción, no se atrevió a dirigirle una sola palabra. Su madre no estaba en la habitación en aquellos instantes.

Largo rato permanecieron mudos e inmóviles como dos estatuas. Mara se atrevió, por fin, a levantar sus ojos, fingiendo mirar primero al canario que cantaba en su jaula colgada en medio del techo, y dejando caer después su mirada sobre Flavio. Los ojos de éste estaban fijos en ella con tal expresión de sentimiento y adoración, que la joven se estremeció de angustia y de placer... Jamás había visto en los ojos de ningún hombre tal expresión de ternura, de pesar y de amor. Iba a dirigirle entonces la palabra, cuando Flavio, levantándose de repente, cogió su sombrero para marcharse.

—¿A dónde vais? —le preguntó Mara temblando.

—¡Dejadme!... —le respondió—. Es tanto lo que os amo, tanto lo que me hacéis sufrir, que al veros ahora, al contemplaros, siento como una especie de vértigo... Adiós, volveré cuando esté más tranquilo... —y se alejó.

—«¡Dios mío!... —murmuró Mara—. ¿Estará loco? Sí, sí, no hay duda; he ahí resuelto el problema; los hombres cuerdos no piensan ya en el amor, no aman, no hacen más que gastarse en los placeres groseros... ¡Adiós, ilusión mía!... ¡Todo fue un sueño! ¡Era imposible que lo que decía esta carta fuese verdad!» —y estrujaba con ira el papel entre sus manos.

Llamaron de nuevo a la puerta, y Mara sintió que la sangre se le agolpaba al corazón... Pensó si sería Flavio otra vez; pero no..., era Ricardo, Flavio debía de haberle hallado al salir.

La joven no pudo menos de maldecir en su interior a aquel hombre que la fatalidad había puesto siempre en medio de su camino, y le recibió con una sequedad casi despreciadora.

Él, por su parte, no hizo más que mirarla al semblante, morder sus delgados labios y tomar silenciosamente asiento a su lado.

Mara empezó a hablarle de cosas indiferentes, y él no trató de traer la cuestión a un terreno más halagüeño. únicamente se puso a jugar con los estambres de su bordado, con la naturalidad con que pudiera hacerlo un hermano.

La madre de Mara entró entonces en el aposento acompañada de la anciana criada, que residía, por lo regular, en la quinta, y que acababa de llegar en aquellos momentos.

La joven la abrazó como si hubiese sido su propia madre y, tomando todos asiento, hablaron como en familia, sin excusarse por la presencia de Ricardo, a quien trataban con una confianza ilimitada, por ser hijo de una íntima amiga de la madre de Mara y haberla conocido desde su más tierna edad.

Era esta relación íntima que existía entre las dos familias una de las causas que más poderosamente influían en Mara respecto a alejar de sí a Ricardo, como pudiera hacerlo con cualquier otro. El continuo trato, la familiaridad y la costumbre impedían que pudiera hablarle con la severidad necesaria en tales casos, y aunque así no fuera, él sabía aprovecharse muy bien de la posición en que los había colocado la suerte para no reñir nunca formalmente con la joven, aunque ella diese suficientes motivos para ello, para hablarla siempre que otro se acercaba a su lado y cuando más daño podía causarla, y tomar a chanza la mayor parte de las veces cuando ella le aseguraba que ya no podría amarle jamás.

Confiaba en que, un día tras otro día, el fruto del árbol deseado llegaría a madurar al fin, y que podría entonces cogerlo y saborearlo a su antojo. Éste era su único y eterno pensamiento. Por lo demás, él no la amaba más que por un exceso de vanidad, y esperaba con calma el momento en que ésta se hallase satisfecha para consumar la venganza inspirada por la resistencia de la joven, a quien nunca podría perdonar le hubiese humillado tan largo tiempo.

Vanidoso como ninguno, creyendo ser el hombre más elegante de la ciudad, juzgándose irresistible en cuestiones de amor, había sufrido un cruel desengaño al ver que Mara, a quien creía encadenada para toda la vida porque la casualidad había querido que fuese su primer amante, sobreponiéndose a todas las consideraciones que él creía dignas de respetarse, llegara a romper para siempre las relaciones que con él le habían ligado.

Al hallarla escudada contra sus necios caprichos por el inmenso orgullo que abrigaba su alma; al ver que, indiferente a sus pasadas afecciones, trataba de cicatrizar las heridas con que él había lacerado su alma y sus sentimientos más puros por medio de una coquetería que llegaba a ser el pecado capital de su vida, Ricardo llegó casi a odiarla, y sólo la vanidad le hacía inclinarse ante ella, esperando vencer de nuevo para humillarla a su vez. El necio había creído que un corazón como el de Mara podría sufrir, resignado y sin rebelarse jamás, una y cien vergonzosas infidelidades que llegarían a resentir mortalmente el alma de la mujer menos altiva; pero se había engañado y quería vengarse por esto... Muchos hombres existen como Ricardo en el mundo, y, sobre todo, muchos maridos, que se atreven luego a quejarse de la desmoralización de sus esposas. ¿Quién si no vosotros debéis dar el ejemplo de todas las virtudes humanas? Si al crecer el árbol mina el hortelano sus raíces, en vano querrá luego que dé buenos frutos y resista a las tempestades... El árbol secará, el árbol morirá pronto.

Suspicaz Mara, y de un entendimiento claro y penetrante, no la deslumbraban las apariencias de amorosa resignación con que él seguía rindiéndola tributo; pero se complacía en verle arrastrarse a sus pies buscando en vano lo que ella no había de concederle jamás, y, confiada en sus propias fuerzas, no temía a aquel hombre que tanta fe tenía en sí mismo, y en quien reconocía defectos y vicios incurables que siempre la pondrían a salvo de cualquiera tentación que pudiese llegar a acometerla un día.

Además, como no amaba a nadie, Ricardo venía a ser para ella como un entretenimiento al que se había acostumbrado, complaciéndose en verle morder de rabia sus labios cuando coqueteaba con los demás y en ver cómo los fatuos y vanidosos también odiaban a aquel hombre que jamás les dejaba al lado de la joven un lugar completamente libre.

Mara era, en fin, toda una mujer coqueta y convencida de que el amor no era más que una llama brillante que ardía algunos momentos y se apagaba después para siempre; consagraba toda su vida superficial en esos recreos vanidosos de mentidos amores que halagan por un día, que concluyen cuando la noche empieza y que vuelven a proseguir a la siguiente mañana entreteniéndose con nuevos objetos y aspirando distintos aromas.

Pero, a pesar de esto, su alma permanecía virgen lo mismo que su corazón; fatigada de tanto inútil devaneo, derramaba abundantes lágrimas cuando buscaba el dulce reposo en su lecho casto y virginal, y muchas veces, allá en las altas horas de la noche, cuando todos dormían y la luna iluminaba apacible el firmamento, ella se levantaba, envuelta en una bata blanca, semejante a una visión aérea y, abriendo la ventana, se entregaba a las más vagas contemplaciones, admiraba aquella naturaleza, que parecía reposar tranquila; veía cómo brillaban las estrellas; respiraba con avidez el aire puro y fresco de la noche; hablaba con las blancas y plateadas nubes que cercaban la casta diosa, y a la luz de los pálidos rayos que iluminaban su blanca túnica escribía versos que, si no eran limados ni correctos, encerraban en cambio toda la armonía, la pasión de un corazón virgen y ardiente y la melancolía de un alma que vaga errante y solitaria buscando en vano otra alma amante y poeta como ella, un espíritu cariñoso que, sonriéndola, le abra sus brazos y le diga: «Soy tuyo para siempre. Regocíjate como yo, espíritu hermano mío, que las flores de la nueva primavera harán llegar hasta ti sus perfumes impregnados de mi amor».

Mara era poeta, aunque nadie había llegado a comprenderlo, y como poeta, soñaba y ambicionaba placeres desconocidos.

Su imaginación de fuego se gastaba de continuo, formando ilusiones a cuál más locas, que nunca llegaba a ver realizadas; en su seno virginal ardía un volcán inextinguible de ambiciones, que sólo ella comprendía, y momentos hubo en que, cansada de aquellas mezquindades sociales que la rodeaban a todas horas, hallando árida e insulsa la vida y demasiado inquieta su alma, deseaba morir para terminar de una vez con tantas luchas y ansiedades inútiles y sin objeto.

Hubo un tiempo, sin embargo, en que se había atrevido a esperar con una fe ciega días venturosos y placeres que durarían tanto como su vida, en que llegaría al fin un instante en que podría decir a un ser que la comprendiese:

«Yo, como los poetas, amo el cielo, la mar, las flores; el rayo de sol que cae sobre la nieve extendida como un blanco sudario sobre la cumbre de las montañas; la hoja seca que en el otoño se desprende del árbol y rueda quizás hasta los abismos del océano envuelta sobre torbellinos de aire. Amo la yedra que trepa por el muro ruinoso de los edificios abandonados; la pobre yedra que crece solitaria sobre el árido peñasco, el trébol oscuro, la triste parietaria y el alto ciprés de los cementerios y las flores amarillentas que nacen sobre las humildes tumbas que no tienen siquiera una mezquina lápida y que ellas acarician con cariñosa solicitud... El perfume de una flor, el murmullo del río, cuyas aguas pasan y pasan delante de nuestros ojos para no volver más, el canto de los pájaros y muchas veces un solo rayo de sol que hace brillar las arenas como hermosos diamantes, bastan para causar en mi alma una impresión extraña, una melancolía profunda, deseos desconocidos. ¿Comprendes tú lo que es esto? ¿Sabes lo que es poesía? Sí, lo sabes; la poesía es una cosa parecida a un bello e incesante delirio; es quizás un defecto de organización, un exceso de vida, una hermosa locura. Los poetas son hombres distintos de los demás, no sienten como todos sienten y por eso no los comprenden todos. He aquí por qué siempre oculté a miradas extrañas lo que pasaba en el fondo de mi corazón, por qué nunca dejé traslucir este defecto o esta virtud que debe provenir del cielo. Mas ahora que te he hallado a ti, a ti que me comprendes, te abro mi alma como se abre un capullo a la primera luz del alba para recibir en su cáliz virginal el rocío de la mañana. Sonriamos juntos, lloremos juntos y amémonos; el mundo, que me parecía un desierto, será entonces el paraíso y llegaremos a morir en paz».

Pero la joven había concluido por perder esta esperanza a fuerza de verla una y mil veces desvanecida, y todos sus alegres sueños se habían convertido en pensamientos sombríos.

Aquellos versos que rompía siempre, después de haberlos escrito, encerraban toda la amargura de un alma que no ve más que tinieblas en el porvenir, y si alguien pudiese llegar a leer aquellas misteriosas páginas, creería que la pobre poeta, que sólo tenía por inspiración sus dolores, había pretendido atrevidamente imitar al sublime y desolador Byron.

Ella no conocía, sin embargo, a ese genio grandioso; pero así como hay poetas que nacen para cantar alegremente y sonreír a todo lo bello, los hay también que nacen para llorar eternamente, aunque no todas las lágrimas encierran un mismo sentimiento.

Las hay cariñosas y melancólicas, tristes y suaves, dolorosas, frías y amargas como la hiel. Estas últimas son, sin duda, las más estériles y las que nada fecundizan. El hombre que lleva en su seno el germen de estas lágrimas, si todo lo contempla teñido con el venenoso humor que circula por sus venas, si alguna vez le sonríe la esperanza, cree ver en aquella sonrisa algo de amargo y burlón, y sólo tiene fe en la desgracia. Sus cantos encierran en su fondo la confusión del caos.

Él hace escuchar el ruido estridente de la cuerda que rompe, bajo la fuerza desigual de su convulsa mano, y entre el estampido de las tormentas que zumban en la cúspide de las montañas, coronadas de nieves eternas, os deja percibir los sonidos desgarradores de un arpa medio destrozada, que se balancea sobre los abismos, suspendida en la rama de alguna encina que ha sido herida por el rayo.

Cuando su voz lúgubre hiende el espacio, la alegría enmudece, y la misma felicidad parece lanzar un gemido. Sus cantos son de muerte y de desolación; él no cree, él no espera; su único placer es el sufrimiento y el dolor; y cuando sus ecos murmuran débilmente a nuestro oído, parece que el corazón quiere romperse a impulsos de la violenta sensación que le conmueve.

He ahí los frutos del poeta escéptico y sombrío; él culpa a la humanidad de sus dolores; brota de su propio corazón; no le culpéis, pues; él no halla reposo en la tierra, y maldice la tierra; él detesta a la humanidad porque no se le parece. Perdonadle; es un enfermo del alma, incurable... ¿Culparíais al leproso porque no puede hallar remedio a su mal?

A este género de poetas hubiera llegado a parecerse Mara, porque su alma era inclinada a la duda, aunque deseaba creer y era su espíritu melancólico, en el fondo, inquieto y descontentadizo, ambicioso de placeres desconocidos que no existían más que en sus sueños.

Al tropezar a Flavio en su camino, volvió, no obstante, a renacer la esperanza en su alma, y creyó que la felicidad no era ya un sueño; pero aquellos dos seres —poetas ambos—, sombríos por naturaleza, vehementes y de pensamientos errantes, tenían que sostener desesperadas luchas para que pudieran sus corazones guardar un completo equilibrio.

Esto, aunque difícil, quizás no fuese imposible; pero Ricardo, haciendo inclinar demasiado la balanza hacia un punto, tendría que hacerles vacilar siempre, en tanto aquel demonio de sus amores no se apartase de su camino.

La vieja criada, después de hablar algún tiempo, hizo recaer pronto la conversación sobre Flavio.

—¿También vos le queréis tanto? —le preguntó Ricardo—. Pues tened cuidado, porque ese joven semisalvaje tiene cara de cualquier cosa...

—¿Qué diremos entonces de la vuestra? —repuso Mara, tratando de dar a sus palabras un acento ligero y burlón, aunque hubiera preferido en aquellos instantes hacer caer sobre Ricardo todo el peso de su ira.

—Pues que —respondió éste—, ¿creéis que yo me diferencie tanto como él de sus semejantes? Perdonad, Mara: dais prueba de muy mal gusto al decir que ese hombre pudiera agradaros.

—¿Queréis que os diga una verdad? —dijo Mara con aparente indiferencia, pero verdaderamente irritada.

—Hablad —contestó Ricardo.

—Flavio es el hombre más simpático que he visto en mi vida, ya que no el más hermoso; ya quisierais vos pareceros a él.

La vieja criada y la madre de Mara se rieron; pero Ricardo, verdaderamente herido en su propio amor, exclamó:

—¡Diablo..., querida amiga mía! Nunca creí que pudierais favorecerme tanto.

Y luego, poniéndose en pie y echando una mirada hacia un espejo, añadió, dirigiéndose a las ancianas:

—¿Os parece que Mara es justa?

—Por lo menos —dijo la vieja criada con la ingenuidad y la franqueza propias de su sencillez—, podéis pasar a su lado por un hombre enfermizo y raquítico; no os enfadéis por lo que os digo, señorito Ricardo; pero aún no he visto ningún hombre tan afable y gallardo como aquél de quien hacéis burla, sin duda por hacer rabiar a mi pobre Mara... ¿No es verdad? —y la buena vieja se reía a más no poder, en tanto Mara le daba gracias en su interior y Ricardo la maldecía.

—Por lo que veo —dijo éste—, sois afectas a las razas africanas y mogolas... Sobre gustos no hay nada escrito, suele decirse, y no me extrañaré, por tanto, del vuestro.

—Podéis añadir: de los de todos los que frecuentan nuestra casa.

—A muchos he oído lo mismo que acabo de repetiros; las mujeres, sobre todo, le detestan.

—¡Qué inocente parecéis!... —repuso Mara—. ¿Y creéis a las mujeres? Pues sabed que la que más aparenta odiarle es la que más aventuraría por una de sus miradas...

—Se diría que la pasión os hace delirar sobre este punto...

—Quizás podría asegurarse, amigo mío, que en vos la envidia produce el mismo efecto...

—¿Qué es esto? —repuso la madre de Mara— ¿Queréis reñir ahora, ya por ultrajar, ya por alabar a ese pobre joven que para nada se acordará de nosotros en este instante? Esto es murmurar, señorita —dijo a su hija—, y no debo yo permitirlo... Vamos, hablemos de otra cosa... Ricardo, ya sabéis que es un buen muchacho; a cada uno lo que se merece... ¿Y qué es de Rosa, aquella linda niña de la posada nueva? —añadió dirigiéndose a la sirvienta—. ¿Has parado allí a tu venida, María?

—¡Ah, señora! —murmuró la vieja María, algo indecisa—. Allí he parado... Pero ¡cuánto va de tiempos a tiempos! ¡Cuán cierto es que las mujeres somos como las rosas: el menor viento nos hace daño!

—Pues, ¿qué le ha pasado a aquella pobre niña? —preguntó Mara con interés.

—Por de pronto, su madre ha muerto...

—¡Dios mío! —exclamaron a un tiempo Mara y su madre—. Pues si parecía que sus frescas mejillas derramaban salud y vigor.

—¡Qué queréis! La muerte nada respeta...

—¿Y Rosa? —volvió a decir Mara—. ¡Pobrecita!... Quedar huérfana tan joven. ¿Cómo es capaz de gobernar sola la casa? ¿Quién la acompaña?

—Aquella tía suya mendiga... ¿No recordáis?

—Sí; ya me acuerdo: era una mujer muy honrada, que no dejaba de extrañarme no se hallase al lado de su hermana y prefiriese andar pidiendo de puerta en puerta...

—Ése es un misterio...

—Un misterio... Contadnos, si puede ser...

—¡Ello es al fin tan público!... —dijo la anciana después de vacilar—. Ella hizo retractación delante de testigos, y, en fin..., entre nosotros todo puede decirse...

Y la anciana, que, aunque era de suyo muy reservada, nada le callaba a sus señoras, y creyendo además que en ello no había pecado, puesto que había sido todo público, les contó todo lo que había pasado a la muerte de la madre de Rosa.

—Y bien —repuso Mara, después de haber escuchado con cierta inquietud—: ¿Cómo Rosa vive en la misma casa si ya no le pertenece?

—Ése es otro misterio...

—¡Jesús!... —murmuró la joven—. Parece eso una novela, con tantos secretos y misterios...

—Dicen que el nuevo heredero se la ha alquilado por una módica cantidad, permitiéndole que siga habitando en ella, dando posada como hasta aquí.

—Pues en verdad que es una generosidad sorprendente la del joven heredero —dijo Ricardo con su acostumbrada malicia—. Renunciar por una mezquina retribución a esa hermosa casa, amueblada con toda la magnificencia, no deja de ser sospechoso cuando se trata de amparar la orfandad de una pobre y hermosa niña de quince años. Bien reflexionado, ya no extraño la liberalidad del heredero.

—¿También vos sois de los que murmuran de la gente honrada? —exclamó la vieja sin poder contener su indignación—. Pues yo apostaría mi cabeza a que todo es un embuste, y a que el señorito Flavio es incapaz de cometer semejante bajeza. Pues poco importaba que le cediese esa magnífica casa, si como dicen malas lenguas, que no pueden ver hacer una buena acción sin tratar de rebajarla a los ojos del mundo, hubiese antes manchado y corrompido la virtud de la inocente niña.

Mara, pálida como una muerta, ya no se atrevió a pronunciar una sola palabra después de oír esto, y Ricardo la contemplaba a hurtadillas con la alegría del triunfo.

La madre de Mara, mujer de costumbres sencillas e incapaz de pensar siquiera en el mal, permanecía atónita oyendo hablar a la vieja María, que sin adivinar siquiera que con su torpeza y buena fe acababa de comprometer a la pobre Rosa, prosiguió con acaloramiento su defensa haciéndola con esto un daño cada vez más cruel.

Ricardo, aprovechándose de su debilidad, no cesaba de incitarla, dando motivo para que concluyese de manifestar todo lo que las lenguas maldicientes murmuraban de la desgraciada Rosa.

—No os canséis —le decía—; por más que os empeñéis en negar, yo no confío en la generosidad de ese hombre.

—Vos no confiaréis, pero yo sí, señorito Ricardo; y respondería de él con mi cabeza.

—¡Diablo!... ¡Mucho es eso, mi vieja María! ¿Quién es capaz de responder de nadie ni qué podéis saber vos de lo que pueda haber en eso?

—Sí, señor; sí lo sé —respondió la anciana encolerizada—. Yo no he hablado a la pobrecita niña, he estado a su lado largo tiempo, he visto su tristeza y juraría que es inocente como una paloma... ¿Qué importa que la hayan visto con el señorito Flavio la mañana que éste se ausentó de la quinta? ¿No era su bienhechor? ¿No es huérfana? ¿No ha quedado sin madre y sin apoyo en la tierra? ¿Qué mucho que fuese a despedir a su único protector en el mundo y le llorase luego?

Mara se levantó repentinamente, fingiendo habérsele caído al jardín uno de los ovillos del estambre con que bordaba, y la conversación quedó truncada.

Ricardo, satisfecho, ya no intentó reanudarla de nuevo, y con admirable táctica iba a alejarse para no importunarla con su presencia, cuando Mara le dijo:

—¿Ya os vais?

—Me espera un amigo —respondió Ricardo.

—Lo siento —dijo Mara con encantadora naturalidad—; quería que me ayudarais a plantar unas yedras y madreselvas; pero si ese amigo os espera, las plantaré sola.

—Vos sois entonces primero que mi amigo, y me quedo.

—De ningún modo —repuso Mara—; yo no quiero ser causa de que se falte a ninguna palabra.

—Podéis consentir en ello, pues la cuestión no era más que dar algunas vueltas por la pradera que se extiende al lado del río. Cuando no tengo que hacer otra cosa mejor, es cuando paseo yo con mis amigos; de lo contrario, juzgaría un crimen malgastar el tiempo de un modo tan inútil.

Mara aceptó, y hablaron largo rato antes de plantar las yedras y madreselvas. En el semblante de la joven trató, en vano, Ricardo de descubrir la más leve huella del dolor que debía haber sentido. Mara parecía estar alegre, sin afectación, y aunque él creyó que el despecho la obligaría a hacerle en aquel instante una promesa formal de amor, Ricardo la halló, a pesar suyo, tan burlona y tan indiferente como de costumbre.

Llegó la noche, y Mara esperó en vano ver aparecer a Flavio en el salón. El viajero no se presentó ante sus ojos..., y la pobre orgullosa pasó la noche más cruel que puede destrozar el corazón de una mujer que ama.

Cuando todos se retiraron, ella no se acostó siquiera; tenía fiebre, y nunca había sufrido una inquietud más devoradora... Los celos mortificaban su alma y no por eso sentía menguar el amor que profesaba a Flavio... ¿Podía ser, pues, tan grande su amor hacia aquel hombre que había creído sin mancha y que, sin duda, no era más que un infame, cuando hasta los celos no le hacían despreciarle? Ella, que aborreciera siempre a todo el que había llegado a herir de ese modo su corazón y su orgullo, sólo había de tener entonces valor para llorar.

Este pensamiento la torturaba de un modo tan cruel que nos sería imposible dar una descripción exacta de sus dolores.

«¡Es éste —exclamaba— el castigo de mi felicidad de un instante! No hay felicidad en la tierra... El mundo es un infierno; el amor, uno de sus tormentos; pero, ¡ay!, ¿cuánto durará este tormento para mí?... ¡Dichosa yo si nunca hubiese creído...!»

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