XXX

Como hemos dicho, Flavio halló a Ricardo que entraba en casa de Mara, y desde aquel momento sintió que sus celos se aumentaban de un modo violento; sintió que se despertaba en su alma el sentimiento de su dignidad ofendida, y por lo mismo, no quiso volver aquel día a ver a aquella mujer tan locamente amada, por temor a matarla.

Comprendió entonces que se había juzgado demasiado fuerte al creer que podría resignarse tranquilo a morir de dolor, y no quiso acercarse demasiado a la hoguera ni renovar la herida que aún derramaba sangre.

«Huyamos —dijo—; la tempestad que ruge en mi alma amenaza estallar... Huyamos hoy, y quizás mañana pueda ya verla y permanecer a su lado sin herirla».

Y montando en un brioso caballo, se encaminó a galope hacia la hermosa posada, en donde Rosa le esperaba en vano un día tras otro día.

Pero él no pensaba siquiera en la pobre niña, ni había vuelto a acordarse ni de su orfandad ni de su dolor; embebido en sus propios pesares, y no teniendo sino a Mara en su pensamiento, el mundo entero nada era a sus ojos, nada existía para él, sino Mara y los tormentos que Mara le causaba.

Su objeto al dirigirse a la hermosa quinta no había sido otro que el de pasar en sus jardines aquel día y aquella noche de amargura que se había propuesto permanecer lejos de ella.

Allí podría llorar y gemir en presencia de la Naturaleza, y sería menos dolorosa su agonía.

Cuando se apeó, nadie había en la puerta de la linda casa; las ventanas se hallaban entornadas y reinaba el mayor silencio en su interior.

Flavio subió lentamente las escaleras sin que nadie saliese a recibirle, y se encaminó hacia su gabinete, cuya puerta medio entornada dejaba percibir en su interior.

Flavio se detuvo entonces y observó.

Rosa, sentada al lado de la chimenea sin fuego, con las manos cruzadas sobre sus rodillas y el enlutado pañuelo medio desprendido de sus hombros, inmóvil como una estatua, contemplaba una corbata azul que tenía en su regazo.

Al ruido que hizo Flavio la joven se estremeció y, escondiendo en su pecho la corbata, se levantó, adelantándose hacia la puerta.

—¿Quién es? —preguntó con voz nerviosa antes de ver al viajero.

Pero tan pronto aquél se presentó en el umbral, lanzó un grito de sorpresa y de alegría tan intenso que Flavio se estremeció, aproximándose luego a ella con inquietud al ver que, después de haberse puesto roja como la grana de su saya, palidecía y vacilaba como si fuera a caerse.

—¿Qué tenéis, Rosa? —le preguntó aquél con afectuoso interés—. Sin duda os he asustado. Perdonadme y tranquilizaos...

—¡Por fin!... —pudo apenas murmurar Rosa rompiendo en sollozos.

Flavio, al escuchar aquellas palabras, recordó la promesa que le había hecho de volver a verla presto, y no sé qué extraños pensamientos cruzaron por su alma...

—¿Por qué decís al fin? —le preguntó con voz cariñosa.

—Ya hace mucho tiempo que he dejado de veros —exclamó la joven—. Y como vos no os habéis acordado de escribirme...

Flavio se ruborizó de vergüenza...

«Cuán pronto se olvidan los desgraciados —murmuró para sí—; el egoísmo no nos deja acordarnos más que de nosotros mismos».

Y tratando de borrar la mancha de tan imperdonable olvido, hizo sentar a la joven, que le obedeció sin vacilar, y empezó a prodigarle las mayores atenciones, cual si hubiese sido su propio hermano.

Aquellos instantes fueron para la joven de los más dichosos de su vida. Hablaron largo tiempo con el abandono propio de la inocencia. Flavio jugó con las largas trenzas de los lindos cabellos de la huérfana, y apretó sus manos, cariñosamente, sin que ella pensase en esquivarle; la tía Andrea tomó luego parte en aquella familiar conversación, y así pasó la mañana con la rapidez con que suelen huir los instantes de felicidad y las horas de placer.

Flavio dejó luego su compañía y llena su imaginación de pensamientos extraños, se encaminó hacia la quinta de Mara. El viajero deseaba que el viento frío de la tarde hiriese su rostro para que se disipase el ardor que abrasaba su frente. Se diría haberse verificado una revolución extraña en sus ideas. Rosa y Mara parecían confundirse en una sola imagen; pero existía al mismo tiempo entre ellas una distancia tan inmensa como de la tierra al cielo. ¿Por qué el recuerdo de aquellas dos mujeres, amada la una con toda la fuerza de un amor delirante y apreciada la otra con el desinterés y el afecto que la desgracia inspira, venían a reunirse en su pensamiento?

Flavio no podía comprenderlo, pero sí sentía que la imagen de Mara aparecía más viva aún y más luminosa que al lado de la transparente figura de Rosa, y que al sentir el tibio calor de las manos de la pobre niña y la suavidad de sus cabellos, recordaba las manos y los cabellos de Mara, cual si acabase de tocarlos y percibir su perfume.

Al volver, el negro humor que le devoraba se había aumentado más y más con los recuerdos que se habían despertado en él al recorrer los alrededores de la quinta, y cuando llegó la noche, ya no tenía límites su impaciencia.

Le parecía haber transcurrido un siglo desde que no había visto a Mara, y pensó en volverse a la ciudad aquella misma noche; pero reflexionó que ya no llegaría a tiempo, y se contuvo, pensando en marchar a la siguiente mañana.

Rosa se esforzó en hacer desaparecer la arruga que surcaba la frente del viajero con una coquetería infantil, hija inocente del amor que abrigaba su corazón, cándido y bueno como el de una paloma; pero aquél se obstinó en parecer grave, y cuando la mano de Rosa se quedaba entre las del joven viajero, éste no la estrechaba entre las suyas; diríase que todo le era indiferente en aquellos momentos.

—¿Qué es esto? —exclamaba ella—. ¿No queréis ser ya mi querido hermano?

Flavio la miraba y nada le respondía; pero en sus ojos brillaba como una especie de fiero relámpago que se diría inundaba su rostro.

Sin saberlo, esperaba adivinar que podía existir un crimen entre las inocentes caricias de un hombre y de una mujer, y las palabras que Mara le había dicho las recordaba entonces en su memoria: «No debe besarse la frente de las mujeres que se aman y se respetan... ¿Os agradaría que otros labios se hubiesen posado en mi rostro antes que los vuestros?»

—Rosa, habladme; pero no me toquéis —le dijo con brusco acento.

—¿Qué os he hecho, que tan irritado os mostráis conmigo? —le preguntó Rosa con timidez y tristeza.

—Nada —respondió Flavio, levantándose de su asiento—; no me hagáis caso, Rosa; yo os quiero como si fuerais hermana mía, pero soy un loco. La cabeza me arde y voy a retirarme, porque mañana tengo que ponerme en camino cuando amanezca.

Rosa, al oír aquellas palabras, se dejó caer sobre una silla derramando abundantes lágrimas. Flavio tuvo que acercarse a ella y acariciar de nuevo aquella hermosa cabeza, prometiéndole que volvería muy pronto a verla, y después se retiró a su gabinete.

En su sueño, las imágenes de Mara y de Rosa, confundidas, no cesaron de presentársele de un modo vago y aun doloroso, y estos sueños que brotaban de su enfermo espíritu le impacientaron y agriaron su carácter violento.

A la mañana, Flavio volvió a hallar a la pobre muchacha, que se había levantado con noche para despedirle, y experimentó al verla una sensación extraña que nunca había sentido hasta entonces. Cuando se despidió de ella cogió de nuevo sus pequeñas manos, y estrechándolas con fuerza, sin saber por qué, dijo:

—Adiós, Rosa. Vuestras manos tienen un calor suave que me agrada, y quisiera poder llevarlas conmigo.

La joven, a pesar de su tristeza, se sonrió; pero Flavio permaneció grave y serio y partió con velocidad.

Tan pronto llegó a la ciudad, lo primero que hizo fue presentarse en casa de Mara, y halló en ella a Ricardo, sentado amigablemente entre la joven y su madre.

Su primer impulso fue volver a salir; pero luego resolvió quedarse, hasta que Ricardo marchase el primero, y hablar a Mara. ¿Qué quería decirla? Él mismo no lo sabía, pero su corazón era un infierno.

Por su parte, Ricardo no dejó medio alguno de aumentar su desesperación, hablando a veces en voz baja a la joven contra todas las reglas de la educación; jugando con el ovillo de estambre de su labor y haciendo lo mismo con los de su madre, que le decía con la mayor sencillez:

—Ricardo, estáis revoltoso como un chiquillo... ¿No veis que nos priváis de trabajar? Mirad a Flavio, qué formal y qué modoso; pues así debías ser vos, pero tenéis la cabeza a pájaros.

Flavio, en tanto, meditaba si debería matar a Ricardo o a Mara, o a los dos a un tiempo. Sus celos se desahogaban en aquellos insensatos y criminales proyectos, no hallando un remedio al mal que le devoraba. Además, ¿no era aquello un insulto que le arrojaban a la cara sin pudor alguno? Él bien comprendía que el proyecto y la resolución más acertada que hubiera debido tomar era alejarse, despreciarlos y no volver a verlos jamás.

Pero esto no era compatible con su amor, que tenía todo el aspecto de una úlcera incurable, de un insensato frenesí. No le quedaba, pues, otro recurso que sufrir hasta que la suerte decidiera del porvenir; pero él tampoco se hallaba con fuerzas para sufrir, y cada vez que veía a Ricardo al lado de Mara, los terribles pensamientos se agitaban en su mente con una tenacidad inaudita.

Mara hubiera podido remediarlo todo quizá, pero la fatalidad vagaba en torno de ella y no la dejaba ver claro el abismo a cuya orilla caminaba, aunque a veces llegaba a espantarse del carácter y del amor de Flavio; como la incredulidad venía a interponerse de continuo ante sus ojos, ella concluía por repetirse siempre:

«Quién sabe... Tal vez todo no sea más que una mentira; tal vez, como una nube de verano, llegará a disiparse su amor en un instante. Yo no debo doblegarme ante sus extraños caprichos. Por el contrario, debo hacer que se acostumbre a los usos de la sociedad y que me permita obrar como hasta aquí, convencido de que a pesar de esto sólo es suyo mi corazón».

Y de este modo la lucha seguía encarnizada, y Mara y Flavio caminaban más y más hacia los abismos de la fatalidad.

Después de haber oído la relación de la vieja María, su satisfacción no tuvo límites al pensar que al menos no había sido completamente engañada, que el mundo no había visto en ella ninguna mudanza que indicase el amor que profesaba al viajero y que de este modo podía ser ella sola sabedora de sus tormentos, sin que nadie tuviese derecho a señalarla ni reírse de su credulidad. Ricardo era el único que había percibido algo; pero, maestra en ocultar sus verdaderos sentimientos, confiaba en llegar a hacerle creer que entre Flavio y ella no había habido más que uno de esos entretenimientos pasajeros que duran sólo un día y en los cuales ni el corazón toma parte ni el pensamiento los recuerda tan pronto llegan a desaparecer.

Sin embargo, ella no había renunciado a Flavio ni se atrevía a pensar siquiera que hubiese de alejarse para siempre de su camino. Él era ya la única ocupación de su pensamiento, y a pesar de lo que había oído acerca de él, no creía enteramente que hubiese sido capaz de cometer una acción tan baja y ruin.

Cuando el hombre es verdaderamente bueno y honrado, lleva en su frente un sello tan distinto del que no lo es que difícilmente puede llegar a confundírseles; se les distingue con sólo mirarles al rostro.

Mara podía dudar del amor y de la constancia de Flavio, pero apenas se atrevía a pensar sin remordimiento que fuese cierto lo que de él se murmuraba.

Hay cosas que no pueden ni fingirse ni ocultarse, y la inocencia y la candidez de Flavio estaban tan profundamente marcadas en su mirada y en todo su ser, que no podía dar lugar a la duda.

No obstante, aquella verdad o aquella calumnia que ante ella se le había imputado fue como un grito de alerta, y más que nunca se propuso ocultar a los ojos del mundo y a los de Ricardo que Flavio era en realidad su amante.

«Él volverá siempre si en realidad me ama con el amor que aparenta —se decía—; y aunque espera morir de dolor, como yo sé que nadie se muere de amor hoy día, sin duda porque el traidor niño se ha familiarizado ya con el corazón de los mortales, él tampoco morirá y todo acabará bien. Si, por el contrario, llegase a olvidarme, su amor no sería verdadero, y ya nada habría perdido».

Trató, pues, a Flavio en esta entrevista delante de su madre y de Ricardo con la deferencia con que suele tratarse a un amigo que se ve raras veces; dejó a Ricardo jugar con sus ovillos de estambre, y se contentó con no escucharle cuando aquél quiso hablarla en voz baja.

En tanto, ya hemos tratado de describir lo que pasaba en el alma de Flavio. La joven estaba muy distante de comprender aquel corazón de fuego en aquellos momentos, pues el rostro del viajero no demostraba más que una frialdad rígida y reservada.

Las dos iban a dar muy pronto en el reloj de la ciudad, pero ninguno daba muestras de pensar en marcharse. Flavio comprendió que, por su parte, era una falta de consideración.

En las ciudades de provincias, la hora de comer es como un sagrado que nadie debe violar, y las puertas se cierran; pero él no podía resolverse a dejar al lado de Mara al maldecido Ricardo, y permanecía inmóvil. Dieron las tres.

—Señores —dijo entonces la madre de Mara con su acostumbrada ingenuidad—, si gustáis acompañarnos a comer, ésta es la hora, poco más o menos, en que acostumbramos a hacerlo.

Flavio se levantó lentamente, pues Ricardo no se había movido aún de su asiento.

—Señora, dispensadme si he sido demasiado importuno —dijo Flavio—; el tiempo se pasa con rapidez cuando la imaginación se halla agradablemente entretenida.

—En verdad que sí —añadió Ricardo—; y ahora que recuerdo, en mi casa se come a las dos, y seguramente hoy no me habrán aguardado creyendo que no como en casa. Me admitiréis, pues, a vuestra mesa. La agradable conversación con que nos habéis halagado ha sido causa de este olvido mío, y no consentiréis que ayune sin estar en cuaresma.

—Ciertamente que debéis hoy comer con nosotros —dijo la madre de Mara—, y me alegro de ello, pues mucho tiempo hacía ya que no nos habíais acompañado.

Flavio fue invitado también por la anciana con grandes instancias; pero él rehusó obstinadamente. Cuando salió, una nube terrible nublaba sus ojos.

Salía decidido a esperar a que Ricardo saliese, provocarle luego y batirse a muerte con él. Con este objeto, permaneció paseando largo tiempo de un lado al otro de la calle por delante de la casa de Mara. Pero Ricardo no salía, y su rabia crecía cada vez más, llamando sus pasos la atención de los curiosos vecinos.

El ruido de una ventana que se abría vino a llamar su atención; alzó la cabeza y vio a Mara y a Ricardo que acababan de asomarse.

Avergonzado de que le hubiesen visto, se alejó entonces sin volver a mirarlos, encaminándose hacia las afueras de la ciudad.

«Si yo le matase —murmuraba con sordo acento—, quizás ella llegaría a aborrecerme y tendría que alejarme de su lado; además, habría cometido una acción que reprueba el Dios a quien adoro; mancharía mis manos en sangre. Moriré yo, y quizás Dios perdone más fácilmente el que me mate a mí mismo que no el que asesine a otro. ¡Oh, Dios mío!... ¡Dios mío!... Perdonadme. Bien veis que no puedo soportar un dolor tan cruel como el que devora mi corazón. Mara..., Mara..., ¿por qué te he conocido?»

Llegó a orillas del río, y entrando en una especie de mesón, sucio y sombrío, pidió tintero, papel y pluma, y tomando asiento al lado de una mesa coja y desvencijada se puso a escribir a Mara. Preguntó después de haber concluido si habría allí quien llevase una carta a la ciudad, y habiéndole contestado negativamente, dejó sobre la mesa la mayor parte del dinero que llevaba y salió apresuradamente.

No muy lejos de allí, y en una revuelta que formaba el río, había un bosquecito de pinos jóvenes aún, y tan espesos que apenas se podía atravesar por entre ellos. El terreno se inclinaba suavemente hacia las aguas, cubierto de florecillas moradas y blancas; un arroyo saltaba cercano sobre algunos peñascos negruzcos, yendo a perderse en el río, y los arbustos de la cercana orilla y los altos y torcidos álamos, lamiendo con sus ramas la superficie, formaban graciosos surcos y extendían en torno suyo una débil sombra que hacía más intensa la profundidad del río.

Flavio se tendió cercano a la orilla, sobre el húmedo musgo, pudiendo tocar casi con su mano el agua fría, sutil y murmuradora. Sus pies descansaban muellemente sobre una arena blanca y fina como la que se halla en las playas de la costa; zumbaban los insectos alrededor de su cabeza, tocando con sus alas sus cabellos desordenados; entreabríanse las flores silvestres al cabo del mediodía, lanzando sus agrestes perfumes, y un sol de invierno, claro pero tibio y de un color pálido, semejante al de la luna llena, inundaba la tierra de una dulce alegría y templaba la atmósfera suavemente.

Ningún día menos a propósito para morir.

Era aquélla una de esas hermosas y poéticas mañanas de invierno en que la naturaleza parece alegrarse, presintiendo la cándida primavera, y respirar con amor, cual si sintiese rebullir ya en su serio los gérmenes a que ha de dar vida.

Era, en fin, una de esas mañanas en las que ni el calor fatiga, ni molesta ni entumece el frío con su soplo de nieve; en las que es grato el sol, bella la sombra y puro y transparente el cielo, del que se apresura a huir la ligera nube, avergonzada de aparecer tan abandonada y solitaria en medio del diáfano azul que la rechaza como un adorno inútil.

La imagen de la muerte aparece en esos días a la imaginación del hombre como un horrible sarcasmo, como un fantasma sangriento y burlón que espanta la mirada, fantasma que vemos vagar en torno nuestro, que hiere quizás a nuestro amigo, a nuestro hermano, y que juzgamos, sin embargo, como un sueño quimérico y creemos imposible llegue a herirnos también reduciéndonos a la nada, helando nuestros miembros, que ahora sienten, se mueven y palpitan, y cerrando para siempre nuestros ojos a la luz.

Flavio, lleno de vida y de vigor, meditaba que dentro de algunas horas su cuerpo no sería ya más que una masa inerte que la corriente del río arrastraría a su antojo y que arrojaría después de su seno, devolviéndola a la tierra como propiedad suya.

Y, sin embargo, la palabra muerte no le parecía en aquellos instantes más que un sueño, un cuento horrible que había circulado de boca en boca por toda la humanidad para causarle espanto...

Él contemplaba sus manos y palpaba su cuello y su hermosa cabeza; hablaba alto consigo mismo para oír el eco de su voz, y se preguntaba después si la vida, que lo era todo, podría ceder en un instante su paso a la muerte, que es la nada, y desaparecer para siempre bajo su brazo formidable pero invisible.

Su imaginación rechazaba esta idea, se horrorizaba luego al pensar que no era una vana quimera, y, sin embargo, se disponía para morir...

Recordó su palacio, sus ilusiones, sus sueños..., su libertad... ¡Ay!, ¿en dónde estaba? Morir sin haber visto más que algunos palmos de tierra, sin haber recorrido ese mundo que tan hermoso había soñado su loco pensamiento...; morir sin decir adiós al viejo palacio abandonado..., morir tan joven... ¿Por qué morir, pues?... Sí; era necesario morir..., morir muy pronto; el sol no debía lucir un día más sobre aquel rostro tan bello, tan gracioso, ni sobre aquella frente espaciosa y lisa que los rizos de su cabellera, negra como la noche, acariciaban sin cesar.

¡Era necesario morir sin apelación, sin remedio salir al encuentro del mudo y aterrador fantasma y estrecharle contra su corazón lleno de amor y de vida, porque así lo quería una mujer!

Flavio se sonreía amargamente... Se burlaba de su sexo, del sexo fuerte e invencible..., del sexo poderoso, y recordaba cierta historia de un gigante derribado por una hormiga.

La hormiga, sin embargo, no había pretendido ni intentado vencerle de aquel modo; tal vez no hiciera más que seguir imperturbable su camino, marchando impasible ante él sin detenerse en su carrera.

¿Existía, pues, el destino? ¿Era el destino la desgracia y la fatalidad? ¿No puede el hombre evitar la catástrofe que viene a destruir y aniquilar de un solo golpe su gloria y su porvenir? Y si no era esto así, ¿cómo él se veía precisado a morir cuando la alborada de su juventud empezaba a asomar con sus primeras sonrisas por el oriente? ¿Cómo evitar el mal que le conducía hacia el sepulcro con inexorable mano? Matar a Ricardo era un crimen, y aunque así no fuera, no por esto Mara, que le acogía cariñosa, que le miraba con dulces ojos, que no consentía en alejarle de su lado, le hubiera amado más después de su muerte. ¡Quizás fuese esto bastante para que llegase a aborrecerle, porque unas manos que han llegado a teñirse una vez en sangre exhalan siempre el olor del crimen, detestable y hediondo! ¿Matarla a ella? ¡Gran Dios!... ¡Cosa fácil fuera ascender hasta ese horrible escalón, permaneciendo a su lado y contemplándola perjura!... Pero, ¿y después?... ¡Dios le hubiera dado en la otra vida por único castigo el espantoso dolor de haberla matado, y sería éste el más terrible de todos los tormentos!

Respecto a este mundo, ya todo habría concluido. No le restaba, pues, más recurso que morir solo... Nada podía salvarle y era la única esperanza posible hundirse en el seno de la muerte para dejar de sentir. La existencia como hasta allí le era completamente insoportable. ¿Era verdad que ya nada podía alejarle del abismo?

Leyó la carta que había escrito a Mara, y rompiéndola luego se puso a escribir en un papel que encontró por casualidad en su bolsillo:

«La vida es un sueño... Menos que esto: una sombra de sueño... tampoco es esto... ¿Qué es la vida? Ella ha pasado por mí como si no pasase, como ráfaga de viento que azota el rostro sin ser visto y desaparece sin dejar huella alguna... ¿Qué quedará en mí después que haya dejado de ser? ¿Qué ha quedado de los días que fueron? ¿Qué existe en mí de aquellas horas que he sentido correr sobre mi vida como corren las horas presentes..., los minutos..., los instantes..., los...? ¡Con cuánta velocidad vuelan uno, dos, cien, mil...! ¿Qué distancia nos separa de uno a otro momento? ¿Cómo se multiplican y huyen..., y en tanto, avanzando siempre, y avanzando hacia la eternidad? ¿Y qué es la eternidad? Tal vez la única dicha..., porque el tiempo no puede admitir dicha alguna en su seno; el tiempo no hace más que formar y destruir... Todo de paso... No puede haber en esto felicidad... El tiempo es la desgracia... Muramos... Este terror que sentimos hacia el descanso eterno no es más que el vértigo en que nos envuelve la agitada, la insulsa vida: muramos... Todo será un instante..., y después..., ¡oh Dios!... ¿Será verdad que no ha e perdonarme este crimen? ¡Dios mío..., Dios mío!...»

Flavio se tendió en el suelo con el rostro pegado a la tierra después de escribir tan desordenadas frases, permaneciendo así algunos instantes. Cuando se levantó había en su rostro algo de la dureza del pecador impenitente; no se burlaba del cielo, pero había caído en esa indiferencia amarga, en esa indolencia por la cual se va uno resbalando lentamente hasta el crimen, acompañado de los remordimientos que no evitan entonces el mal y mortifican el espíritu.

En medio de la dolorosa flojedad que revelaba su actitud, había algo de satírico y mordaz en su mirada, algo de cinismo en su sonrisa.

El mundo, tal cual se había presentado a sus ojos, pasaba entonces por su pensamiento y se burlaba de él en el fondo de su corazón: se burlaba de la vida, de la honra, de la vanidad y hasta del mismo amor que le daba la muerte. El poeta, sombrío, templando su lira antes de morir, quería rasgar el aire con sus sonidos desgarradores, y acompañándolos con el eco amargo de su voz, ahuyentar los pájaros que gorjeaban sobre las ramas de los pinos y estremecer las aguas... En aquellos instantes no amaba ya; aborrecía a Mara con la vida.

El ancho río que, desembocando en el mar a corta distancia, subía y bajaba con las mareas, empezaba a engrosarse entonces rápidamente, sin que Flavio lo hubiese notado. Poco faltaba, sin embargo, para que las aguas bañasen sus pies, tendidos con negligencia sobre la arena. Flavio, queriendo despedirse del cielo, se tendió de nuevo sobre el césped, contemplando el espacioso y dilatado azul del firmamento; allí, en donde nadie llegaba a interrumpir sus meditaciones, quería gozar por última vez de todo lo que tanto había amado en la tierra.

Pasado algún tiempo, el río, cubriendo de pronto sus pies y salpicándole de agua hasta el rostro, le hizo incorporarse rápidamente.

Entonces vio cómo, engrosando, la corriente iba a cubrirle bien pronto si no se alejaba de aquel lugar.

«¡Las mismas aguas vienen a decirme que ya no debo vivir más tiempo! —murmuró—. Pues bien: ¡yo esperaré inmóvil sus besos fríos y sus helados abrazos; dejaré que me acaricien primero dulcemente, y que jueguen después con mi cuerpo como con la hoja de una flor marchita, sepultándome, por último, en su lecho de arenas!...»

Y tendióse lo más cómodamente que le fue posible sobre el musgo, resuelto a dejarse arrebatar por las aguas, aunque no sin dirigir antes una intensa mirada en torno suyo que quería decir: «¡Adiós para siempre!»

¡Después cruzó los brazos sobre el pecho, cual si se hallase recostado en su féretro; cerró los ojos, y un frío estremecimiento recorrió todo su cuerpo!... ¡El agua tocaba ya sus rodillas..., la muerte se acercaba!

«¡Cuán fría —murmuró—; pero no nos inquietemos; dentro de poco, ya todo habrá concluido!»

Y el agua crecía y crecía, y reinaba en torno suyo una quietud dulce, un silencio reposado y apacible, que convidaba al sueño y al descanso. Tan sólo se sentía el canto de un mirlo, acompasado y triste, y el murmullo del río que, empezando a hallar un obstáculo en el cuerpo de Flavio, formaba contra él una pequeña rompiente.

Los alados insectos proseguían zumbando en son monótono alrededor de la cabeza del pobre viajero, llegando hasta posarse sobre sus labios pálidos y fríos como los de un cadáver; una brisa templada, resbalándose suave sobre su frente, agitaba dulcemente sus cabellos, que tocaban el verde musgo y los pajarillos revoloteaban sin temor alguno en torno suyo, cual si ya no viesen en él más que una masa inerte.

«Ya no me temen ni pájaros ni insectos —decía él—; en tanto, presienten, sin duda, que ya no he de levantarme más para ahuyentarlos a mi paso... Si algún águila cruzara en este momento el espacio, creyéndome cadáver, bajaría presurosa hacia mí para abrir mi pecho con sus garras y arrancarme las entrañas... ¡Cuán horrible!... Y, sin embargo, yo permanecería aún inmóvil y la dejaría cebarse a su placer... ¿No sería mejor morir sin corazón que sentir la agonía de sus últimos latidos?... Mi corazón se resiste a morir a pesar de sus dolores!... ¡Se agita apresuradamente..., tiembla..., se diría que tiene miedo! La vida que va a abandonarme parece haberse encontrado toda en él para luchar contra la muerte... Mi cuerpo se conmueve a cada una de sus violentas pulsaciones, y trato, en vano, de contenerle apretando fuertemente mis brazos sobre él... Sus latidos son cada vez más convulsivos... Yo los siento resonar sobre la fría tierra que se estremece a su impulso... ¿Qué es esto? ¡Miedo, sí, miedo...! ¡Muy horrible debe ser la muerte cuando así la rechaza la naturaleza!... ¡Sí!..., la muerte es un abismo. ¡Ah!...», exclamó de pronto alargando sus brazos. El agua acababa de inundar su pecho, haciéndole estremecerse a su frío contacto, no pudiendo reprimir aquel movimiento instintivo de horror; pero pronto volvió a cruzar sus brazos con resignación y valor.

Sin embargo, tal vez el haberse determinado a esperar la muerte lentamente era porque le faltaba resolución para terminar de un solo golpe la vida. ¿Quién comprende los horribles misterios de un corazón herido de muerte, pero lleno de vigor y de animación al mismo tiempo?...

El río seguía creciendo; los pies de Flavio parecían oscilar y marchar con la tranquila corriente, viéndoseles, a través de la transparencia de las aguas, como parte de un cuerpo inerte, medio sepultado entre la arena; el sol bañaba de lleno su hermoso semblante y oreaba el viento su frente y algunas plantas de tallo alto y ligero y de agreste perfume.

«¡Dios mío..., Dios mío!... —murmuró—. Si esto es un crimen, perdonadme... ¡Dios mío!... ¿Habría nacido yo para morir así? Perdón..., perdón...»

El sordo murmullo del río ahogó sus palabras; las aguas se precipitaron sobre él, bañando su rostro, y formando en torno suyo un oscuro remolino le envolvieron como un sudario...

Flavio se irguió entonces como impulsado por un resorte; lívido, aterrado, en sus ojos se hallaba pintado el espanto... Sus cabellos, empapados y aplastados sobre sus sienes, le hacían parecerse a un espectro; sus brazos, extendidos, se alzaron hacia el cielo con desesperación...

«¡Ay!... —exclamó en un acento tembloroso, reconcentrado, desgarrador— ¡No creí nunca que pudiese ser tan amargo el paso de la vida a la muerte! ¡Debe ser horrible el dolor de morir!... ¡Tengo miedo a ese dolor!»

Flavio, de pie, en medio del río, cuyas aguas llegaban a su cintura, bamboleándose a impulsos de la corriente, lanzaba angustiosas miradas en torno suyo...

«Aquí la muerte, y allí la vida —pensaba mirando el campo—; allí el aire, flores, perfumes, y aquí estas aguas que me rodean rugiendo... Estas aguas sombrías que me espantan porque el cáliz de hiel se encierra en ellas... ¡Oh!... Un solo paso y el fantasma de hielo huiría horrorizado y yo estaría en salvo...»

Y se adelantó hacia la orilla, como cediendo a la fuerza interior que le mandaba vivir... Pero retrocediendo luego de improviso, se arrojó como un loco a merced de la rápida corriente. Su cuerpo apareció momentos después en medio del ancho río, luchando por la muerte.

Flavio no debía morir aún, sin embargo... ¿Para qué, si no, esta humilde pero verdadera historia? Un suicidio por vanidad, por ambición, por amor, es desgraciadamente la cosa más tristemente vulgar del mundo, y ya nadie se extraña de que un hombre hastiado y cansado de vivir tenga el valor egoísta de concluir con su existencia.

Fácil es morir, bien considerado todo; y mucho más cuando se recuerda que, al fin y al cabo, ha de llegar el momento terrible, y cuando se cree que la tumba es el descanso... Pero el verdadero drama de la vida, lo es en realidad terrible, es esperar a que la Providencia le llame a uno al seno de la eternidad. Sufrir un día tras otro día, ver cómo las ilusiones se desvanecen, cómo el amor más intenso concluye y cómo el corazón se cambia; ver, en fin, cómo a los cabellos de azabache van sustituyéndolos las blancas canas; cómo se desfigura nuestro rostro y cómo el ser que un día ha formado nuestra única felicidad en la tierra pasa a nuestro lado sin conmovernos, y le vemos alejarse, diciendo: «Ha sido irresistible ese hombre o esa mujer en otro tiempo... Me ha hecho delirar largos días..., y recuerdo, si no me engaño, que hemos llegado a amarnos mucho. Entonces hubiera dado por ella la vida... ¡Cuántas locuras se halla uno dispuesto a cometer en nuestra juventud!»

He aquí el lado burlesco y terrible de la pobre humanidad... En esos dolores incesantes que cada hombre va tocando hora tras hora; en esos desengaños, en esas escenas y esas historias que se reproducen sin cesar en torno nuestro, hay más amargura, sin duda alguna, y existe un fondo más lúgubre y desgarrador que en las catástrofes violentas que a primera vista nos aterran. De ellas, como del tronco de un árbol cuyas ramas brotan, crecen y se multiplican extendiéndose cada una en direcciones distintas, surgen miles de lágrimas, episodios sangrientos y dramas que la pluma trata en vano de escribir.

Algunos de éstos, no obstante, no pertenecen más que al amor, a ese sentimiento, poderoso como la tempestad y pasa ero como ella; a ese sentimiento de que nos burlamos algunas veces, y que es, sin embargo, una de las causas más activas que contribuyen a formar la felicidad o la desgracia del hombre.

Nosotros hemos intentado describir una de estas historias en nuestro torpe y desaliñado lenguaje... Sigamos, pues, a Flavio.

Como hemos dicho, su cuerpo se vio vagar bien pronto en medio del ancho río, luchando con la muerte; pero, por su fortuna, mi joven desconocido, lanzándose entonces al río y nadando vigorosamente, logró alcanzarle cuando iba ya a sumergirse para siempre; le agarró por los cabellos, y sosteniendo, con peligro de su vida, aquel cuerpo inerte que las aguas trataban de disputarle, le puso en salvo.

El pobre viajero tenía ya todo el aspecto de un cadáver, pero respiraba aún, y los prontos y eficaces auxilios que se le prodigaron pudieron volver a la vida aquella naturaleza de hierro.

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