XXVIII

Llegó la noche, y Flavio, vestido con suma elegancia, pues le agradaba el lujo, se presentó en casa de Mara, arrogante como un príncipe. Los hombres no pudieron menos de dirigirle envidiosas miradas, pues comprendieron que jamás podrían llegar a la majestuosa distinción que el Leopardo desplegaba en sus menores ademanes, y las mujeres fingieron no notar su presencia, temiendo demostrar un interés que no había de ser, quizás, correspondido. Sin embargo, la mayor parte de ellas hubieran dado la mitad de su vida porque aquellos ojos negros, llenos de una fiereza velada por un rayo de dulcísima ternura, llegasen a fijarse en los suyos para decirle: «Tú eres la preferida entre tantas».

Pero Flavio parecía no notar siquiera su presencia, y ellas se fatigaban en vano para llamar su atención, fija completamente en otro objeto. Sentado al lado de la madre de Mara, se complacía en hablar con ella, ya que no podía hacerlo con su hija, pues quería disimular cuanto le era posible, en presencia de los demás, el amor que dominaba su alma. Así se lo había prometido a ella, y quería cumplirlo, al menos por aquel día, pues iba creyendo que no podría vencerse de aquel modo mucho tiempo.

La joven en tanto reía como una loca y hablaba entre sus amigas con la volubilidad de una niña inquieta y bulliciosa; jamás sus admiradores la habían visto tan alegre a pesar de que trataba de aparentar estarlo siempre y no inquietarse más que por su querida madre, cuando se hallaba enferma.

Y era que nunca había sido más perfectamente dichosa que aquel día. Si el viajero hubiera podido leer lo que pasaba en el corazón de su amada... Pero, ¿qué decimos? Si eso hubiera podido suceder, cerraríamos desde este instante las páginas de este pobre libro, añadiendo sólo que Flavio y Mara se habían casado pasados algunos días, y que vivían felices en el viejo castillo de Bredivan, tras de cuyos viejos muros existían otra vez la animación y la vida.

Si es una felicidad muchas veces que no puedan penetrar las miradas, los secretos del alma, lo es también no pocas una desgracia inmensa. Bastaría en muchas ocasiones, en que la desgracia amaga aniquilar la felicidad de toda una vida, mostrar una sola página de nuestro corazón, una sola herida, y todo quedaría concluido. Pero como está escrito que la verdadera felicidad no puede existir para el hombre en la tierra, sólo es dado al Dios de los ejércitos el leer en lo profundo de nuestro espíritu.

Mara le había erigido a Flavio altares en su corazón; hacía más que amarle: le adoraba ya.

Al verle cumplir sus preceptos con la religiosidad de la obediencia más cariñosa y más santa; al verle sentado al lado de su madre, a quien le hablaba sin cesar de su querida hija, y sin mirar siquiera a ninguna de tantas mujeres, codiciosas de una palabra suya; al verle, en fin, rivalizando y venciendo en elegancia y delicadeza a los más elegantes de los que frecuentaban la tertulia, Mara no cabía en sí de gozo y felicidad. Con el orgullo con que una madre contempla al hijo amado de su alma, así contemplaba la joven a hurtadillas la hermosa figura de Flavio que se destacaba entre todas como una flor recién cortada de su tallo, entre otras flores mustias y sin brillo.

Su talle esbelto tenía cierta natural dejadez, hija de la más exquisita elegancia; el menor de sus ademanes encerraba una gracia artística y seductora, y existía en todo el conjunto de su persona una noble arrogancia, que parecía desafiar todas las pequeñeces de la tierra. Flavio, en medio de las mejores sociedades del mundo, tendría que ser siempre un hombre distinguido, y entre los que entonces le rodeaban era un coloso. Mara, comprendiendo todo el valor de su tesoro, no lo hubiera cedido por todas las riquezas del universo. Las jóvenes que concurrían a aquella tertulia de confianza adivinaban también que había en aquel hombre, distinto de los demás, algo digno de ser verdaderamente amado; él fue el único sueño de muchas de aquellas mujeres, desde que le hubieron conocido, y quizás algunas lágrimas de despecho se verterían en medio del silencio de la noche, al ver su frialdad inmutable, al verle pasar tranquilo sobre encendidos cráteres sin sentir el más leve calor sus plantas de nieve.

Pasóse la mayor parte de la noche sin que el viajero saliese del lado de la anciana, a quien daba conversación en unión de otras respetables matronas sexagenarias, que quedaron desde entonces prendadas de su cortesía y delicadeza. No se hallaba Flavio, no obstante, muy halagado entre aquellas ninfas de blancos cabellos y arrugado cutis, pero empezaba a dar muestras de cumplido cortesano en la sutileza con que ocultaba su disgusto. Mara no se había engañado al pensar que el salvaje podría dar lecciones a los más expertos a los pocos días de su permanencia en la ciudad.

Llegó un instante en que los cotidianos juegos de prendas en las tertulias caseras iban a dar principio. Faltaba una pareja, y Flavio tuvo que completar el número. Grande era su apuro en aquellos momentos, por ignorar completamente lo que eran tales juegos; pero Mara fue a buscarle a su asiento, y sin que nadie pudiera notarlo, lo guió paso a paso, y ninguno se apercibió de la ignorancia del forastero, que, de seguro, habría de parecer un gran crimen a los ojos de los necios.

Después tomaron asientos juntos, y Flavio pudo hablar, por fin, a la amada de su alma.

—Me habéis impuesto un castigo cruel... —le dijo—; he sufrido horriblemente... Toda la noche sin hablaros, ¿no comprendéis que es demasiado?

—Dejad que pasen algunos días y me hablaréis con más frecuencia... No seáis tan exigente. Se conoce que no estáis acostumbrado a esperar, y ya veis cómo, al fin ha llegado el momento... ¡Yo también lo deseaba!...

Flavio dejó de sufrir al oír estas palabras, y se olvidó de la cruel noche que había pasado. La voz de Mara era para su corazón como el viento que disipa las tormentas. Además, aquella noche no había venido Ricardo...; pero apareció por fin.

—Llego aún para el último vals, ¿no es verdad? —dijo al entrar, después de haber saludado.

—Poco más —le respondieron—; podréis aún quizá bailar dos; pero nada más. ¿No es cierto, Mara?

—Como gustéis, señores —respondió aquélla—; ya sabéis que nosotras no somos las que nos cansamos de vuestra compañía.

—Gracias, querida. ¿No —le dijeron—, es demasiado conocida vuestra bondad? Pero, ¿no os parece que era necesario castigar a este desertor?

Y luego, acercándose uno a la joven, añadió:

—No es justo, corazón de roca, que a los amantes antiguos se los vea alejarse así, con la indiferencia que demostráis...; al fin y al cabo, Mara..., nada como el primer amor... ¡Es la única planta que arraiga en el corazón!...

—Ya lo habéis oído —le dijo Flavio con una mirada que de dulce y cariñosa se mostró sombría como la noche, y luego añadió con el rostro impasible, pero que causó espanto a la joven—: Mara..., ¿qué es lo que os liga a ese hombre? Decídmelo..., os lo ruego; todos menos yo saben, sin duda, vuestro secreto.

—Me fatigáis —repuso aquélla—. ¿Qué queréis que os diga? ¿Podréis comprenderme acaso como yo quiero que me comprendáis? No, seguramente. Esperad algún tiempo más, y yo os lo diré todo. Pero en tanto tened entendido que a vos es a quien amo, que así os lo he dicho sin esperar a que os molestarais con los preámbulos ridículos que en estos casos se exigen, y que ésta ha sido una gran prueba de que sois el único a quien verdaderamente he amado en este mundo, sin temer declarárselo ni un instante; ahora tened paciencia, no hagáis caso alguno de esas palabras vacías que se murmuran a mi oído y mostraos indiferente a todo... ¡Sospecho, si no, que iréis a hacerme sufrir demasiado!

—¡Bien! —dijo Flavio—. Vencéis siempre, y hacéis de mí cuanto queréis...; pero, Mara, recordad lo que me habéis jurado...; yo no os perdonaría un engaño.

—Sois indómito y altivo hasta un extremo que no debéis serlo —le contestó la joven—; y jamás se debe usar el mandato con una mujer. Os lo advierto, porque pudiera suceder que lo ignorarais.

—Y yo os advierto —repuso Flavio a su vez— que la mujer creo que debe ser, ante todo, cariñosa y sincera para la persona de quien es amada. ¿No lo creéis así vos también?

—Lo creo —respondió Mara.

—Pues bien: decidme qué se debe hacer cuando la mujer no es ni lo uno ni lo otro.

—Dejar de amarla.

—¿Y si esto no es posible?

—Todo es posible en el mundo... —dijo Mara con acento algo irónico—. ¡Ojalá no lo fuera!

—Yo os aseguro que ya no podré dejar de amaros, y lo creo así al menos —dijo Flavio de un modo que no daba lugar a la duda—. Mirad, pues, Mara, cómo me tratáis; me habéis jurado amarme, y yo ahora pienso que me encontraría con valor para reclamaros a viva fuerza el cumplimiento de esos juramentos.

—¡Callad! —dijo Mara, halagada por aquellas palabras, que no le hubiera sufrido un instante a otro hombre, pero que en boca de Flavio le parecían armoniosas, pues le revelaban la inmensa pasión que abrigaba aquella alma virgen—. ¡Sois un loco! No volváis a repetir semejantes palabras, os lo ruego.

—¿Me juráis otra vez amarme siempre? —dijo Flavio como un niño que hace repetir cien veces a su madre la promesa de un juguete.

—Os lo juro —respondió Mara con una sonrisa maternal—; pero vos no me habéis jurado nunca nada —añadió—. ¿Cómo voy a fiarme de vos?

—¡Oh! —murmuró Flavio, admirándose de que nunca había jurado a Mara amarla eternamente, no comprendiendo en su inexperiencia que ella no necesitaba entonces de sus juramentos—. ¡Cómo! ¿No he jurado yo también? Yo os aseguro, Mara —dijo entonces con solemne acento—, que antes el sol dejaría de alumbrar la tierra para siempre que yo dejar de amaros; pongo a Dios por testigo de lo que acabo de deciros... Vuestra imagen ya no puede abandonarme jamás.

—El sol dejará también de alumbrar la tierra —repuso la joven con lúgubre tristeza—, y las estrellas lanzadas fuera de su órbita andarán errantes por el firmamento, y se chocarán con hórrido estampido... ¡Todo pasa!...

—Y bien —dijo Flavio—; todo pasa, es verdad... Una madre deja también de existir, pero su amor al hijo de sus entrañas sólo muere cuando ella muere... Yo os amo más que una madre a un hijo... ¡Oh!, sí, mi amor pasará; pero cuando yo haya desaparecido de entre los vivos.

—Flavio —repuso la joven con entusiasmo—, si fueseis capaz de cumplir lo que acabáis de prometer, yo creería, al fin, que el hombre no ha nacido sólo para llorar sobre la tierra... Yo, más que vos quizás, siento que os amo para siempre... ¡Cuán dichosa sería, Flavio, si este amor no tuviese, al fin, que convertirse en eterno manantial de lágrimas! Pero dejad pasar más tiempo..., no quiero entregarme todavía a tan halagadora esperanza. A vos os lo confieso, al fin: creo que he nacido para sufrir, y que siempre que mi corazón se alegre ha de tener que entristecerse más tarde. Mis alegrías han sido siempre como las engañosas calmas del océano...

—¿Habéis sufrido vos? —murmuró Flavio—. ¿Y por qué?... Decidme por qué habéis sufrido.

—¿Por qué habéis sufrido?, os pregunto también.

—Yo no sufría hasta que os amé.

—Y yo no fui feliz hasta que llegué a veros y amaros.

—Mara... —dijo Flavio—, me hacen daño vuestros secretos... Me parece ver sonriendo siempre tras ellos la sombra de Ricardo... Apresuraos a confesármelos... mañana... ¡Oh!, sí.... mañana mismo, prometédmelo. Esta noche ya no dormiré tranquilo.

—Sois un niño impertinente —contestó la joven—, y veo que me haréis padecer horriblemente...

Ricardo se acercó en aquel instante.

—¿Queréis bailar? —le dijo.

Ella iba a levantarse, cuando Flavio, deteniéndola, exclamó con una naturalidad en la que no podía traslucirse el engaño:

—¿Cómo?... ¿No os acordáis que me habíais prometido bailar conmigo?

—¡Ah!... Es verdad —murmuró Mara, fingiendo recordarlo y tratando de encubrir su sorpresa—. Perdonad, ¡tengo una memoria tan frágil! Ricardo, creo que no os enfadaréis por esto. Este caballero tiene derecho a que se le cumpla la palabra dada...

—Es muy justo —dijo Ricardo, haciendo a Flavio una cortesía a la que él contestó con la más severa frialdad, y luego añadió, dirigiéndose a Mara—: Ya que esto no pueda ser, ¿bailaréis conmigo lo último que se toque?

—Convenido —le contestó la joven en un tono familiar, que hizo palidecer a Flavio, y se separaron.

—¿Qué habéis hecho? —le dijo la joven a Flavio, tan pronto como se hallaron solos—. Voy viendo que seréis incorregible... ¿No comprendéis la torpeza que acabáis de cometer?...

—Porque os he impedido que bailarais con él...

—Porque ese hombre se habrá imaginado que yo quería desairaros por causa suya. Yeso, ni a vos ni a mí nos favorece. Os ruego que tengáis cuenta de no cometer otra vez esta clase de imprudencias, o dentro de poco vos y yo seremos los seres más ridículos de toda la ciudad.

—Es esto horrible, Mara —repuso Flavio con visible aburrimiento y enfado—. A cada instante me decís que cometo imprudencias y torpezas, y bien veis, sin embargo, que vos sois la que me provocáis. ¿Queréis que sufra a cada instante que mi hombre cuya presencia lastima mi corazón venga a arrebataros descaradamente de mi lado para bailar con vos y estrecharos entre sus brazos? ¿Queréis que yo le contemple hablándoos en secreto, con la familiaridad de un hermano; que os vea contestarle sonriendo y posando sobre él vuestras miradas con la mayor ternura? ¡Jamás! Os lo advierto; ni puede consentirlo mi corazón ni tengo valor para resistir tan horrible martirio.

—Pues yo os advierto a mi vez que no puedo romper de un solo golpe con mis amigos y con la sociedad por complaceros. Si hubierais sido educado en la ciudad y conocierais sus costumbres, comprenderíais que exigís un absurdo de la mujer a quien decís que amáis y que no haríais más que comprometerla a los ojos del mundo, haciéndola cometer torpezas que jamás le serían perdonadas. Os repito, pues, que, si me amáis, tenéis que acomodaros a todo lo que la sociedad ordena; tendréis que resignaros a verme bailar, así con Ricardo como con otros hombres, y acostumbraros a todas esas pequeñeces, que, seguramente, ya no os harán impresión alguna cuando lleguéis a comprenderlas. Yo no puedo de ningún modo aparecer de improviso en la sociedad con un carácter distinto del que hasta ahora he demostrado. Vuestra aparición en nuestra casa y esa repentina transformación en mí serían bastantes a formar la novela más absurda, y más ridícula, y ofensiva quizá. Moderaos, pues, Flavio, o en vez de tocar el cielo con nuestras manos, entraremos en un infierno cuyos tormentos no conocéis aún.

Mara habló largo tiempo, verdaderamente inquieta al ver el aspecto que el carácter semisalvaje de Flavio presentaba en cuestiones de celos. La joven comprendió que quizás sobre este punto sería el viajero invencible, y temblaba al pensar en las luchas que tendría que sostener en lo futuro con aquel coloso de amor. Además, aunque ella amaba al viajero como nunca había amado, su poca fe no le permitía, mucho menos aún que aquella sociedad a quien hacía responsable de todo, satisfacer por completo las exigencias de un hombre que entonces la amaba con toda la fuerza de su alma virgen, pero que tal vez la olvidaría al menor viento que viniese a apagar aquella llama, que podía muy bien no durar más que un instante. Por lo demás, como el baile era para ella una necesidad y un hábito la coquetería, no le era fácil tampoco desprenderse de estas dos cosas, que habían formado hasta entonces parte de su existencia.

Ella no había pensado que al tener por amante a un hombre medio salvaje tendría que olvidarlo todo, que sacrificarlo todo en aras de su nuevo amor. Los corazones que no han gastado todavía su savia en fútiles pasiones; esos espíritus vírgenes y vigorosos que concentran todo su ardor y toda su fuerza en un solo sentimiento, no pueden contentarse jamás con lo que se satisfacen hasta el hastío las almas fatigadas y mezquinas. Flavio, que alimentaba en su alma un mundo de pasión, cuya existencia estaba consagrada exclusivamente a una sola mujer, no podía contentarse con una mirada que se bañaba a cada instante en las miradas de otros hombres, ni con algunas palabras de cariño, la ternura que como por compasión se le prodigaban a hurtadillas, cual si fueran robadas a un corazón que no debía pertenecerle.

Terribles tenían que ser, pues, las luchas que debía sostener Mara consigo misma para decidirse a abandonar todo lo que no fuera Flavio, y grandes los sufrimientos del pobre viajero.

Dos seres pueden llegar a amarse; pero no siempre la suerte les señala un mismo camino ni la misma fuerza los atrae. Muchas veces sucede que se alejan a medida que se buscan; que el uno retrocede cuando el otro avanza, o que, chocándose al fin con ímpetu violento, se rechazan y siguen cada uno opuesto camino.

Flavio, cabizbajo y apretando con fuerza sus labios con sus blanquísimos dientes, escuchó a Mara largo tiempo, guardando el silencio más profundo. La joven, por su parte, habló con el calor y el entusiasmo que le inspiraba su propia defensa en tan arduo y difícil asunto; pero en vano trató de atraer al viajero hacia el verdadero camino. Su silencio le demostró bien claramente que eran inmutables sus ideas y que no podría avenirse jamás a las reglas de aquella sociedad, que ponían en tortura su corazón.

Mara no se atrevió, sin embargo, a creer que aquel estado podría durar mucho tiempo.

«Él llegará a acostumbrarse —dijo en su interior—, y llegará a ser, al fin, respecto a esto, un hombre como los demás. Necesario es que yo tenga firmeza y que no me doblegue ante su voluntad salvaje e impetuosa; todo se habría perdido entonces. Pero si el valor no me abandona, cederá al fin, y todo pasará a medida de mi deseo».

Se tocaba el último vals, y Ricardo vino a sacar a Mara para el baile. La joven se levantó, y dejando en manos de Flavio su abanico y su pañuelo, se alejó, dirigiéndole una mirada cariñosa, en la que había algo de firmeza y de imperio. Pero Flavio la sostuvo con otra tan penetrante y tan severa, que Mara tembló creyendo percibir en ella algo de terrible y amenazador!

«¡Dios mío! —se decía en su interior—. Ese hombre quiere hacerme pagar bien caro el amor que me profesa... Ésta es ya una implacable tiranía que quiere ejercer sobre la más insignificante de mis acciones... ¿Será preciso, al fin, abandonarle?»

Ricardo le hablaba, en tanto, en voz baja y sonriendo, tocando casi su rostro con los labios de Mara.

Diéronle al viajero intenciones de lanzarse sobre él y arrojarle al suelo de un solo golpe; pero después se levantó con lentitud, y sin saludar a nadie, desapareció del salón.

Difícil fuera expresar lo que pasó entonces en el corazón de Mara, pues creyó que el viajero se había alejado para siempre. A seguir los impulsos de sus sentimientos, hubiera corrido tras él, le hubiera llamado a grandes voces con toda la fuerza de su alma; pero nadie notó la más leve emoción en su semblante, aunque sentía desgarrársele el corazón.

«Y he ahí los verdaderos amores... —se dijo en su interior con intensa amargura—, he ahí los amores eternos, que ante la primera prueba se disipan como humo vano. ¿Por qué habré creído? Pero aún no será tarde...; volvamos a proseguir nuestro camino y olvidemos...»

—No lo neguéis —le decía Ricardo momentos después—. Flavio es vuestro amante..., o, al menos, le dais esperanza de que podrá serlo sólo algún día. Tenéis la cabeza a pájaros..., sois incorregible.

—Vos me habéis hecho —le respondió Mara, secamente.

—Lo que en un hombre es sólo un leve defecto, en la mujer puede ser una mancha indeleble.

—Dejaos de lecciones de moral...; me las da mejores mi madre, y me hacen más efecto que las vuestras.

—Por lo que veo, Mara, queréis reñir de veras conmigo, queréis que acabe para siempre el amor que hasta aquí nos ha unido... Sois una mujer sin corazón, os lo repito; y no creáis que esto es un mérito. A mí me compadece y me irrita veros tan ligera, tan inconsecuente y tan insensible, hasta el punto de que lleguen a seros indiferentes los recuerdos que todas las mujeres aman...; me hacéis padecer, y no os lo perdonaré en mi vida.

Mara, después de oír a Ricardo con la más completa indiferencia aquellas palabras, que demostraban una ira reconcentrada, le dijo a su vez con una calma desdeñosa:

—¿Qué queréis? Si no hallasteis en mí la mujer que habéis soñado, peor para vos si os empeñáis en transformarme. Yo no he de variar jamás, y mucho menos cuando se trate de vuestras exigencias. Tales cuales son estos sentimientos que vituperáis en mí, tales los habéis formado; fuisteis el primero que murmuró a mi oído la palabra amor y el primero a quien dije que prefería mi corazón, y tal vez estas palabras, dichas en una edad en que nada se reflexiona, hubieran sido más tarde una verdad; pero os empeñasteis en hacer de mí una de esas niñas melancólicas que se contentan con llorar todas las inconstancias de su amante, sin dejar por eso de amarle, y os habéis engañado; yo he sufrido un día horriblemente, pero al otro ya se habían secado mis lágrimas y había tomado mi partido. Desde entonces los amores sentimentales desaparecieron para mí, y admito vuestros galanteos más bien por hábito que por afecto..., y esto bien lo sabéis, pues no he tratado de ocultároslo. ¿A qué me venís, pues, con reconvenciones? ¿A qué declamáis siempre con fatuidad que la mujer que olvida sus primeros amores no tiene corazón? Nuestros amores han sido un juego de niños, que os empeñasteis en que yo había de tomar por lo serio, pues queríais ver en mí una Graciella o una Elvira, que muere bendiciendo al amante que la ha abandonado, en tanto vos haríais a las mil maravillas vuestro papel de estudiante de Salamanca. Pues bien: ahora os irritáis conmigo porque, en vez de hallar una víctima, habéis hallado un espíritu rebelde, y esto no es justo. ¿Os reconvine yo alguna vez porque, jurándome un amor eterno, hacíais la corte a cuantas mujeres tropezaban en vuestro camino? ¿No os recibía con la misma sonrisa que si fuerais el más intachable y fiel de todos los amantes?

—¿Habéis concluido? —le preguntó Ricardo, aparentando una calma que no existía en su espíritu.

—Y creo aún que era inútil haber hablado tanto —repuso Mara—. Por esto comprenderéis que no os quiero tan mal cuando me tomo la molestia de haceros reflexiones que tenéis demasiado presentes.

—Bien —repuso Ricardo—. Ahora hablaré yo.

—¿Qué queréis decirme?

—Quiero deciros que bien sabéis que os amo, a pesar de todo; quiero deciros que la mayor parte de las inconsecuencias de que me acusáis las habéis motivado vos con vuestra soberbia.

—Bien debéis comprender que yo quería ser amada exclusivamente y ocupar sola el pensamiento y la vida del hombre a quien amase.

—Y así sucedía.

—Si sucedía, y la vanidad os ha hecho fingirme otra cosa, peor para vos... Yo no soy culpado en ese punto. Conocido mi carácter, debíais saber también que mi orgullo no llegaría a corregirse nunca por esos medios que le exasperaban en vez de calmarle; pero, en fin..., ¿a qué viene todo esto, Ricardo? Mucho tiempo hacía que no habíamos agitado ninguna de estas cuestiones y vivíamos en buena armonía, sin preguntarnos ni tomarnos satisfacción alguna... Yo os dejaba seguir tranquilo vuestro camino, y cuando os tropezaba en el mío os saludaba siempre con la sonrisa en los labios. ¿Queréis más amabilidad por mi parte?

—Quiero ser amado como en mejores días, Mara; me irrita ya este estado en que siempre nos hallamos. Bien comprenderéis que si no fuerais la única entre todas que llena mi alma, no volvería yo a vuestro lado... ¿Para qué? Pero sois la primera por quien ha latido mi corazón..., la primera, Mara...; y, menos ingrato que vos, no puedo olvidarlo... Acabemos de una vez... ¿Nada existe ya en vos que os hable en favor mío? Ese hombre que estos días ha aparecido en esta casa como una sombra, ¿será el que...? Mara, no puedo creerlo... Hablad.

Mara se sonreía y nada contestaba; pero Ricardo volvió a interrogarla, y repuso entonces:

—¡Siempre como el perro del hortelano!... Estoy por creer que algún mal genio os arrastra hacia mí y os impele a presentaros en medio de mi camino para hacer daño a los que se me acercan; pero descansad tranquilo: ese hombre que como una sombra se ha presentado en esta casa, como decís, creo que ya no os hará daño alguno —la frente de Mara se arrugó al decir esto—; pero no os fatiguéis —añadió—, comprendo vuestro amor, y ya no me es posible tener fe en él jamás. Sin embargo, ya sabéis que vuestra presencia no me es nunca molesta.

—Mara, ya no puedo contentarme por más tiempo con estas palabras, que sólo me abren camino para el sufrimiento. ¡Me permitís que me acerque a vos como si fuera aún vuestro amante de otros días; me permitís que os repita mil veces que os amo; pasamos tardes enteras hablando juntos de cosas que hacen despertar dulces recuerdos, y todo esto para que concluyáis por decirme que ya no podéis devolverme jamás vuestro pasado afecto! ¿No comprendéis que esto no puede durar así por más tiempo? Ya sabéis que el fuego medio apagado vuelve a arder con más vigor al menor viento que sople sobre él, y sólo vos, que tenéis un alma de nieve, podéis permanecer insensible, una día tras otro día, ante el recuerdo de nuestros pasados sueños.

—Podéis creer que, en cierto modo, los amo más que vos...

—¿Y entonces? —murmuró Ricardo pintada en su semblante la esperanza.

—Amo esos recuerdos, pero comprendo que no debo amaros a vos...

—¿Por qué no me desecháis entonces de una vez para siempre?

—Idos, pues, ¿quién os detiene? —repuso Mara con altivez.

—¡Oh!, Mara..., no existe nada tan cruel como vos; bien sabéis que, al fin, no he de alejarme de vuestro lado.

—No comprendo la razón —dijo la joven con sequedad.

—Porque os amo.

Mara fijó en él sus claros ojos, y le confundió con una mirada penetrante.

—No es amor el vuestro —añadió después—; es terquedad, vanidad y egoísmo.

—¿No pudiera ser con otra mujer egoísta y terco del mismo modo?

—Tal vez no —repuso Mara con cierto desdén—. Hay caprichos que se arraigan a veces en la imaginación del hombre con una tenacidad que asusta; que le mortifican sin cesar un día tras otro día, sin que nada baste a alejar aquella idea de su pensamiento; caprichos por los cuales serían capaces de jugar la vida. Pero si aquel objeto llega a tocarse, a poseerse; si el capricho llega a verse algún día cumplido..., como las nubes de una tormenta que se deshace, no queda entonces en el alma de aquel hombre ni la menor señal de que haya existido, y él se admira de que hubiese un día deseado con tan insaciable afán lo que entonces le es quizá odioso y aborrecible. Tal vez la historia del amor que vos decís que me profesáis puede reducirse también a esta sola palabra: capricho; y como yo me opongo a él de una manera incesante, como yo no me doblego ante vos, y dejo que zumbe la tormenta en rededor mío, sin temblar ni estremecerme un solo instante; como os digo siempre, y es la verdad, que tal cual sois ya no me es posible amaros, he aquí que el capricho, en vez de desaparecer, tome proporciones gigantescas y crezca y se ensanche, porque esas enfermedades se aumentan, según creo, a medida que se juzga imposible lo que se desea.

—Y decidme: ¿no es una crueldad hacerme sufrir un día tras otro día, sin esperanza alguna, cuando pudierais salvarme con una sola palabra? Lo que yo siento por vos, Mara, no es un capricho, no; os amo, y como os amo, sufro viviendo en este estado de incertidumbre, que no puedo soportar ya por más tiempo sin padecer tormentos que vos no comprendéis. Me habéis acostumbrado a vos de un modo que, allí en donde os veo, tengo que hablaros, y que buscaros cuando no os veo; vuelvo a vuestro lado aunque me despreciéis, y volvería siempre aunque me lo prohibieseis con toda la severidad que os es propia cuando llegáis a irritaros. Si esto es un capricho, yo no puedo comprenderlo; pero sé que lo siento, y que me sería imposible separarme de vos. Ahora bien: quizás si me dijerais una sola vez que volvía a ser amado, quizás esta especie de fiebre se iría templando, y vos nada perderíais, porque no os toca jamás el contagio y permaneceríais por mi mal siempre orgullosa y serena.

—Pero, ¿cómo queréis que os diga lo que no siento? —dijo Mara, pareciendo dar lugar a una transición...

—Consentid en engañarme y os quedaré agradecido eternamente...; decidme que me amáis.

—¡Oh!, si es así —repuso Mara sonriendo—, os engañaré.

—Gracias, Mara; admito gustoso una mentira de vuestros labios, con tal de que esa mentira me halague. Es tal ya el estado en que se halla mi alma que, tratándose de estar a vuestro lado, de oír el eco de vuestra voz y de poder seguiros a doquiera que vayáis, ya no existe para mí nada en la tierra. Decidme, pues, que me amáis, aun cuando sea mentira; dejad que yo pueda llamaros con el dulce nombre de amada mía; llamadme vos amado vuestro, y no exigiré más... ¿Queréis más humillación por mi parte? La mujer que ve arrastrarse de tal modo a sus pies a un hombre como Ricardo, bien puede decir que ha conseguido un triunfo que ninguna otra conseguirá en la tierra.

—¡No me engañáis!... —repuso Mara, moviendo lentamente su cabeza—; pero consiento —añadió—; os mentiré puesto que así me lo pedís...

Ricardo la interrumpió, diciendo:

—Y si, viendo que mi amor es tal como deseáis, os convencierais de que, en realidad, mi pasión por vos no era un capricho pasajero, ¿no trataríais de corresponder sinceramente a mi cariño?

—¿Quién sabe si podría?

—¡Es así como me engañáis!

—Pues bien; sí, os amaría... ¿Estáis contento?

—Tampoco lo estoy, Mara —murmuró Ricardo con un movimiento de impaciencia—; pero escuchad: ya sabéis que acabáis de comprometeros a fingirme amor, que me lo habéis prometido, que habéis consentido en ello...

—No lo olvidaré; pero os advierto que tiene que ser con una condición.

—¿Cuál?

—Que el día que me canse de mentir os diré la verdad y todo habrá concluido.

Ricardo guardó silencio y pareció reflexionar; por fin añadió:

—Eso es demasiado, Mara... Podréis decirme mañana mismo que ya os habéis cansado... Concededme siquiera algún tiempo; un mes tan sólo, y después seréis libre, si deseáis serlo...

—No tanto —dijo la joven—. Os ofrezco quince días seguros de fingimiento... Después..., si quiero, hay tiempo de alargar el plazo, aunque sea para toda la vida.

En aquel instante, una flor con que la joven jugaba se le cayó de sus hermosas manos, y Ricardo, cogiéndola y besándola, dijo a Mara:

—Gracias. ¿Me permitís guardar esta flor? Otros días, de feliz memoria, me regalabais siempre una violeta, después que se había humedecido en vuestro aliento... ¿Os acordáis?

—¡Me acuerdo! —murmuró Mara, y siguieron evocando recuerdos pasados, y hablaron largo tiempo. Pero una nube sombría parecía oscurecer el semblante de la joven.

Creyendo que el viajero la había abandonado, aburrida y con el corazón lleno de profunda amargura, ella había querido ahogar su dolor coqueteando con Ricardo; pero después que aquella promesa de fingido amor que encerraba aquella esperanza, se había escapado de sus labios, tembló sin saber por qué, y Flavio se presentó a su pensamiento.

«Pero ¿a qué soñar con un imposible? —se dijo al fin—. Él no volverá ya, y aunque volviera..., ¿qué puedo esperar de un amor tan tiránico? O renunciar a su amor, o renunciar al mundo, a los bailes, a la sociedad... ¿Me conceptúo con valor para tanto? ¡Si yo supiese que no habría de abandonarme jamás!... Pero ¡imposible! Esto no es más que una ilusión engañosa. Hagamos por disipar este loco fantasma; si persistiese en amarle, quizás llegaría a hacer mi desgracia».

Y tratando de borrar de su pensamiento aquella imagen que, a pesar de todo, se alzaba sobre todas las consideraciones, habló largamente con Ricardo y se esforzó en creer que quizás aquel hombre llegaría a transformarse, y ella al fin, podría amarle.

Sonaron las doce en el reloj de la ciudad, y todos se levantaron para retirarse. Flavio apareció entonces en el salón, se dirigió al sofá, se despidió de la anciana, y, acercándose después a Mara, que se hallaba en aquellos instantes sola cerca de la puerta, la dijo al pasar:

—He estado viéndoos toda la noche, y no he venido a turbar vuestra felicidad... Descansad, pues, más de lo que yo descansaré y que el cielo nos dé a cada uno de los dos aquello que merecemos.

Y desapareció, llevando marcadas en su rostro las huellas del dolor más profundo que haya podido sentir jamás ningún hombre sobre la tierra.

Mara, pálida como una muerta ante tan súbita e inesperada aparición, casi estuvo a punto de caer sin sentido después de escuchar aquellas palabras, dichas de un modo que hirieron duramente su corazón.

«¡Dios mío! —murmuró—. ¿Será posible que me ame aún después de lo que ha visto esta noche fatal? ¡Maldito Ricardo y maldito también mi necio orgullo!... ¿Por qué tan ligeramente he torcido mi vuelo hacia un abismo, cuando aún no sabía de cierto si el buen camino iba a faltar bajo mis plantas?»

El resto de la noche la pasó llorando y formando mil proyectos inútiles respecto a su modo de conducirse en lo futuro, porque Mara, dotada de una fuerza de voluntad indomable, era débil cuando se trataba de poner a prueba su fe y en peligro de ser burlados su vanidad y su orgullo que no tenía límites.

—¡Oh! —se decía—, si volviese, yo sería capaz de sacrificarlo todo por su amor...; pero ¿y si después me olvidase?... Todos me señalarían con el dedo, me llamarían necia, y Ricardo, mi genio malo, se burlaría de mí más que ninguno. ¡Dios mío, Dios mío, iluminadme!»

Y volvía a llorar, sin atreverse a resolver nada, y avanzaba la noche, y llegó por fin el día, sin que el sueño hubiese cerrado sus ojos ni hubiese gozado un instante de reposo.

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