XXVI

Una lluvia menuda y penetrante caía sobre la ciudad de ***, triste y sombría como el sepulcro. Era la hora del crepúsculo cuando Flavio atravesaba sus calles desiertas y mudas como el silencio, sin que nada viniese a arrancarle de su mal humor y de su abatimiento.

Al cruzar aquellas calles, enlodadas y angostas; al contemplar aquellas casas de abigarrado color, que parecía iban a derrumbarse las unas sobre las otras; al ver el pequeño pedazo de cielo que las cubría, encapotado y sombrío, tanto que podía creerse no llegaría jamás a iluminarlo un sol claro y transparente, el corazón de Flavio se oprimió y experimentó tedio y disgusto de la vida.

Bajo los angostos soportales, apiñados los transeúntes para preservarse de la lluvia, semejaban silenciosas y medrosas sombras que llegaban y huían consecutivamente; una luz melancólica, que parecía iluminar un subterráneo, dejaba percibir, en el fondo de aquella especie de tumbas, alguna vieja durmiendo amorosamente en compañía de un soberbio Micifuz, o el rubicundo mancebo, que con sus grandes manos, lastimosamente laceradas por los fríos de invierno, envolvía pacíficamente y con suma escrupulosidad las telas que curiosos compradores habían hecho desdoblar en vano.

A cada paso las delgadas y altas torres, que parecían ocultarse entre las nubes y descansar en ellas su cabeza de piedra, se presentaban a los ojos de Flavio, mostrando las antiguas iglesias sus grandes puertas ojivas, sus múltiples estatuas alumbradas débilmente por un farol bendito, y sus largas arcadas, en las cuales el silencio y el misterio tenían su vivienda.

Cuando el pobre viajero pasó ante la vieja y poética catedral, las grandes campanas doblaban tristemente, y sus sonidos lastimeros parecían gemir a través de las nieblas que envolvían torres, cimborrios, balaustradas atrevidas y de graciosas labores.

La voz de la campana hizo conmover su corazón; la onda sonora y grave levantó en su espíritu recuerdos y pensamientos dolorosos, y viendo que la puerta del templo estaba abierta, entró decidido a postrarse ante los altares y pedir consuelo y paz para su alma a Dios, al Ser que todo lo llena con su presencia, que vive y vigila y ordena todo cuanto es y ha de ser y que en el día tremendo, aquél en que al sonido de las cien trompetas se desquicie el universo, y los astros palidezcan, y detengan en el espacio su eterna carrera, ha de dar a los espíritus la paz que en vano buscaron sobre la tierra.

Flavio entró en la iglesia; las desiertas naves parecían agrandarse hacia el fondo; las gruesas pilastras, las sencillas arcadas del arte primitivo, se levantaban severas y tristes; las sombras que las columnas proyectaban se tendían inmóviles, igual que negros gigantes, sobre el suelo de mármol; todo era silencio y tristeza.

Las grandes lámparas que colgaban ante el altar mayor despedían una débil y misteriosa claridad; brillaban las blancas planchas de plata que cubrían el altar; los ángeles parecían lanzarse al aire desde lo alto del tabernáculo, y grandes banderas, tal vez trofeos heroicos y recuerdos de otros tiempos de gloria, pendían inmóviles y ocultas entre la sombra, como si se avergonzasen de ver pasar a su lado a los débiles hijos de los héroes.

Flavio se arrodilló, inclinó su frente sobre los mármoles, y sus labios todavía puros murmuraron la dulce plegaria del cristiano, siempre la misma y siempre agradable a los ojos del Señor.

Pero un mundano pensamiento vino a arrebatarle de su delicioso éxtasis: la hermosa figura de Mara pasó como una sombra tentadora por su conturbada imaginación, y en aquel momento las dormidas pasiones se levantaron en tropel de su seno. Nada eran entonces para él las macizas columnas levantándose en medio de la desierta nave; nada las lámparas sagradas, ni las sombras misteriosas que parecían llenar el recinto consagrado al Padre. La oración se apagó en sus labios, y levantándose de improviso, abandonó el majestuoso templo y se perdió de nuevo en las tristes y oscuras calles de la población.

Cuando su guía le dijo, señalando una pequeña puerta y un sucio portal: «¡He aquí la posada!», nuestro héroe no pudo reprimir un movimiento de disgusto, y entró diciendo para sí: «¿Qué negro antro, qué cueva de ladrones es ésta?»

Por fin, una fea y rolliza criada apareció en el fondo del corredor, y gruñendo algunas frases de que Flavio no hizo el menor caso, abrió la puerta de la sala y dejando la luz sobre un viejo velador se alejó preguntando si se le ofrecía alguna cosa al señorito.

No era, en verdad, la sala, como se la llamaba, gracias a una hermosa hipérbole de la dueña de la casa, una habitación tan suntuosa y elegante como la de la posada de la madre de Rosa; en la ciudad se está mucho por la sencillez, y por lo mismo la nueva vivienda de Flavio no se distinguía, ciertamente, ni por su comodidad ni por su elegancia. Un viejo espejo de marco dorado, que la humedad había jaspeado; una consola que había sido blanca y dorada; unas sillas de paja y un velador cubierto con una raída bayeta: he aquí todo el mueblaje de la habitación de Flavio.

La ventana miraba a una pequeña plazuela, y la catedral, alzándose enfrente, le daba un aspecto de tristeza y de desamparo que llenaba el alma de la más profunda melancolía.

Pero no era Flavio, en verdad, quien pudiera hacerse cargo de todas estas cosas; en su alma no había más que un pensamiento, y éste absorbía todas sus facultades. ¿Qué le importaba a él ni la pobreza de su aposento, ni las sombrías torres que proyectaban eternamente su sombra sobre la casa que habitaba el pobre viajero?

Mara, y sólo Mara, era la que tenía el poder de hacerle olvidar cuanto le rodeaba; así fue que, vistiéndose apresuradamente, salió y se dirigió a casa de la que amaba.

Su corazón latía apresuradamente; cuanto más cerca creía hallarse de la casa de aquella mujer querida, las fuerzas le abandonaban cada vez más, y por fin, cuando el criado abrió la puerta del gabinete y le dijo: «¡Entrad, caballero!», sus piernas flaquearon y sintióse desfallecer.

Entró, por fin, y todos los que componían la tertulia de confianza de la madre de Mara volvieron la cabeza, como para conocer al nuevo compañero que la suerte les deparaba para pasar más dulcemente las largas y lentas horas de las noches de invierno.

Flavio sólo se atrevió a hacer un leve saludo, y después como si todo cuanto le rodeaba le fuese completamente inútil, buscó entre aquellos rostros desconocidos el grave y severo rostro de aquella que todo lo llenaba, que todo lo purificaba con su presencia.

La madre de Mara se levantó, y adelantándose a hacerle los honores de la casa:

—¡Hola! —le dijo—. Entrad, amigo mío: estos señores son amigos de casa y, por lo mismo..., podéis con toda confianza...

Flavio pareció no entender nada de cuanto se le decía: contrariado en sus deseos, todo le era igual ya; así es que se dejó llevar maquinalmente hacia el sofá, en que la madre de Mara le hizo tomar asiento. Toda la dulce complacencia, todas las cariñosas reconvenciones que le hacía por no haber venido tan pronto como había ofrecido, no bastaron a arrancarle de su taciturno mal humor.

Hubo un momento en que, conociendo cuán ridículo debía de parecer a los que le rodeaban, trató de contestar amablemente y de sonreír; pero su primera palabra se ahogó en su garganta, su primera sonrisa se disipó apenas había asomado a sus labios.

Mara acababa de entrar, y después de saludarle con la más fina galantería, en la cual se traslucía un frío despego e indiferencia, fuese a sentar entre sus amigas, con las cuales entabló una fútil conversación y pareció completamente olvidada de Flavio.

Éste sintió que la sangre se helaba en sus venas, que su corazón iba a estallar de dolor. Siglos de mortal angustia fueron para él los más breves instantes: podría decirse que todos los dolores de la tierra le hacían doblarse bajo su inmenso peso.

—Creo que no os ha conocido —dijo su madre—; venid conmigo y veréis qué agradable sorpresa le damos.

Flavio, herido ya en lo más íntimo de su alma, se dejó conducir, llevándose tras sí las miradas de todos; pero la indignación y el dolor que le había causado el recibimiento glacial de la joven había impreso en su frente cierta majestad sombría y altanera que, revelándose en todo su conjunto, le daba un aire de príncipe salvaje, o de rey de los bosques. Se acercó mirando fijamente a Mara, que o no le veía acercarse o fingía no notarlo al menos.

—He aquí nuestro querido amigo —dijo la anciana, presentándose ante la joven—; he aquí al que creíamos que se había olvidado ya de sus promesas... ¡Oh!, bien sabía yo que vendría... Los hombres como vos no acostumbran a faltar a sus palabras... ¿No es cierto, amigo mío?

Flavio le dio las gracias con un movimiento respetuoso de cabeza, pues no pudo hablar. La voz se ahogaba en su garganta.

—¡Oh!... —exclamó la joven, como sorprendida de verle. Y le miró de un modo extraño, que causó en Flavio un nuevo, inexplicable dolor.

—Tan torpe eres, tan distraída, que no le has visto —repuso la madre.

—¿Eso es cierto, Mara? —dijo Flavio con marcado acento—. ¿No me habéis visto?

—No, en verdad —respondió aquella con fría admiración—. Pero que seáis bien venido, querido desertor; yo os creía ya cerca del polo austral...; ¡al ver que pasaba un día y otro día sin veros, sin saber nada de vos!

—Como no tengo alas para volar —contestó Flavio con grave amargura—, no podía estar tan lejos como vuestro ligero pensamiento se imaginaba, y si pasaba un día tras otro día sin que me vierais, causas imprevistas me obligaron a quedarme en unos sitios siempre queridos por mí. Sin embargo, poco faltó para que no volviéramos a vernos; y tal vez no sería esto lo peor para mi tranquilidad y mi porvenir, que hace tiempo desbarata y cambia en mi perjuicio una mano fría e implacable.

Mara iba a contestar, pero su madre la interrumpió, diciendo a Flavio:

—Creo que más que la conversación con las que hemos pasado ya la primavera de la vida, os agradará más la de las que aún están en ella.

Flavio, que con el corazón lleno de amargura, con la mayor tristeza y abatimiento, iba a alejarse de allí para siempre, vióse obligado a sentarse al lado de Mara y sufrir las impertinencias de los que la rodeaban, y cuya presencia le era molesta. Conoció pronto que era objeto de todas las miradas y de todas las conversaciones sotto voce, y esto no hizo más que aumentar su infernal mal humor; tanto, que su sombría mirada parecía lanzar fuego y aumentaba la rara belleza de su extraña y noble fisonomía.

Mara temió que el carácter salvaje e impetuoso de Flavio estallase y diese a conocer a los que le rodeaban que su amante pertenecía a una clase de hombres que nada tienen de ridículo; y fijando en su rostro su clara y penetrante mirada, como comprendiese algo de los dolores que agitaban aquel corazón virgen y ardiente como ninguno, trató de hacer la conversación general, de apartar al salvaje del sitio del peligro. Pero no conoció ciertamente hasta dónde llegaba la susceptibilidad de Flavio, no conoció que, fijo en una sola idea, preocupado por un pensamiento único, todo sería inútil para apartarle de él, y sobre todo que no sabría hablar más que de lo que abrumaba su indomable espíritu.

—Veamos, amigo mío —dijo Mara, procurando dar a sus palabras cierto aire de indiferencia—, ¿os habéis divertido mucho? Contadnos, pues, qué habéis hecho durante tanto tiempo. ¿Habéis recorrido acaso aquellos campos floridos, aquellos bosques impenetrables, en donde las almas entusiastas hallan siempre algo que les habla el lenguaje misterioso de la inspiración? ¿Os habéis sentado al pie de las misteriosas ruinas de L***, ese hermoso y arruinado convento que todos los viajeros visitan? Vamos, decidnos algo de lo que os ha pasado desde que no nos hemos visto.

—Desde que no nos hemos visto —repuso Flavio con acento que la hizo estremecerse—, creo que han pasado para mí cosas harto desagradables.

—¿Qué decís? —preguntó la joven, como si no le hubiese comprendido.

—Así como las hojas secas de los árboles se desprenden de sus ramas a impulso de los vientos, y ruedan después entre el fango, y desaparecen —prosiguió Flavio—, así he llegado a pensar que sucede con las palabras de la mujer y de sus juramentos... Ellas prometen cumplir sus votos, y toman el cielo por testigo de su sinceridad; el cielo los escucha y los acepta piadoso; el hombre los oye de rodillas con la fe del que tiene un alma leal y sincera; pero he aquí que pronto llega el olvido, el perjurio, que debe ser, sin duda, el patrimonio de la mujer, y como viento de invierno que arrebata las hojas, así se lleva también las palabras y los juramentos que ellas hicieron con fingida ternura. Esta triste verdad la he aprendido, según creo, desde que no nos hemos visto. ¡Juzgad, pues, si puede ser agradable un amargo desengaño!...

—Muy mal os trataron las mujeres, amigo mío —repuso Mara sonriendo—; pero permitidme que os diga exageráis demasiado. La falsedad de la mujer, si es verdad que existe, no nace en su corazón, más tierno y más amante que el de los hombres; ni anida en su alma, que naturalmente es inclinada a amar a aquél de quien es amada. Esa falsedad, que sin pudor alguno nos echáis en cara, es vuestra hija, puesto que, exasperando nuestra susceptibilidad, sin consideración alguna, nos provocáis en nuestra impotencia y nos obligáis a poder vengarnos de un modo más noble: a engañaros, como nos habéis engañado; a poner en práctica lo que nos enseñasteis un día, vosotros los reyes del universo, que en un solo momento, con una sola palabra destruís nuestra honra y nuestra felicidad, sin que hayáis establecido en favor nuestro ningún medio de reparación, ni noble ni digna. ¿Y os atrevéis a criticar después un instante siquiera lo que llamáis nuestros perjurios y nuestras coqueterías, tan sólo porque hieren vuestro orgullo humillado? ¡Infamia!... Pero no sois vosotros los culpables —añadió, tratando de sonreír— Muy cierto es que si la mujer quisiera os arrastraríais a sus pies como reptiles, que seríais capaces de abandonar un trono por un favor de la más humilde mendiga...; pero suframos, pues, ya que tan neciamente os hemos soltado las riendas y dejado caminar sin freno, presentándonos en vuestro camino para que tengáis el placer de hollar a las débiles..., a las siervas.

Mara había querido dar a sus palabras un acento alegre y ligero; había querido adornar sus labios con una sonrisa juguetona para dulcificar por su propio orgullo la amarga hiel en que iban envueltas sus frases; pero a través de sus miradas inundadas de una claridad brillante se traslucía el empañado vapor de una lágrima que una voluntad de hierro hacía desaparecer antes de que pudiese rodar por las sonrosadas mejillas.

Flavio la había escuchado, con una inmovilidad inalterable; pero cuando Mara dejó de hablar, murmuró, frunciendo las cejas y como si nadie le escuchase:

—No hay duda: las mujeres tienen algo de la soberbia de Lucifer en su alma; algo de su veneno en el corazón... ¡Mara —le dijo, mirándola fijamente—, al oíros me habéis recordado el ángel rebelde; y creo que el cielo ha de castigaros por tanto orgullo!... Además —le dijo marcando sus palabras—, ¿creéis que no habrá ningún hombre bueno en la tierra, ninguno que os haga justicia, que os ame como merecéis? No; la injusta sois vos; vos la que condena y lanza el rayo vengador sin saber si herirá una cabeza inocente. ¡Oh, sí, ahora comprendo a las mujeres y ya no me admiro de nada!

—¡Ah! Vuestro acento es doloroso como el de un hombre que ha padecido largo tiempo —le dijo una joven morenita que se hallaba a su lado—. Y aun me atrevería a asegurar —añadió con alguna timidez— que sufrís en este instante.

—¡Sufrir!... —repuso Flavio, queriendo, a su vez, ocultar sus sentimientos; pero luego prosiguió sin poder vencerse enteramente—: ¡Sufrir!..., no digo tanto, pues creo que no debe sufrirse en estos lugares en donde todos sonríen; pero lo que sí puedo aseguraros es que voy creyendo que he nacido para vivir siempre en lucha con los hombres y conmigo mismo.

—¡Fatal destino!... —exclamó Mara con alguna ironía.

—Ciertamente que sí —repuso Flavio—. Pero ¡qué queréis; no todos podemos ser tan felices ni tan impasibles como vos!

—¡Puede ser! —repuso Mara con altivez.

—¡Oh!, tenéis razón —añadió un joven que, al lado de Mara, no desperdiciaba un momento de poder dirigirle la palabra—. A Mara —continuó— la llamamos la sin corazón, mujer de mármol, mariposa de nieve.

—¿Sí? —repuso Mara con burlosa sonrisa— Veo que sabéis hallar felices comparaciones.

Entonces, Flavio volviéndose hacia ella, repitió lentamente:

—¡La sin corazón!... Si eso es cierto, Mara; si en realidad sois una mujer insensible, debéis desengañar a los que ignoran que no podéis amar nunca, que sois tierra estéril, donde no fructifica ninguna semilla. ¡Ah!, maldita la que en su corazón, cerrado a todo cariño y a toda fidelidad, sopla sobre las pasiones y se goza en ver cómo las almas inocentes sufren el dolor, y mueren de dolor, amando a la que no ama. Malditas las sin corazón.

Flavio se expresó con una amargura tal, había tanta reconcentrada ira en sus miradas, que Mara temió un escándalo, y levantándose se alejó de allí con un fútil pretexto.

Flavio, sobrecogido por tan brusca huida apenas acertó a pronunciar algunas palabras, y como en aquel momento se dispusiese para salir de aquel lugar en donde creía haber sido indignamente despreciado, la joven que antes le había dirigido la palabra le dijo suavemente:

—Caballero Flavio..., ¿os vais ya?

—¿Y qué queréis que haga aquí? —respondió Flavio con desesperación y sin reparar siquiera en quien con tanta dulzura le detenía.

—Escuchad —volvió a decir la joven—, tengo que hablaros.

—¿Vos? —le contestó Flavio, mirándola de un modo que pudiera creer muy bien poco cortés.

Pero ella no se extrañó de aquella brusca contestación y por lo mismo volvió a decirle con el mismo acento de dulzura:

—Yo soy prima de Mara, y soy, además, su amiga y su confidenta.

—¡Ah! —murmuró Flavio dejándose caer sobre el asiento que se hallaba al lado de la joven—, ¿qué vais a decirme de ella? —añadió con dolorosa expresión—; hablad, quiero escucharos y huir después... Bien veis que conmigo es una infame.

—No digáis eso —repuso la joven mirándole con extrañeza—; yo lo sé todo —añadió—, y os aseguro que no debéis creer en la dureza con que pretende castigaros.

—¡Castigarme! —dijo Flavio a su vez, arrugando su frente—. ¿Y por qué?

—Ya comprenderéis —contestó la joven sonriendo— que la palabra castigo, entre dos seres que se aman, no es más que una chanza cariñosa, un dulce correctivo que enciende más y más la pasión. Pues bien: Mara está irritada, y con razón, porque ni habéis venido cuando habéis prometido, ni le habéis escrito una sola vez para hacerle comprender que no la habíais olvidado; he aquí por qué ahora os castiga su inclemente severidad...

Flavio quedó pensativo algunos instantes; mas alzando después su cabeza, con acento grave y severo, añadió:

—Si es cierto que en un amor profundo y ardiente pueden caber estos castigos de que habláis, no caben, por lo menos, en el que yo la profeso, porque me hacen sufrir de un modo horrible. Yo, que la amo como nadie será capaz de amar en la tierra, hubiera sufrido cuando ella me faltase; pero no la hubiera castigado jamás.

—Quizás tengáis razón —dijo la joven; pero aquí no se acostumbra a pagar de ese modo las cosas, y es necesario seguir el mismo camino que los demás si uno no quiere que le señalen con el dedo...

—Señorita... —murmuró Flavio—, voy viendo que las ciudades son un infierno, en donde es necesario educar hasta el corazón, y si esto es así, renuncio a civilizarme y prefiero vivir salvaje... Pero ¡he allí a Mara!... —añadió, siguiéndola con sus miradas—, ¿la veis? Ya no se acuerda de que yo me hallo aquí; habla con todos menos conmigo, a quien no mira siquiera... Me marcho, pues; dejadme..., yo no debo volver a verla... Esa mujer tiene mal corazón, y no sé por qué, pero es lo cierto que... ¡no he cesado un instante de sufrir desde que la he visto y la he amado! Pero escuchad... —volvió a decir, sentándose de nuevo, como si para marcharse tuviera que hacer un esfuerzo supremo—: decidla que ha faltado a su palabra, que el día que nos separamos, después de haberla yo rogado que no hablase jamás con el hombre que aborrezco, siguió con él su camino, alegre y feliz, en tanto mi corazón quedaba desgarrado y vertiendo amarga hiel; decidla que entonces pensé en no volver a verla, pues lo exigía así mi amor, falsamente vendido y ultrajado; pero como la amo tanto, como no puedo vivir sin ella, como cada vez me es más querida, he vuelto, y... bien lo veis; si entonces me ultrajó, ahora se burla de mi pasión y parece gozarse en mi martirio...

—No lo creáis —le dijo la joven—; ella sufre en estos instantes tanto o más que vos, sólo que tiene un semblante de hierro que nada revela; esperad un instante más... Vedla, que se sienta al piano. Bien; ahora acercaos sin recelo, habladla, decidla todo lo que a mí me habéis dicho, y veréis convertida en paloma a la que juzgáis tan cruel. Vamos, yo os presentaré y os sentaréis a su lado.

—A su lado... —dijo Flavio, con el corazón palpitando de gozo a la sola idea de volver a hablarla; pero temiendo ser rechazado, añadió—; ¿No veis que estaba a su lado hace un instante y se ha alejado de mí?

—Porque todos tenían los ojos fijos en vos y en ella, con una curiosidad impertinente, y podían enterarse de cuanto pasaba en vuestros corazones; pero no temáis, que ella os agradecerá ahora que os acerquéis...

Iban a dirigirse hacia el lugar en donde se hallaba Mara, cuando Flavio retrocedió, palideciendo. La pobre joven le contempló con espanto.

Una figura pálida acababa de destacarse en la puerta del salón, y acercándose a Mara la habló en secreto y con una familiaridad al parecer íntima y cariñosa.

—¡He ahí ese hombre! —murmuró Flavio; y después, volviéndose hacia la joven con una resignación que la causó miedo, le dijo, con triste y dolorosa ironía—: ¿Le veis?... ¡Es él!..., y no puedo permanecer aquí por más tiempo... ¡Sería indigno!... ¡Yo la había rogado casi con lágrimas en los ojos que no le hablase jamás!

—Perdonad —añadió la joven—; pero exigís una cosa a que ella no puede acceder sin cometer una grave falta. ¿Cómo queréis que deseche a ese hombre sin causa alguna? Podrá no corresponder a su amor, pero no podrá volverle la espalda ni dejar de hablarle cuando él se acerque a su lado y la dirija alguna galantería...

—¡Callad!... —repuso Flavio con adusto ceño—. ¿No comprendéis que no puede haber razón alguna para destrozar un corazón que no ha cometido más delito que amar con la fuerza de un impetuoso torrente que se desborda, arrastrando cuanto halla a su paso por la llanura?... ¡Adiós..., decid a Mara que me ha hecho infeliz, que ha destrozado mi pobre, mi inocente alma... Dadle mi último adiós!

En los ojos de Flavio asomaron brillantes lágrimas, que debían abrasar sus ojos, y la joven sintió también que los suyos se humedecían.

«¡Quién fuera Mara!... —pensó entonces—. No aman así los hombres que nos rodean».

Flavio se había alejado ya de su lado y buscando una mentirosa disculpa se despidió de la anciana, y al pasar al lado de Mara la miró de un modo tan doloroso, tan amargo y penetrante, que la joven estuvo a punto de lanzar un grito; pero el viajero se había alejado apresuradamente, y ya no era tiempo de volver a llamarle; no había pretexto alguno que alcanzase a salvar las apariencias.

El nombre de Flavio empezó a circular entonces de boca en boca tan pronto aquél traspuso el dintel del salón. Todos decían a una voz que aquel extraño joven se parecía a un salvaje, a pesar de la arrogancia de su figura y de la noble delicadeza de sus ademanes. Su modo de hablar, armonioso y violento a la vez; la expresión de su fisonomía, que expresaba un talento elevado y audaz; aquella frente altiva y serena, bajo la cual brillaban unos ojos negros, fieros algunas veces, suaves y amorosos las más, había hecho una honda impresión en cuantos le habían contemplado, pero ninguno se atrevía a confesarlo. Los hombres, envidiosos, añadían con toda la malicia posible que su tez morena y sus dientes blancos como el marfil le hacían parecerse a un indio salvaje; y las mujeres, aquellas en quien más honda impresión habían hecho sus hermosos cabellos negros y su mirada llena de amorosa ternura, aseguraban, tratando de encubrir sus verdaderos sentimientos, que no se hubieran atrevido a amarle, aun cuando fuese poderoso como un príncipe.

Mara lo escuchaba todo, encubriendo con dificultad el triste humor que la devoraba y evadiendo con maestría infinita dar su parecer en una cosa que tan de cerca le interesaba.

Hubo un instante, sin embargo, en que, asediada vivamente, no dudó en contestar, con una indiferencia que hizo desvanecer algunas aventuradas sospechas, diciendo que Flavio parecía encerrar algo en sí mismo de la belleza de las selvas, en donde la mano del hombre no ha podado aún la más pequeña rama del árbol virgen, ni arrancado una flor de entre el musgo: que tenía, en efecto, todas las apariencias de un hermoso indio; pero que ella no era muy afecta a esos seres que parecían hijos degenerados de nuestra civilizada Europa.

—Y en eso dais pruebas de buen gusto —dijo Ricardo con picante ironía—, pues creo que no debe ser muy placentero para las delicadas damas de nuestro país el domar leopardos.

Todos se rieron de aquella gracia insulsa y un tanto ofensiva para el pobre viajero, siendo conocido desde entonces por el nombre de Leopardo.

Mara fingió también encontrar graciosa la ocurrencia, y se rió como todos; pero en el fondo de su corazón la imagen de Ricardo fue desechada y maldecida.

En aquel momento perdió cuanto derecho creía tener sobre aquella mujer, de quien pensaba debía ser amado eternamente. Lo que él imaginaba su primera victoria, era su primera derrota.

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