XXVII

Al siguiente día se paseaba nuestro héroe por las calles de la ciudad, solitario, meditabundo y con el mismo desdén y abandono que si errara lentamente por las solitarias alamedas de su olvidado parque.

Al verle caminar con aquella lentitud cansada y negligente, al ver su rostro ojeroso y macilento, en el que se descubrían las huellas del insomnio, y sus cabellos medio en desorden que el viento agitaba levemente bajo el ala de su sombrero: pudiera tomársele por alguno de esos hombres para quienes es aborrecible la nueva luz que cada día viene a iluminar su frente, ajada y marchita por la incontinencia y el desorden.

Y, en verdad, ¿qué era para él la vida en aquellos instantes? Mara le había vendido, Mara le había despreciado..., y ya nada había para él en la tierra más que un dolor cruel que formaba parte de su existencia.

Él amaba más que nunca a la mujer ingrata; la veía vagar aún en torno suyo, risueña y amorosa, jurándole un amor eterno; había instantes en que el recuerdo de la pasada noche le parecía una engañosa quimera, y después, cuando su pensamiento tornaba a la realidad de la vida, le parecía ver caer sobre la naturaleza entera un enlutado manto, más negro que la noche y que la sombra.

Fatigado por las terribles luchas que tenía que sostener con sus sentimientos rebeldes, lleno a su pesar de esperanza y de amor, y teniendo que decirse a sí mismo que todo aquello no era ya más que una engañosa mentira, un torpe sueño hijo de la flojedad de su espíritu, e indigno de un noble orgullo, se le creería agobiado para siempre bajo el peso de su dolor y dispuesto a abismarse en el pesado sueño de una desesperación incurable.

La imagen de Mara, fija en su corazón como un dardo cruel, era su tormento más amargo, y su única vida al mismo tiempo. Después que la maldecía pretendiendo rechazarla para siempre de su memoria, volvía a buscarla con avidez insaciable, y se gozaba en su propio tormento, en su propia amargura y su tormento era Mara...

Cuando en la noche anterior había penetrado en la habitación fría y desmantelada que le servía de asilo, su pecho se oprimió con angustia, y pensó en huir tan pronto el alba apareciese por el oriente. Pasó la noche contemplando aquellas paredes desnudas y sombrías como su alma; informes pensamientos se agitaron sin cesar en su loca cabeza, llenándolo de desesperación; maldijo su fortuna; pensó en su viejo palacio, como piensa un hombre lleno de desengaños en la mujer primera que le amó, sin esperar recompensa alguna, contentándose con morir cuando fue ingratamente olvidada... Y después..., cuando la aurora iluminó las altas torres que tantas veces la habían saludado..., ¡Flavio no tuvo valor para partir!

Se vistió con desaliño, compuso apenas sus desordenados cabellos, y cuando la puerta se abrió, salió el primero y recorrió al azar toda la vieja ciudad. Ni buscó a nadie que le guiase a través del intrincado laberinto de las tortuosas calles, ni pensó en dirigirse hacia aquel o el otro punto; sin rumbo fijo, le era indiferente caminar hacia un lado o hacia el otro y recorrer los barrios más elegantes o los más sucios y ruinosos de la antigua ciudad.

Por lo demás, la populosa población le había parecido más triste y más fea a la luz del día, que amaneció claro y sereno.

El ruido de los carros, lecheras y vendedores, que no cesaban de aturdirle con sus voces discordantes y chillonas y de rogarle con sus mercancías, del modo más importuno y tenaz; el incesante ir y venir de las gentes, y el sonido penetrante de las innumerables campanas, entre las cuales algunas doblaban de un modo lúgubre y lastimero, causaron en Flavio una impresión desagradable que aumentó el sombrío humor que le devoraba. Sin saberlo, era un verdadero misántropo a quien la algazara y el ruido desagradaban por instinto, pues sólo podía vivir contento con sus eternos sueños, y hubo instantes en que pensó si la mayor parte de los hombres serían verdaderamente locos cuando podían resistir aquella agitación y movimientos no interrumpidos, aquellos rumores, discordes e incesantes, bajo cuya influencia parecían hallarse como en su principal elemento de vida y felicidad.

Al ver a la multitud caminar con paso acelerado, como es costumbre en las grandes poblaciones, y cuyo movimiento y agitación tanto contrastaba en aquellos instantes con su desesperada calma, creía a todas aquellas gentes en un estado de inquietud enfermiza y recelosa, y pensaba que aquellas altas casas, las unas tan cerca de las otras, y aquellas revueltas y estrechas calles, que apenas dejaban paso al aire corrompido que se infiltraba por ellas, debían hacer precisamente a los hijos de aquella capital cobardes, pusilánimes, y su vida, corta y trabajosa.

Anduvo así mucho tiempo, sin pensar siquiera que había recorrido ya la mayor parte de la ciudad; saliéronle al encuentro, digámoslo así, inmensos y sombríos edificios, soberbias obras de arte que una generación eminentemente artista había levantado, y no lograron cautivar su atención, y siguió al acaso una sucia y angosta calle que desembocaba en los alrededores de la ciudad, que eran verdaderamente hermosos.

Respiró entonces con libertad y se creyó feliz por un instante.

Hallóse otra vez en medio del campo; la inmensidad ante sí, con todos sus encantos y toda su grandeza; graciosas montañas que se destacaban en lejano horizonte, envueltas en transparentes y rosados vapores, y el río brillaba a lo lejos entre los altos álamos, erguidos como gigantes y que inclinaban suavemente sus ramas para mirarse en las aguas.

Jamás había parecido al viajero tan hermosa la naturaleza; embriagóse con el aire puro que pasaba azotando su rostro; tuvo intenciones de besar la fresca hierba que hallaba a su paso, humedecer sus manos en el agua de los arroyos y correr como un loco por la pradera. Le pareció entonces que había vuelto de nuevo a la vida, al aire puro, a la hermosa libertad; y el recuerdo de Mara ya no fue entonces tan penoso para él y tan desconsolador.

Vagó a orillas del caudaloso río, sin que viniese a distraerle en sus meditaciones otro ruido que el apacible murmurar de las aguas y el soplo de las brisas de la mañana.

Entre las ramas de los cipreses de un cementerio cercano cantaban alegremente multitud de pajarillos, sin sospechar que cernían sus alas sobre humildes y silenciosas tumbas; los sauces, melancólicos, alzaban apenas, sobre las blancas murallas que circuían el lugar fúnebre, sus lánguidos y encorvados troncos, y una cruz blanqueada de nuevo se diseñaba en el azul del cielo, a través de aquel follaje sombrío, que parecía ocultar profundos misterios.

Flavio vio abrirse la verja del cementerio; el sonido lejano de una campanilla vino a herir sus oídos en medio del silencio que reinaba en torno suyo, y un carro fúnebre apareció a su vista, sombreando la blanca arena del camino.

El viajero se levantó y siguió el mortuorio convoy, penetrando tras él en el espacioso cementerio.

El ataúd fue colocado en el suelo y abierto luego. Flavio pudo ver una hermosa joven vestida de blanco, coronada su pálida frente con rosas tan pálidas como ella, sujetos sus pies con un ramo de mirto oloroso; un brazo extendido a lo largo de su cuerpo, y el otro colocado sobre el corazón, que ya no latía.

En sus cárdenos labios parecía brillar la expresión amarga del último suspiro; marcaba su frente el sello helado y frío de la muerte, y existía en todo su conjunto cierta marca de cansancio y dejadez, que parecía que aquella infeliz no pudo hallar reposo más que en la tumba.

El corazón de Flavio experimentó una opresión desconocida, una tristeza que irradiando del rostro inanimado de aquella desgraciada penetraba en su pecho e inundaba todo su ser. Él no había visto aún, tendida e inmóvil en el fondo de un ataúd, a una mujer joven y bella, y tal vez no se le había ocurrido nunca que un cuerpo hermoso y lleno de vida pudiese morir.

El sacerdote recitó la oración fúnebre sobre los inanimados restos; los amigos que lo habían acompañado hasta su último asilo le dieron el postrer adiós con los ojos bañados de lágrimas; el viento agitó por última vez los rubios cabellos de la joven, y cerrándose el féretro desapareció para siempre a los ojos de los vivos... aquel semblante angelical.

Después la dejaron en su nicho de piedra, que fue cerrado en un instante, y ya no se vio más que una lápida de mármol negro, mezquina como el estrecho recinto que cubría, y una corona blanca sobre ella.

—¡Pobre mujer! —exclamó Flavio—. ¡Ni siquiera pueden ya crecer flores alrededor de tu sepulcro! ¡Me causan miedo esas anchas paredes atestadas de cadáveres que duermen en fila su sueño eterno! ¡Oh —añadió como un loco al mismo tiempo que se alejaba con presteza del cementerio—, ya que es preciso morir al fin, que depositen mi cuerpo en la húmeda tierra..., que me cubran hierbas y flores, con las que puedan juguetear las brisas...; son horribles esos siniestros agujeros de granito!... ¡Y he ahí el hombre... —murmuró después—, he ahí la belleza, el amor, la vida!... Vaso de barro que se quiebra al impulso más leve, inmundo polvo que se deshace, se esparce y no vuelve a reunirse jamás sobre la tierra hasta que la voz del Eterno lo llame en el día de la ira... ¡Oh Dios!, si no hubiésemos nacido para adoraros, ¿para qué habríamos nacido?

Y abismado en sombríos pensamientos, volvió a seguir maquinalmente el camino de la ciudad.

Las campanas de la gran catedral repicaban con armonioso estrépito al pasar Flavio por delante de sus góticas puertas, atestadas de mendigos y de una inmensa multitud que entraba y salía empujándose, magullándose, voceando.

El viajero se detuvo indeciso algunos instantes y, al fin, entró también a visitar el santo templo, que llamaba a los fieles con las sonoras voces de metal de sus campanas, entre las cuales parecía juguetear el viento alegrándose con sus sonidos vibrantes y llevándolos después en sus alas para extenderlos por el espacio.

Grandes colgaduras de terciopelo carmesí cubrían las altas naves, prestando un aspecto grave y sombrío al interior de aquel templo, cuyas bóvedas parecían querer levantarse hasta el cielo. Resplandecían con majestad las monstruosas lámparas de bruñida plata a la luz de los cirios; el órgano hacía resonar sus ecos llenos de armonía a través de las columnas de granito, y la procesión se adelantaba lentamente, entonando cánticos graves y llenos de religiosa melancolía.

Flavio quedó sorprendido ante la respetuosa perspectiva de aquella procesión, en la que brillaban las blancas vestiduras de damasco y plata de los sacerdotes, el negro ropaje de los canónigos, que aquel día llevaban cubiertas sus calvas cabezas con la gran capucha de terciopelo de sus largos hábitos, y los magníficos pendones con borlas de oro y orlas de diamantes y piedras preciosas que deslumbraban. Flavio se inclinó lleno de respeto ante la admirable custodia, y cuando concluyó de desfilar la grave comitiva, postróse ante el altar, y allí oró largo rato, con el fervor propio de un alma como la suya, llena de fe y esperanza en el Ser Supremo.

Su espíritu se halló más aliviado después de haberse alzado hasta Dios por medio de una adoración profunda y sincera, y ya no le causó pesar ni tristeza el recuerdo de la joven muerta. Pensó, según sus creencias, que la vida del hombre sobre la tierra no es más que un paso agitado y trabajoso, que la tumba es la puerta que nos abre el camino de la verdadera existencia, y que aquella mujer cuyo semblante revelaba, aún después de muerta, haber tenido un alma pura y tranquila, estaría ya gozando en el cielo las bienaventuranzas de los justos.

Pero estaba triste, sin embargo, y el recuerdo de Mara vagaba alrededor de todas aquellas místicas ideas que le embargaban, como una esperanza que nos aterra y que nos halaga al mismo tiempo. En los ecos armoniosos del órgano, que le conmovían profundamente a través de aquellas luces que iluminaban las aéreas figuras de los ángeles que sostenían el altar, y en medio de los cantos y armoniosos rezos de los fieles, Flavio veía siempre aquella imagen que tomaba todas las formas sin perder la suya propia, que lo era todo, sin dejar de ser ella misma. Cuando algún sonido más tierno o más melancólico venía a herir sus oídos, pareciendo resonar lejos, muy lejos, y remedar acentos que podía pensarse si venían de un mundo desconocido, Flavio sentía que se crispaban sus nervios, su corazón se estremecía, erizábanse sus cabellos y las lágrimas se asomaban a sus ojos, pero no lágrimas de amargura, sino de sentimiento, de amor, de ternura... ¿Quién es capaz de definir la extraña sensación que es capaz de producir en nuestra alma un solo sonido alegre o melancólico, ligero y triste?... La música encierra en sí misma una fuerza incomparable a otra alguna, y cuando nos hallamos bajo su impresión, somos entonces capaces de amar lo mismo que aborrecemos.

Flavio también bajo la impresión de aquellos melancólicos sonidos, soñó un mundo ideal; quiso creer que Mara le amaba aún, que los desengaños que había recibido habían sido una ficción engañosa; creyó que debía volver a verla, porque su corazón lo deseaba, lo exigía, y fue feliz entonces y volvió a orar con más fe.

Cuando la multitud, dispuesta a marcharse, le anunció que la sagrada fiesta había concluido, Flavio se levantó también y salió del templo.

—Por estos sitios me agrada ver a los jóvenes de vuestra edad, mi querido amigo... Os he visto arrodillado y con las manos cruzadas, como su fuerais un santo —dijo una voz al oído de Flavio que le hizo estremecerse.

Mara y su madre se hallaban ante él, y esta última era la que, con su habitual amabilidad, le había dirigido la palabra. Mara, alargándole su mano blanca y fría, le estrechó la suya sonriendo y mirándole con una expresión tal que el pobre viajero estuvo por echarse a sus pies y pedirle perdón por haber podido irritarse con ella un solo instante. El amor que profesaba a aquella mujer era más intenso que el que siente la generalidad de los hombres, y más de lo que él, en su inexperiencia, podía imaginarse. Mara podía dominarle ya y doblegar su voluntad, como doblega un niño los delgados mimbres que crecen a orillas de las lagunas, y su honor, su libertad, su misma vida quizá, ya no pendían más que de una sonrisa o de una mirada de aquella mujer.

Él las siguió lleno el corazón de una loca alegría, de un placer que jamás había experimentado. La ciudad empezó a parecerle alegre, apacibles los gritos de los vendedores y el armonioso ruido de las campanas; Mara lo había bañado todo con una de sus dulces miradas, y hasta había borrado de su corazón la negra mancha con que se había cubierto la noche anterior al verse olvidado y despreciado sin compasión por la que tanto amaba.

Pero ya nada recordaba Flavio en aquellos momentos de felicidad. Ante todo, necesitaba hallarse al lado de aquella mujer; necesitaba verla, hablarla; quizá más tarde llegaría a acordarse de la pasada ofensa; quizá llegaría a comprender que había sido demasiado débil, demasiado cobarde...; pero ya el primer paso estaba dado en ese camino que conduce a ser, si no el menos amado, el que tiene siempre que sucumbir en las cuestiones de amor. Mara acababa de comprender cuánto era amada, a pesar de su incredulidad y de su escepticismo, y se había dicho en su interior al ver a Flavio, olvidando en un instante sus desdenes:

—«Gracias al cielo, que ha vuelto... ¡Oh!, me ama; no hay duda...; creía haberle perdido para siempre, y sería ésta la pena más dura y más terrible de mi vida... Yo haré ahora por civilizarle, por acostumbrarle a mi carácter, que no admite yugo alguno. Yo haré que me obedezca..., y no será esto por humillarle, bien lo sabe aquel que ve desde lo alto los secretos más íntimos de nuestros corazones. Cuando yo me convenza de que su amor, además de ser verdadero, no es una de esas pasiones que, como la seca arista, arden en un instante y se convierten en cenizas, yo seré la más tierna, la más buena de las amantes; entonces no me avergonzaré de decir que amo a un hombre con la pasión más ardiente y más santa que pueda abrigar el corazón de una mujer; pero en tanto..., ¿quién es el que no teme ver pisoteado y vendido el sentimiento más caro de su alma?»

Flavio subió; nadie había en casa de Mara a aquellas horas y él pudo hablarla, al fin, libremente.

La joven, que en realidad le amaba como jamás había amado, le enloqueció de nuevo con sus palabras llenas de ternura, con sus juramentos y sus miradas brillantes como las estrellas en una noche sin luna.

Flavio llegó a convencerse de que tenía que sufrir a su enemigo, que la sociedad lo exigía así, que ella no podía desecharle de improviso, sin causa alguna, pues dañaría hasta su honra, en quien nadie hasta entonces se había atrevido a poner una mano impura.

—Dejad pasar algún tiempo —le decía—; yo iré alejándole de mi lado con la sutileza y el cuidado que la buena educación ordena; no se debe herir jamás la susceptibilidad de nadie, y mucho menos cuando se trata de hombres como Ricardo; creedme: vos, que habéis pasado toda vuestra vida lejos del mundo, no podéis comprender estas cosas todavía, y debéis guiaros por los consejos que os da la mujer a quien decís que amáis...

Estas palabras, dichas con una dulzura encantadora, hacían en Flavio el efecto deseado, y llegó a pensar que quizás Mara tendría razón, y que él era un salvaje a quien era necesario educar en los usos del mundo.

La joven le advirtió, además, que era necesario disimular todo lo posible los juramentos que los unían, porque era el amor más bello cuanto más ignorado de los extraños. Y como las flores, se marchitaba y languidecía cuando personas extrañas llegaban a dejar caer sobre él miradas importunas y chanzas groseras, de que un alma delicada tenía que resentirse.

Flavio accedió a todo, y fue en aquellos instantes el amante más dócil y menos exigente de todos los amantes. Tenía a Mara en su presencia, estrechaba sus manos entre las suyas, oía otra vez de sus labios las más grandes protestas de amor, y embebido en tan dulce inmensa felicidad, no se acordaba o no quería acordarse del porvenir.

Cuando se separaron, eran ambos felices en toda la extensión de la palabra felicidad, porque es éste un fantasma caprichoso que penetra a veces en nuestro corazón por medio de una indiferente mirada o de una palabra vaga, volviendo a desaparecer del mismo modo y con la misma rapidez con que ha llegado de improviso hasta nosotros, dejándonos sumidos en horribles tinieblas, así como antes nos había inundado con su celeste claridad.

Mara creía poseer en Flavio un verdadero tesoro; se admiraba en el interior de su alma de haberle encontrado en su camino, cuando sus esperanzas se hallaban más extinguidas y aniquiladas. Aquel corazón, que decían duro como las rocas, era apasionado como ninguno, y estaba herido para siempre y de una manera incurable.

Por su parte, Flavio pasó el resto del día dando grandes paseos por su desmantelada habitación, alegre y contento como un niño, y cantando como un pájaro que acaba de recobrar su amada libertad.

Tan cierto es que todo el juicio del hombre más cuerdo y más sabio puede a veces abarcarse con la mano de un niño.

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