XXXI

¡Nadie supo que Flavio había atentado contra su vida!

El joven que le había salvado y que había visto desde la opuesta orilla cómo deliberadamente y después de una lucha visible se arrojara Flavio al río, ocultó cuidadosamente cuanto a este particular concernía.

Hombre de corazón noble, aunque algo misántropo, y que ocultaba en el fondo de su alma el germen de una tristeza hereditaria, se compadecía de todos los que sufrían, y Flavio le había inspirado una simpatía fraternal. Sin duda había adivinado a través de aquella frente helada su cándida inocencia y sus angustiosos dolores, proponiéndose desde el instante en que salvó su vida penetrar los misterios de su existencia y remediar sus sufrimientos en cuanto le fuera posible. Sin amigos, en medio de una multitud de jóvenes escolares que hallaban en él un hombre para todo indulgente, que por nada se apasionaba, solo en medio de la sociedad y del bullicio, sin duda había elegido a Flavio en el interior de su corazón como el único digno de llamarse su amigo verdadero.

El alma que vive aislada busca siempre con ansia otra alma que se le asemeje... ¿Por qué el joven adivinó que Flavio debía ser su hermano gemelo? Lo ignoramos; pero es lo cierto que el viajero había hallado al fin en su camino un ser que le comprendiese...

Cuando Flavio despertó del profundo marasmo en que permaneció sumido durante dos mortales días, creyó que cuanto le había acaecido no había sido más que un terrible sueño. Se esperezó con negligencia, frunciendo el ceño, y exclamó:

—¡Cuán quebrantado me ha dejado esta terrible ilusión!... ¡Guillermo! —gritó luego, llamando a su criado—, dadme mi ropa... Yo no sé si el día concluye o empieza... Esa luz vaga —estaba anocheciendo— me causa melancolía... ¡Oh!, voy a salir a ver si se despeja mi cabeza...; pero toca a la oración. ¿Cómo me he dormido hasta tan tarde? ¿Si estaré soñando todavía...? Guillermo, mi ropa... ¡Ni siquiera una campanilla en estas malditas posadas!... ¡Guillermo!...

—¿Qué queréis? —dijo el joven apareciendo en la puerta del gabinete.

—Mi ropa —dijo Flavio con enojo, sin reparar siquiera que no era Guillermo el que le hablaba.

—Tranquilizaos —le dijo el joven con la dulzura de un hermano—. No podéis vestiros; vuestra indisposición lo impide... Pasado mañana quizás...

Flavio volvió la cabeza y notó entonces la presencia de un desconocido.

—¿Qué decís, caballero? —le preguntó—. Estáis equivocado; no es ésta, sin duda, la habitación que buscáis...

—No me equivoco, amigo mío...

—Pues entonces, ¿podré saber qué se os ofrece?

—Soy médico, y como estáis algo indispuesto..., he venido a curaros como era mi deber...

—Indispuesto... Repito que os equivocáis, caballero; no es ésta, sin duda, la habitación en donde se os espera.

El joven se adelantó entonces hacia Flavio, y sentándose a su cabecera, le dijo, tratando de ocultarle la verdadera causa de su mal, que parecía no recordar:

—Habéis sufrido un fuerte ataque nervioso esta mañana, pero como esta especie de dolencias atacan al cerebro, por eso no podéis recordarlo.

Flavio guardó silencio algunos instantes... Después añadió, con duro acento:

—Pues si eso ha sucedido, os advierto que en este instante me hallo completamente bueno, y que podéis retiraros. ¿Cuánto os debo?

—No me debéis nada —repuso el joven con finura y sin enojarse en lo más mínimo por el tono brusco con que Flavio le despedía—; yo soy el que os debo consideración por el estado en que os halláis...

—Gracias... —dijo Flavio secamente—; pero os aseguro que ninguna dolencia física me aqueja y os agradecería que me dejaseis solo... Enviadme a mi criado, si gustáis...

Entraba aquél en aquellos momentos con un calmante, en busca del cual había salido momentos antes.

—Tened la bondad de tomar algo de este calmante, que bien lo necesitáis —le dijo a Flavio—, y podré luego dejaros sin cuidado, confiado en que descansaréis tranquilo.

—Os prometo no tomar cosa alguna —repuso aquél casi con ira—. Si es verdad, como decís, que me hallo enfermo, dejaré obrar a la naturaleza por sí misma. Ya lo sabéis, caballero: ésta es mi resolución invariable. ¿Qué hora es, Guillermo? —añadió después, dirigiéndose al criado.

—Las siete acaban de dar, señorito —repuso éste, mirándole de un modo que revelaba un profundo afecto.

—Traéme mi ropa...

—Vuestra ropa, señorito... —murmuró el fiel criado, lleno de espanto—, imposible...

—Dejadnos solos —dijo el joven, interrumpiéndole.

Las palabras del criado, despertando en Flavio el recuerdo de lo pasado, aunque débil y confuso, le habían herido profundamente, y al oírlas ocultó el rostro entre los almohadones de su lecho.

El joven, sentándose a su lado, guardó silencio.

—Caballero —dijo Flavio, alzando lentamente su cabeza—, haced el favor de dejarme a solas con mi criado...

—Nada podrá deciros vuestro criado de lo que deseáis saber —le dijo el joven.

Flavio se incorporó sobre la cama con una fuerza salvaje, y agarrando con violencia el brazo de su salvador, le dijo con terrible acento:

—¿Sabréis vos, por ventura?... ¿Habréis sido vos?... Contádmelo todo, si es así... Contádmelo prontamente... ¿Sabéis que ayer me he desmayado... a orillas del río?... ¡Que..., en fin..., hablad!

—Pues bien: yo os he salvado la vida..., yo fui el que os quitó medio muerto del río —elijo el joven con dulzura.

Flavio volvió a dejarse caer sobre los almohadones de su lecho, como desfallecido...

—¡Conque no ha sido un sueño!... —murmuró—. Pues escuchad, caballero —añadió—: yo debía datos las gracias; pero ¡estoy por maldeciros!...

—Callad... —repuso el joven—, y pedid a Dios perdón por vuestro crimen... Habéis insultado al cielo y no es fácil que borre vuestra culpa si persistís en ella siquiera con el pensamiento.

Era la voz del joven tan dulce, tan grave y tan severa al decir estas palabras, que el hombre más cínico las hubiera oído de sus labios con respeto.

Flavio le escuchó inmóvil, y pasando luego su pálida mano por los desencadenados cabellos, exclamó:

—¡Dios y mi crimen era ya mi único pensamiento al sentir los helados dedos de la muerte anudados alrededor de mi garganta!... ¿A qué venís, pues, a hacer más crueles mis amargos remordimientos? Quizás Dios me hubiese perdonado, sin embargo..., y entonces todo habría ya concluido... Pero ahora..., ¿sabéis el daño que me habéis hecho con volverme a la vida?... Mis dolores volverán a renovarse con mayor intensidad... Volveré a verlos, y volveré a... ¿Y creéis que Dios me perdonará entonces?... No..., quizás no... ¿Por qué no me habéis dejado morir?...

Y Flavio empezó a llorar como un niño, y volviéndose luego hacia la pared, permaneció en el más profundo silencio durante la noche, únicamente pidió agua, en la cual el joven supo mezclar un calmante que le hizo quedarse dormido.

Cuando despertó, a la mañana, dijo resueltamente que quería vestirse. El joven penetró entonces de nuevo en el aposento del enfermo, y con su dulzura y delicadeza naturales le hizo confesar, al fin, la causa de los pesares que aniquilaban su espíritu de un modo tan violento. Consiguió, además, que aquel día no se levantase, ni al siguiente, y el tercer día eran ya íntimos amigos: sus almas se comprendían.

—No me violentéis por más tiempo —le decía Flavio, al mismo tiempo que daban las doce de la mañana en el reloj de la ciudad—. Hoy he de verla. ¿Os parece que he esperado poco todavía?

—Bien; la veréis, pues... Pero, ¿me prometéis presentarme mañana en su casa? Es necesario que yo la vea, que la hable...¿Quién sabe si de esto puede redundaros algún bien?

—Os lo prometo —dijo Flavio—; pero dejadme marchar ahora mismo... Casi os agradezco ya que me hubieseis salvado... Volveré a verla otra vez... No podéis imaginaros el efecto que ese solo pensamiento produce en mi espíritu... Adiós; pronto volveré a vuestro lado...

—¿Y si Ricardo estuviese con ella?

—Saldré inmediatamente, como me lo habéis advertido, y vendré a buscaros.

Y salió.

Al atravesar el umbral de la casa de Mara, Flavio temblaba como un niño; y al subir las escaleras sintió desvanecérsele la vista.

Temía hallar a Ricardo, y hasta le pareció oír desde lejos el eco de su voz. Cuando penetró en la sala no veía, y sin saludar casi, y tomando asiento en la primera silla con que tropezó, no oyó más que el eco de la voz de Mara, que le dijo no sé qué palabras que él no acertó a comprender.

Pasados algunos instantes, pudo observar que se hallaban enteramente solos. No se movió, sin embargo, ni pronunció una sola palabra... Se hallaba como embargado de felicidad, de temor y de esperanza.

Mara también había enmudecido..., y así permanecieron largo tiempo, mudos e inmóviles; en sus ojos, fijos con tenacidad en el suelo, brillaba, sin embargo, una lágrima que pugnaba por bañar sus mejillas...

Quizás hubieran permanecido así días y días si la anciana criada no hubiese entrado en la estancia...

—Mi querido enfermo —exclamó al ver a Flavio—. ¿Qué ha sido de vos estos días? Nos habéis causado gran inquietud... Y en efecto..., qué pálido os encuentro. Mara, hija mía, ¿no es verdad que el semblante del señorito Flavio se halla muy demudado?

Mara alzó hasta él sus ojos, llenos de una expresión amarga y dulcísima a un tiempo...

—Ciertamente —dijo con temblorosa voz—. ¿Qué habéis tenido?

Flavio se levantó entonces, y aproximándose a la joven repuso sentándose a su lado y cogiendo sus manos, que besó con transporte:

—Nada, Mara...; nada absolutamente... ¿Me amáis?

—¡Si os amo!... —dijo Mara—. No debo contestar esa pregunta...

Y volvió su cabeza hacia otra parte.

—¡Cómo!... —murmuró Flavio—. ¿Iríais a desesperarme otra vez..., os empeñaréis en matarme, Mara? ¡Ah!, no, no, ¡por Dios! Os lo ruego de rodillas, Mara... Si supierais... Me habéis destrozado el corazón.

Y volvió a llorar como un niño, sin poder contener los hondos suspiros que exhalaba su pecho.

La vieja criada se aproximó entonces a ellos con lágrimas en los ojos, y dijo:

—No la creáis, señorito Flavio; os ama como una loca, y ya hace largo tiempo que se lo he conocido... Sólo que su orgullo, su maldito orgullo, y su desconfianza, son la causa de todo lo que os hace sufrir... Yo voy a decíroslo todo, voy a descubrirla.

Mara la miró de un modo significativo y severo.

—Nada, nada —repuso la vieja, mirándola a su vez—; no intentéis hacerme callar; yo, menos desconfiada que vos, comprendo al señorito Flavio y no puedo verle sufrir de este modo; sería un cargo de conciencia, y lo es para vos también... Sabed —añadió apresuradamente, para que alguna causa imprevista no le impidiese decir lo que deseaba— que ahí, en donde la veis tan seria y tan quisquillosa, ha llorado amargamente desde que vos faltáis; ha pasado sin dormir noches enteras; jamás la he visto de ese modo, os lo juro; sois el único hombre que ha llegado a conmover su corazón, el único verdaderamente amado... Su pobre madre ignora inocentemente cuanto su hija padece, y cree que su inapetencia depende de la desigualdad del tiempo... ¡Pobre señora!... Pero a mí, que aunque lo diga no se me engaña fácilmente, pues veo desde muy lejos..., atreveos a negar cuanto acabo de decir, Mara; atreveos y os tendré desde ahora por la hipócrita más grande del universo...

—Sois una imprudente —exclamó la joven con impaciencia y encendida como la grana—. ¿Qué sabéis vos lo que decís respecto a esto, María? ¿Comprendéis cuántos sentimientos diversos pueden expresar las lágrimas? Pero, en fin, no debo hablar una palabra más sobre este punto... Flavio, podéis apropiaros de sus palabras, las que más halaguen vuestro amor propio... Sería inútil, quizás, que yo rebatiese con harta razón cuanto María acaba de decir... Porque la vanidad es muy ciega, y pretende hallar siempre rosas en donde no puede haber más que espinas...

—Mara —murmuró Flavio con desesperación, levantándose lleno de ira—, ¿por qué me tratáis con tanta crueldad? ¿Sois, por ventura, mi ángel malo y os habéis propuesto aniquilarme en esta vida y hundirme en el infierno?...

Y desgarrando su corbata y magullando su sombrero entre las manos empezó a dar grandes paseos por la habitación, marcando en su rostro una cólera violenta que daba cierto aire de ferocidad a sus miradas. Después, aproximándose de nuevo a la joven, que aunque no lo demostraba había cobrado algún terror al contemplar aquella explosión de terrible ira, le dijo:

—Os estáis burlando de mi inocencia, de mi amor, de mi inexperiencia de la vida... Sí, os burláis, Mara..., y eso es infame... Como sabéis que no puedo huir de vos, como para siempre me habéis encadenado...

—¡Cosa extraña!... —murmuró la joven con burlón acento—. ¡Para siempre! Malditas cadenas... ¿Por qué no las cortáis con vuestra espada, como Alejandro el nudo gordiano?

—¡No añadáis el insulto a la burla! —repuso Flavio con una voz que la hizo estremecerse—. ¿Pensáis que Dios no ha de castigaros?

—¿Ya vos...? ¿Quedaréis salvo quizás? ¿Hallaréis fácilmente un lugar en el cielo en tanto yo bajaré a los profundos abismos? ¡Cuán pura..., cuán sin mancha debe estar vuestra conciencia! ¿No es cierto? Reflexionad y respondedme después...

—¡Qué queréis que os responda! —contestó Flavio sorprendido y ruborizándose al recuerdo de la terrible y pasada escena—. Solo Dios es grande, y no puede pecar... Pero ¡el hombre!... Mi alma no está sin mancha, no; yo más que nadie soy débil, bien lo veis... Yo me dejo arrebatar por mis violentas pasiones... Soy tenaz en mis indignaciones, soy susceptible hasta la exageración, y en lucha eterna conmigo mismo, el sufrimiento me doblega presto... y desfallezco... Grandes son mis faltas... Pero, ¿y las vuestras? Vos me habéis conducido al borde del abismo... Nunca he pecado más que desde que os conozco... Vos sois la causa de que yo ofenda al cielo... Vos...

—¿Y soy también la causa de que hayáis manchado la inocencia de una pobre niña?

Flavio la miró sorprendido, sin comprender enteramente el sentido de aquellas palabras que Mara había dicho con una calma cruel y que encerraba un mundo de sufrimientos.

Mara había sabido por un aldeano que Flavio había vuelto a casa de Rosa, y al oír a Flavio confesar que era criminal, no dudó un instante de la verdad de una cosa que no se había atrevido a creer enteramente. Imposible nos sería describir el horrible martirio que en estos instantes sufría... Su ausencia..., su impensada desaparición, estaban ya explicadas... No había sido producida por la desesperación que hubiera debido causarle ver a Ricardo a su lado; era la causa el amor de otra mujer... Tan espantosa aparecía esta idea a los ojos de Mara, que creía ser presa de un horrible sueño. Sin embargo, aquella mirada que Flavio la dirigió al escuchar sus palabras, y que no expresaba más que la sorpresa y la ignorancia, fue interpretada por la joven del peor modo que podía serlo.

—No os asustéis —le dijo—; debierais saber que nada de cuanto se hace sobre la tierra queda oculto... Además del cielo, tenemos fijas siempre sobre nosotras las miradas del mundo, delator insolente que nada perdona; pero aunque así no fuera... ¡El lance ha sido tan público!... Desgraciadamente para la pobre niña, ya nadie lo ignora, y yo lo siento por ella, en verdad... Respecto a mí, bien habéis podido comprender, por mi modo de conducirme con vos, que no he dado entero crédito jamás a vuestras frases declamatorias... Mi corazón, gracias al cielo, es hecho a prueba de grandes ficciones y no se conmueve fácilmente. Sin embargo, por no dar lugar a que en adelante pudiera vuestra inocente vanidad haceros creer que me engañáis, y porque además no debo ser causa de que esa infeliz niña llegue a sufrir algún día por mi causa, haréis el favor de no frecuentar nuestra casa y de despediros de mí para siempre.

Flavio la escuchó inmóvil, sin comprender de cuanto había oído sino una cosa: que se le imputaba una culpa de que estaba inocente, y que Mara le despedía de su lado, prohibiéndole volver a presentarse nunca ante ella.

Fue tan terrible aquel golpe, que después de que la voz de la joven había cesado de resonar en sus oídos permaneció inmóvil en su silla, sin poder articular un solo sonido y mirándola con una mezcla de estupidez y de angustia indecibles.

Mara no podía, desgraciadamente, ver la expresión dolorosa y sombría del semblante de Flavio, que bastaría a explicarle el estado desgarrador de aquel corazón, porque no le miraba. Sólo al ver que no recibía contestación ninguna a sus palabras se levantó con impaciencia, y dijo después de asomarse al balcón, aunque siempre sin volver hacia Flavio su cabeza:

—Me perdonaréis que os advierta que tengo que salir precisamente a las dos, y que darán muy pronto...

Y volvió a asomarse al balcón.

Flavio no se movió tampoco esta vez; parecía petrificado. La vieja criada, que sin saber ya qué partido tomar había contemplado muda esta escena, le miraba enternecida y con los ojos llenos de lágrimas; en aquellos instantes casi aborrecía a su querida e indomable hija y hubiera sido capaz de castigarla al ver su crueldad.

Ésta, por su parte, sin mirar a ninguno de los dos y viendo que Flavio se había propuesto tal vez burlarse de ella con su silencio, se puso a recoger su labor con presteza, disponiéndose a salir de la habitación. Bien quisiera dirigir antes a Flavio una furtiva mirada para ver su actitud y adivinar el verdadero objeto de aquel silencio; pero su infernal orgullo y el temor de que notase en sus ojos las lágrimas que los inundaban la obligaron a dirigirse hacia la puerta, serena e impasible, al parecer, y sin mirar al pobre viajero... Este no se movió tampoco para detenerla, pero la vieja María interponiéndose entre la joven, le dijo con entrecortada voz:

—No saldrás, Mara...; no saldrás... Nunca creí que llegase a tanto la dureza de tu carácter... ¿No le ves, Mara? ¿O eres de hierro? ¡Como si todo eso de que le has acusado no fuera una indigna calumnia! ¡Válgame Dios, hija mía..., qué propensa eres a creer todo lo malo y a dudar de lo bueno!... ¡Y qué empedernido hace el orgullo tu corazón!... No saldrás, no —añadió, cerrando la puerta al ver que Mara pugnaba por alejarse—. Háblale antes, consuélale; eres una orgullosa que no merece ser querida.

—Por fortuna, mamá no está en casa y no puede presenciar tan vergonzosa escena... Es espantoso el ridículo que haces caer sobre mí, María... Tú estás abusando del cariño y del respeto que te profeso..., y no sé si podré perdonártelo...

Al decir esto, Mara se dirigió, con enojo, hacia una de las ventanas, aunque sin haber hecho esfuerzo alguno para salir de la habitación.

—Dime lo que quieras —dijo la anciana en el colmo de la exaltación, echando la llave a la puerta—; yo no puedo permitir que le trates con tanta dureza —y se acercó a Flavio, que se había cubierto el rostro con las manos—. Cuánto sufrís... ¡Dios mío!... —le dijo—. ¿Y por qué, Señor, por qué? Señorito, dejadme, ¡por Dios!, que vea vuestro semblante. Es inútil que os ocultéis, bien veo que estáis llorando... Las lágrimas se resbalan por vuestras mejillas.

—¡Lágrimas!... —murmuró Mara—. No comprendo esas lágrimas... Flavio, ya basta de farsa... Bien sabéis que para mí vuestro llanto es como una burla vergonzosa... ¿A dónde os arrastra, pues, vuestra tenacidad?

Flavio se levantó ligero como el relámpago, y con el rostro encendido y las manos crispadas se puso de un salto a su lado.

—Mara, Mara... —murmuró con ahogado y sombrío acento, en tanto movía como un loco su cabeza, pareciendo próximas a rasgarse las venas de su frente—. ¡Callad, callad..., si no queréis que al fin concluya por mataros!...

La joven leyó en su turbia mirada algo sangriento y terrible; tembló de espanto y huyó al otro extremo de la sala, lanzando un grito de horror. Flavio la vio alejarse con amenazadora actitud, y la vieja María, aterrada, se puso, clamando al cielo, delante de Mara, creyendo que Flavio iba a herirla; pero la joven, arrepentida sin duda de haber tenido miedo, volvió a adelantarse hacia el viajero...

—Os he tenido siempre por un caballero —le dijo con energía—, y me he engañado; no sois más que un hombre brutal y en estado enteramente salvaje. Salid de aquí, y que yo no vuelva a veros jamás... Os he amado hasta este instante con locura..., sabedlo. He delirado por vos..., pero ya os desprecio. Sois indigno de ser amado por un ser que no se os parezca... ¡Salid!

—¡Otra vez!... —repuso Flavio con una expresión dolorosa—. Pues bien —añadió, recobrando su natural fiereza—: me echáis de vuestro lado como se echa a un enemigo, me despreciáis, cual si os hubiese ofendido, y después de haberme tenido por un juguete que manejasteis a vuestro antojo queréis romper mi corazón como una frágil caña... Pues bien, yo os juro que no me iré; yo os juro que os haré cumplir el juramento que me habéis hecho; y os juro que no seréis de otro jamás, que os mataré antes. ¡Sí, os mataré!

—Dios mío —dijo Mara ocultando su rostro entre las manos—, ¿cómo no he comprendido más antes que era un loco, un verdadero loco?... Pero, loco y todo, yo no debo permitir que me ultraje. Flavio..., marchaos —volvió a decirle—; marchaos pronto, os lo ruego; no tratéis de sostener en vano tan terrible lucha... ¿Pensáis que podré amaros por fuerza? Amaros yo... Primero hubiera muerto mil veces... Marchaos, pues, antes que venga mi madre..., y que nadie llegue a saber esta ridícula escena en que tanto he sido ultrajada... ¿No os vais? Pues bien, quedaos; saldré yo, y todo estará concluido.

Mara, cogiendo la llave de manos de la vieja criada, abrió la puerta e iba a salir cuando Flavio, deteniéndola por el vestido, se puso de rodillas ante ella pidiéndole perdón como un niño que tiembla e implora la compasión de su padre cuando aquél levanta el látigo para herirle.

Mara intentaba en vano alejarse de Flavio y huir de la tentación de perdonarle. Mara lloraba, y Flavio, humedeciendo el vestido de la joven con sus lágrimas, parecía próximo a la locura. Era aquella una escena que hubiera parecido ridícula a los extraños, pero desgarradora para los que la componían. Aquel hombre, encadenado a su pasión como Prometeo a su roca; aquella mujer, cuyo orgullo y cuya desconfianza la hacían ser desgraciada y causar la desesperación del hombre por quien hubiera dado su propia vida; y aquella anciana, que participando del dolor de ambos no podía impedir la fatalidad que pesaba sobre ellos, formaban un cuadro altamente dramático, altamente desgarrador, tanto más cuanto que pudiendo aparecer en cierto modo burlesco y risible tenía que lastimar la vanidad y el amor propio, además de herir el corazón.

En Mara, sobre todo, que a pesar de su intenso dolor no podía olvidar la parte que pudiera tener de ridícula aquella escena, en la que jugaba el principal papel un amante romántico y desesperado y cuya desesperación no tenía quizá otro objeto que burlar su incredulidad o su orgullo, era sobre quien caía con todo su peso el rubor y la vergüenza, unidos al dolor que agobiaba su alma.

Sin embargo, el pobre Flavio era entonces la verdadera víctima..., el inocente mártir... Él sentía desgarrarse su alma a cada palabra de desdén que Mara dejaba escapar de sus labios, y aniquilarse todo su ser a cada paso que aquélla avanzaba para salir de la estancia... Contrariado en sus sentimientos, ultrajado en su santo y profundo amor, y viéndose rechazado sin culpa por la mujer sin la cual le era entonces imposible vivir; exasperado, en fin, por la lucha, sufría una terrible crisis que su temperamento bilioso y su carácter violento hacían peligrosa y temible.

Rendido, por último, fatigado, convulso, se levantó del suelo en donde se había arrastrado a los pies de aquella mujer que parecía de hielo.

—¡Maldita seáis!... —exclamó, alejándose de ella y cayendo sobre el sofá.

Pero fue tal el eco de su voz al pronunciar estas palabras, que Mara no se atrevió a moverse, siguiéndole instintivamente con sus miradas.

Flavio, después de caer sobre el sofá, alargó sus brazos convulsivamente, suspiró con angustia, e inclinando hacia atrás su hermosa cabeza, pálido como un muerto, quedó completamente inmóvil... Mara esperó algunos instantes...; pero Flavio permaneció impasible... Tornóse lívido. Entonces Mara se acercó trémula, agitada; tocó su frente, que estaba húmeda y fría como el granito en tiempo lluvioso, y prorrumpió en angustiosos gritos:

—Flavio..., Flavio..., —repitió en vano a su oído.

Flavio parecía un cadáver. Sus sienes no latían; sus heladas manos caían inertes a lo largo de su cuerpo; sus ojos, entreabiertos, dejaban ver una pupila empañada y sin brillo.

Inútiles fueron todos los cuidados que las dos mujeres le prodigaron; el agua fresca y la colonia con que rociaron su rostro cayó como sobre una estatua de helado mármol, y fue entonces Mara quien se arrastró a los pies de Flavio, que no podía verla; ella quien bañó sus manos insensibles con sus ardientes lágrimas..., quien gimió y gimió en vano...

Pero su terror no tuvo límites al ver que el tiempo pasaba sin que se notase la menor señal de vida en el rostro del viajero. Corrían como locas de una a otra parte, y era tal su aturdimiento que Mara intentó salir, pedir socorro, huir como una loca, triste y llorosa como se encontraba. En medio de tanta confusión sonó la campanilla.

—¡Mamá...! —exclamó Mara medio muerta—. ¡Dios mío!, ¿qué va a decir de esto?... María, sálvame.

—Y bien... —dijo María—, un desmayo le da a cualquiera, y no es necesario que sepa lo demás...

—Pues abre, abre corriendo, y a ver si ella halla un remedio que lo vuelva a la vida.

La infeliz Mara se arrepentía entonces de su feroz orgullo, de su necia incredulidad, de su escepticismo árido y brutal...

«Cuanto han dicho de él —se repetía— ha sido una infame calumnia... ¡Oh! ¡Si vuelve a la vida y no me aborrece aún, todo, todo lo sacrificaré por su amor».

La madre de Mara, atribulada por tan infausto suceso, ordenó que viniese un médico prontamente.

A los pocos momentos, el joven que había salvado a Flavio la vida se hallaba al lado de su amigo.

—Luis... —murmuró Mara al verle entrar.

—¡Mara!... —dijo aquél—. ¿Qué pasa?

—Ya lo veis —dijo señalando a Flavio.

Luis la miró severamente.

—Lo esperaba —repuso—, y por eso, al ver su tardanza, no he salido de vuestra puerta... Pero atendamos ahora al enfermo y os hablaré luego..., Siempre la misma... ¿Cómo pude dudar un instante que fuerais vos?

Mara y Luis se conocían.

Enamorado éste de Mara, habíala seguido incesantemente en el templo, en los paseos, en todas partes; allí en donde ella estaba, aparecía Luis. Por fin en un baile pudo hablarla; ella sonrió a sus palabras, como siempre, y Luis concibió esperanzas que no tardaron en desvanecerse.

Mara apareció entonces a sus ojos en toda su desnudez: voluble, inconstante y ligera; dejó de amarla, y sin conservarle por esto ni odio ni rencor, la hablaba siempre que la veía, y le daba buenos consejos, conceptuando infeliz a todo el que llegaba a amarla de corazón.

Juzgaba la coquetería de Mara como una enfermedad incurable.

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