XXXII

En su paroxismo, Flavio creía hallarse en su viejo palacio de Bredivan, y llamaba a los que le rodeaban con nombres extraños; pero siempre que oía la voz de Mara, siempre que ésta se le acercaba, se estremecía dolorosamente y la rechazaba con fuerza.

En vano se esforzaba Mara por ocultar su inquietud. Atribulada, pálida como el mármol, no sabía ni lo que pasaba en su alma ni lo que pasaba en torno suyo; y el más grande de los dolores que laceraban su corazón era el tener que sostener las lágrimas que asomaban a sus ojos; era aparentar una seguridad y una firmeza que estaba muy lejos de poseer; pero se retrataba en su rostro, en el cual no se notaba más que una solícita compasión.

¡Cuánto se engañaban, sin embargo! El mismo Luis, que creía conocerla, murmuró:

«¡No tiene corazón!...»

Pero, ¡ay!, cuán grande era el dolor de Mara. ¡Cuán poderoso, por lo mismo que estaba tan oculto que ninguna mirada podía llegar hasta él!

En tan terribles momentos, y cuando Flavio iba a ser trasladado a su casa, entró Ricardo, quien se sonrió leve y maliciosamente y, acercándose a Flavio, hizo como que deseaba prestar auxilios que el pobre enfermo rechazó vivamente gritando:

—¡Ese hombre, ése...! ¡Que le maten!

Por fin, Flavio vio entrar por la ventana de su aposento un rayo de sol, que le decía como Jesús al Lázaro: «¡Levántate y anda!»

Flavio se sentía con fuerzas y deseaba salir a respirar el aire del campo, que debía restaurar su quebrantada salud; así se lo decía a su nuevo amigo, pero muy poco se necesitaba para comprender que Flavio quería ver a Mara...

Luis le dijo entonces con la mayor dulzura:

—Hoy no saldréis, mi pobre convaleciente; os engañan las apariencias; no seríais capaz de andar veinte pasos sin que flaquearan vuestras fuerzas. Tened paciencia por hoy... Mañana os ofrezco que podréis salir.

El enfermo obedeció, pero su alma se llenó de la más grande tristeza.

«¡Un día más sin verla! —murmuró—. Quisiera estar solo en este instante...»

Y en vano el rayo de sol entraba por la abierta ventana y llenaba de alegría su aposento; en vano el viento frío de la mañana purificaba la atmósfera y hacía más intenso el hermoso azul del cielo; disgustado de cuanto le rodeaba, ponía el oído atento a las horas que pasaban, para él con una lentitud que le impacientaba, alegrándose sólo cuando una voz misteriosa parecía llamar a su corazón, que palpitaba entonces con fuerza, y decirle: «¡Mañana!» Sólo entonces su alma descansaba de su inquietud angustiosa, y se regocijaba alegremente.

¿Qué importaba, sin embargo, que Flavio viese a Mara, si ésta había de clavar de nuevo en su corazón el puñal que el orgullo hacía vibrar en sus manos?

Luis lo comprendió así, y por lo mismo corrió a casa de la imprudente joven, y la habló de él.

Mara le escuchaba inquieta, triste y alegre a la vez; él vivía, él iba a venir; esto era demasiada felicidad para la pobre loca, que tan amargamente había pagado los impetuosos arranques que, por otra parte, no estaba muy segura de reprimir más tarde.

He aquí por qué a los consejos y reconvenciones de Luis contestaba:

—No me reconvengáis tan bruscamente... ¿Sabéis si yo sola soy la culpada? ¿No comprendéis que el carácter de Flavio es indomable, que no se aviene con los usos de la sociedad..., que es necesario abandonarlo todo y ponerse en ridículo, si se quiere que esté contento? ¡Además..., si amando como yo le amo, hubieseis oído una y otra vez cierta historia!... Cuando yo me había atrevido a creerle el único puro y sin mancha entre los hombres... hallarme de improviso con que era un infame..., con que había deshonrado vilmente a una mujer, en tanto a mí me fingía un amor delirante, loco...; poneos en lugar mío.

—Bien; pero toda esa historia era una calumnia... Flavio es tal cual lo creéis, puro y sin mancha todavía, y él se ha portado con esa pobre muchacha como no lo hubiera hecho otro hombre, ninguno quizá.

—Yo lo creo así ahora...; pero decidme: ¿os parece razonable que, porque me haya engañado, porque él me ame, tenga que renunciar al mundo y a mis amigos?

—Me parece justo que hagáis todo eso... ¿No os habéis comprometido a amarle? ¿No se lo habéis jurado?

—¿Sabía yo, por ventura, la fuerza salvaje que encerraba ese corazón de hombre-niño?

—He aquí las consecuencias de vuestra eterna ligereza, de vuestra falta de reflexión.

—¿Puede reflexionar el amor?

—¿En verdad le amáis, Mara?

—No me lo preguntéis otra vez, cuando me he atrevido a confesároslo de este modo... ¿Os parezco poco humillada para quien soy?

—Pues bien: Tenéis en ese caso que decidiros a sacrificarlo todo por ese hombre...; ya habéis visto a qué punto le llevaron vuestras imprudencias...; alejad, pues, a Ricardo. ¿Para qué queréis a vuestro lado a esa planta parásita que no puede exhalar más perfume que el de vil polvo que al pasar en alas del viento se detiene en sus hojas?... Ya sabéis, Mara, que aun después de convenido de que no debía amaros, que aun después de dejar de amaros, soy quizás uno de vuestros más leales amigos. Fiaos, pues, de mí; seguid mis consejos, y abandonad todas esas mezquindades que os rodean por un corazón que os ama verdaderamente...; dejadle huir, si no desechadle, y mañana, cuando encontréis un horrible vacío en medio de todo cuanto ahora os halaga, le buscaréis en vano. ¿Sabéis lo que es un corazón que ama como el de Flavio? Es una cosa sin precio, una felicidad tras la que corremos desalados, y que raras veces se aparece en nuestro camino...

—¿No lo sé yo por ventura? Vos no podéis imaginaros todo lo feliz que he sido cuando conocía que era la primera que poseía los afectos de aquel corazón virgen, el cariño de aquella alma inocente y llena de pasión...; desde el instante en que conocí que era amada, creí en la felicidad, Luis... ¡Esperé!...; pero luego empecé a temer por ambos al ver su carácter irascible, y traté de conducirle al buen camino; quise acostumbrarle a los usos de la sociedad y enseñarle a vivir con los hombres...; todo fue en vano... ¿Qué queríais, pues? ¿Que abandonase de un golpe mis antiguos hábitos, que me retirase del mundo..., que fuese, en fin, una dama de novela? Creí más aceptable usar alguna severidad con él para corregirle que doblegarme a los caprichos de un hombre cuyo proceder para conmigo era ni más ni menos que el de un niño terco y caprichoso en demasía. ¿Soy tan culpable como me creéis?

—¿Y Ricardo?...

—Bien... ¡Ricardo...! —murmuró Mara, vacilando—. Su madre es íntima amiga de mamá. Las relaciones amistosas que nos ligan no se rompen así, tan fácilmente, por una niñería...; además..., no sabéis lo que Ricardo se burlaría de mí; no sabéis lo que haría para que los demás lo hiciesen despiadadamente si después de haberle negado por Flavio hasta mi amistad, llegase éste a abandonarme.

—¡Oh Mara!... ¿Conque ésa es la causa? ¿Nada queréis arriesgar? Bien veo que la vanidad y el amor propio es en las mujeres el vicio que más domina en ellas y el más inútil para ellas...

—Amigo mío..., ¿vuestro orgullo de hombre os induce a creer también que sólo vosotros tenéis derecho a temer el ridículo? Pues os engañáis... Nosotras también lo tenemos, y como no podemos, como vosotros, lavar con sangre nuestros ultrajes; como sólo nos concedéis unas lágrimas inútiles que nada borran, y que sólo saben marchitar nuestras mejillas, necesario es que vivamos siempre prevenidas..., alerta siempre, para evitar al mundo burlón el espectáculo de esas lágrimas... Más vale compadecer que ser compadecido; más vale llorar primero y huir a la tormenta que avanza sobre nuestras cabezas, que desafiar el cielo con un valor inútil y ser después derribado por el rayo.

—Tenéis un alma fuerte como una roca, y no se puede hablar de amor con los mármoles... ¿Por qué siendo como sois habéis engañado a Flavio, Mara?... Vuestras palabras me hacen daño..., son ásperas como el ruido de la tempestad que azota las ruinas abandonadas...; debéis vivir sola entre los hombres, no debéis ser amada...; siempre he pensado lo mismo de vos... ¡Si supierais cuánta ternura, cuán dulce sentimiento inspira el rostro de una mujer bañado por las lágrimas!... ¡Cuánto es amada la que se resigna a sufrir cuando es olvidada!... ¡Cuando se la ve descender hasta la misma tumba amando los recuerdos que la hacen morir!... ¡He ahí la poesía de la mujer! Si os avergonzáis, pues, de amar, Mara, renegad de una vez para siempre de vuestro sexo...; si, por el contrario, queréis cumplir vuestro destino, olvidad el mundo y amad a Flavio...; es lo único que tengo que responder a vuestras palabras.

—No comprendo —dijo Mara, enojada— cómo podemos cometer jamás la debilidad de confesaros nuestros sentimientos... ¡Decid que queréis vernos esclavas y no compañeras vuestras; decid que de un ser que siente y piensa como vosotros queréis hacer unos juguetes vanos, unas máquinas, ya risueñas, ya plañideras y llorosas, que, a medida de vuestro deseo, estén alegres y canten al ruido de sus cadenas, o lloren y giman en vano al compás de vuestros cantos de olvido!...

—Si fuese cierto lo que decís, el hombre no sería más que un infame tirano; pero, afortunadamente, vuestro genio acre y malhumorado os hace exagerar todo, y el cuadro que acabáis de bosquejar no es una copia, es una creación vuestra... vosotras sois las reinas del mundo...

—Yo os daría de buena gana la parte de reinado que me pertenece.

—La corona de una virgen sentaría mal sobre las sienes de un hombre...; rehúso, pues, aunque aprecio vuestra liberalidad en lo que vale... Pero, en fin, Mara, dejémonos de cuestiones inútiles, en las que, con gran sentimiento, os veo profesar principios que están en oposición con la misma naturaleza, que os ha hecho débiles...

—¡Egoístas!... —dijo Mara, interrumpiéndole, sin poder contenerse—. ¿Pueden consistir la razón y el entendimiento en la fuerza? ¿No llamáis bárbara la costumbre de los antiguos griegos, que premiaban la belleza y la fuerza física? Si la fuerza moral y el talento son las únicas cosas por que el hombre debe ser alabado y respetado; si el hombre más raquítico y horrible debe ser acatado y venerado cuando su frente cobija pensamientos gigantes, nosotras podemos ser en esto tanto como vosotros.

—Os repito que nuestra cuestión no terminaría jamás si tratáramos de emprenderla formalmente... ¿Creéis que nada tendría que objetaros? Pues os engañáis...; tanto me queda que deciros, que no desespero de reconciliaros con el tratamiento indecoroso que pretendéis se os prodiga...; pero esto, más tarde...; hablemos otra vez de Flavio... Mañana vendrá a veros, y tiemblo que se reproduzcan las pasadas escenas... Cuidad, Mara, que seríais responsable de todo...

—Esto es terrible... —murmuró la joven—; conque es decir que no me queda más recurso que acceder a sus menores caprichos... ¿No comprendéis que eso es querer que cometa una tiranía salvaje? Creedme, le amo con todo mi corazón; pero sería capaz de abandonarle para siempre. Me espanta mirar hacia el porvenir y creo que este amor va a serme demasiado fatal...

—Pues recordad que ahora ya no es tiempo de retroceder.

—¡Dios mío!... —dijo la joven en voz baja—. ¡Qué fatalidad es ésta! ¡Yo quisiera poder amarle sin que me obligase a ello ninguna consideración..., pero por fuerza!...

—Si en verdad le amáis, eso mismo debe causaros placer.

—Y es así...; pero me espanta el porvenir... ¿Sabéis que lo que aquí pasa no es ya un misterio para nadie? ¡Y sólo a mí me culpan!... Pero añaden que, al fin, concluirá por burlarse de mí; y que los amores violentos y ridículos son como los airecillos del estío; engañosos y pasajeros... ¡Si supierais cuánto daño me causan esas necias murmuraciones! Pero acabemos...; estad seguro que haré cuanto me sea posible porque Flavio no sufra; sufriré yo por él y por mí...

—No lo digáis con un humor tan sombrío...; se diría que se trata de que seáis desdichada para siempre... Si así vais a enmendaros, os pronostico mal fin...

—Peor me lo pronostico yo a mí misma...

—Adiós Mara...; ¡no olvidéis que puede pesar sobre vos una responsabilidad terrible!...

«¡Parece imposible!... —murmuraba, al mismo tiempo que Luis se alejaba—. ¡Tener que abandonarlo todo, que hacer un papel ridículo, en medio de la sociedad más murmuradora!... Si supiese que no había de olvidarme jamás..., la misma vida daría por su amor...; pero, ¿quién puede leer en el inmenso porvenir? ¡Oh!, es necesario que yo trate de conciliarlo todo, sin comprometerme tan abiertamente para con el mundo...»

Y quedó ensimismada largo tiempo, hasta que Ricardo vino a sacarla de sus meditaciones...

—¿En qué pensáis? —le preguntó, sentándose a su lado.

—¡En tantas cosas a la vez! —le respondió.

Contadme algo... ¿Vuestro antiguo amante os recordó su pasada pasión? ¿Os ha hablado de Flavio? Os advierto, Mara que empiezo a sentir unos celos crueles, y tengo por esta razón que exigiros una promesa...; desde aquel día terrible no estoy tranquilo, y parece que me siento otro hombre; no duermo, he abandonado por completo mis estudios; no puedo, en fin, permanecer así por más tiempo.

—¡Qué susceptible os habéis vuelto!... —dijo Mara, burlándose; pero en realidad le pareció notar en las palabras de Ricardo un sello de verdad que nunca había visto en él, y no se engañaba.

Al comprender Ricardo que tenía un rival que era verdaderamente amado, había sentido despertarse de improviso en su alma una inquietud devoradora. Mara y Flavio no se apartaban de su memoria, y si le fuera posible no se hubiera alejado ni un instante del lado de la joven; hubiera velado a su puerta la noche entera, y hubiera querido convertirse en un rayo de sol para saludarla el primero en su aposento. Su amor no era, sin embargo, verdadero; era una especie de envidiosa fiebre que la contrariedad había producido.

—Hablemos formalmente, Mara; yo os amo más que nunca —le dijo con una gravedad sombría—. Es necesario, pues, que os decidáis o por él o por mí... Unámonos o separémonos de una vez para siempre...

Mara vaciló. ¿Qué hacer, pues, en tales momentos? La ocasión se mostraba propicia para complacer a Flavio; pero esto no podía suceder sin perder para siempre aquel adorador de todos los instantes, al que se había acostumbrado como la anciana a pasar sin cesar sus dedos por las cuentas de su rosario.

Ya no había medio de conciliarlo todo, puesto que tendría que confesar a Ricardo que amaba a Flavio, y aquél no tardaría en divulgar por la ciudad semejante nueva; ¡y ay si Flavio llegaba a abandonarla!: su derrota sería completa... ¡Cuánto iban a alegrarse sus numerosas y maldicientes amigas!

Ricardo volvió a insistir en su pregunta.

—Está decidido —respondió Mara, por fin, haciendo un gran esfuerzo sobre sí misma—. Ya sabéis que nunca os deseché de un modo enérgico, prueba de que vuestra presencia me es grata... Vuestra amistad me es grata todavía, y siento no poder hablaros a todas horas, como hasta aquí...; pero es necesario que no os acerquéis a mí nunca en presencia de Flavio..., que frecuentéis nuestra casa todo lo menos posible... me causaríais, de lo contrario, perjuicios irreparables... Sin embargo, espero que no daréis a conocer al mundo con vuestras palabras nuestro rompimiento, y que aparentéis todo cuanto os sea posible que, si no nos amamos, es la misma nuestra amistad...

—¡Nuestra amistad!... —dijo Ricardo, mordiendo sus labios—. Conque es verdad que sólo seremos ya amigos, fríos amigos..., amigos que pueden verse sólo dos o tres veces al mes...

—Eso mismo —repuso Mara con lentitud y como si le costara un esfuerzo—. Ricardo, si no hubierais sido tan voluble otro tiempo, no hubiéramos tenido que separarnos nunca; pero habéis dado lugar con vuestras necias e insípidas infidelidades a que mi corazón se abriese a otras impresiones, y todo ha concluido... Mañana ya no nos veremos; no volváis lo menos en quince días, y si cuando nos visitéis se hallase aquí Flavio, os suplico que no me habléis.

—¡Cuán necia sois!... —exclamó Ricardo, levantándose—. Creéis que porque yo no me desmayo ni lloro con vuestros desaires os amo menos por esto... Nunca os juzgué capaz de enamoraros de ficciones groseras...; pero puede que algún día os acordéis de Ricardo.

—Lo que acabáis de decir es una impertinencia de pésimo gusto —dijo Mara con altivez—. ¿A qué vienen ahora tan dolorosos recuerdos? ¿Creéis sorprenderme con una sutileza inoportuna? Nada podéis saber, en verdad, ni de esas lágrimas que habéis soñado, ni de esos desmayos, en los que nadie más que vos ha podido ver nada de lo que os imagináis... Pero sabed, de cualquier modo, que Flavio me merece doble fe y doble confianza que vos, y que para inspirármela le ha bastado presentarse ante mí y decirme: «Os amo».

—Bendigo tan inocente creencia..., y quiera el cielo que no os salga fallida... Sin embargo, será bien no olvidéis que los leopardos no tienen fama ni de cariñosos ni de nobles... ¡Adiós! Y tened presente que aunque os viera próxima a resbalar hacia un abismo, no os tendería la mano, y que aunque murierais, no derramaría por vos ni una sola lágrima...

—Y haríais muy bien, porque vuestras lágrimas no harían más que manchar mi tumba.

—Cabeza de bronce —murmuró Ricardo, mirándola con un odio profundo, y añadió al mismo tiempo que se alejaba—: ¡Quién pudiera ser ardiente rayo para derribarte de un solo golpe!

Mara permaneció el resto de la noche pensativa y triste.

El amor acababa de vencer el orgullo, y todo su ser se resentía de tan extraña victoria.

Share on Twitter Share on Facebook