Capítulo XVIII. Crisis


Entonces, resignémonos y esperemos.

Jorge Sand
 

—Cuando ella haya muerto —decía Ansot—, si me quedan aún fuerzas y valor, ya hallaré modo de librarme del horrible peso de mi desgracia. ¿Qué es la vida en el aislamiento cuando el alma se acerca sedienta a un raudal que acaba de secarse a su vista? ¡Carga pesada e inútil!…

Esto decía mientras paseaba tristemente a lo largo del gabinete que acabamos de describir.

La enferma no presentaba ningún síntoma alarmante: libre ya de su pesado letargo permanecía en el más tranquilo e inalterable sosiego: tiñéronse sus mejillas de un leve rosado, tomaron sus ojos una animación dulce y tranquila, y nadie al verla la creería ni loca ni enferma.

Pero Ansot sentía dentro de su alma batallar la inquietud y el desaliento: Ansot, después de renegar de lo más santo, de maldecir su existencia, prosternose ante el lecho de la enferma, besó con veneración el borde de su vestido y se arrastró por el polvo, pidiendo misericordia a Dios, compasión para aquella desdichada. El doctor había permanecido mudo ante aquel aspecto de tranquilidad y de mejoría, y este silencio había hecho más daño en el corazón de Ansot que las más tristes predicciones; cuando Ricarder salió, no se atrevió a interrogarle, dejóle irse y se arrojó en una butaca lleno de desesperación.

Después lloró amargamente, después dio rienda suelta a su dolor.

Horrible hubiera sido para él toda aquella noche de agonía y de desesperación si un criado, penetrando hasta aquel santuario reservado a todos y oculto a toda mirada, no le dijese:

—Señor, aquí le buscan a usted.

Ansot levantó la cabeza, clavó en el criado la ardiente mirada, y presentándose a su imaginación la advertencia de Ricarder, alzóse del suelo lleno de vergüenza y de ira y exclamó con voz terrible:

—¡Afuera, insolente!… ¿Quién te ha dado licencia para llegar hasta aquí? —y se lanzó a él con el puño cerrado, olvidando su dignidad y atendiendo solamente a su enojo.

—Señor, los africanos me han obligado a buscar a usted… me han amenazado, dicen que, si no, que entrarán ellos; en fin, señor, dijeron… —y el criado murmuró a su oído palabras que debieron causarle recelo, pues contestó:

—Diles que hoy no salgo de casa para nada, y que no recibo a nadie, ¿lo entiendes?… ¡Cuidado pues con volver aquí!…

El criado salió, y Ansot, al hallarse solo, sintió que su pecho se libraba de un gran peso, y dirigiendo al lecho de la enferma una mirada que debía encerrar extraños designios, tomó de nuevo asiento en la butaca con aire extraño y meditabundo. Parecía que sus ideas y sus pensamientos habían sufrido una transformación, su frente pálida y ajada, coloreada ahora por un leve sonrosado, daba nueva animación a su semblante que el dolor había marcado de un modo indeleble.

Se creería que una nueva luz iluminaba el caos profundo en que se hallaba sumido: acababa de mostrarle una desconocida y salvadora senda en la cual iba a lanzarse con toda la velocidad del ciervo a quien persigue el cazador, llevando marcado en sus ojos el espanto que le causaba el cercano peligro.

Veces hay que un pensamiento, una palabra, un recuerdo que pasa como un relámpago, presentando a nuestra imaginación una escena sarcástica o grave, risueña o llena de lágrimas que ha tenido lugar en nuestra vida pasada, bastan para transformar nuestras ideas, entibiando el fuego ardiente que consume el corazón enamorado y cambiar la faz de nuestra existencia, ya volviéndola antiguos hábitos, o vistiéndola con un nuevo traje que la hace desconocida hasta a nuestros propios ojos.

Tal fue sin duda el milagro que se obró en el alma de Ansot, pues él pareció alejar de sí, como objetos importunos, todo aquel dolor intenso, toda aquella amargura que le devoraba momentos antes.

¿Qué era lo que de tal modo había cambiado sus sentimientos que así le permitía analizar con la mayor calma sus extravíos y sus locuras? Lo ignoramos, pero la vanidad puede tanto en las almas que carecen de virtudes y de aspiraciones santas y nobles, que puede decirse muy bien que ella es el móvil de todas sus acciones, el aliento de su vida. Por ella respiran, por ella son capaces de arrostrarlo todo, y en el fondo de su alma le erigen un altar, y depositan en él grandes y continuas ofrendas. ¡Oh! ¡No, no hay Dios alguno a quien se consagre un culto más constante y verdadero que el que consagra a la vanidad un corazón envilecido!

—He sido un necio —exclamó con cierto aire cínico y maligno—, esa mujer se muere y la dejo morir sin haber depositado en su frente virginal un solo beso… ¡Razón tienen en llamarme loco!… Tanta pureza, tanto respeto, después que en otro tiempo traté de romper sin miramiento alguno los lazos que la unían a la inocencia y a la virtud. ¿Qué vértigo fue el que me ha dominado? Yo, puesto en ridículo a los ojos de Ricarder… un materialista que se habrá burlado de mi paciencia y de mi candidez…; yo, sorprendido por mis criados de rodillas a los pies de una loca, llorando como una mujer y rezando como una monja. ¡Ah! —añadió sonriendo de un modo irónico—, ambicionaba su amor…, tan sólo el amor de su alma, ese rayo de luz celestial que debía purificar toda una vida de crímenes. ¿Sería verdad que así que obtuviese ese amor me transformaría en otro hombre? ¿No es esto una necia idea? Si penetraran ellos en este gabinete y me vieran a sus pies, trastornado por un pensamiento ridículo… por un loco deseo, si vieran que no me atrevía a tocar apenas a sus vestidos… ¡Oh!, exclamarían: ¡mártir cínico, corazón de león domado como el de una paloma! ¡Hoy que te hallamos cubierto con el velo de la castidad, iremos en peregrinación, nosotros, tus compañeros de abordaje, a pedir al Papa que, absolviéndote de tus pasados errores, nos permita adornar mañana tu sepulcro con el ramo de palma destinado a las vírgenes!

Dicho esto, Ansot lanzó una carcajada, y levantándose de su asiento se atusó la negra y desaliñada melena que acariciaba apenas su bata de terciopelo carmesí. ¡Tenía en aquellos momentos su figura una belleza casi infernal!: en sus rasgados ojos, de un azul sombrío, se notaba cierta atracción igual a la de la serpiente. Ansot volvía a ser el hombre de otros tiempos, el seductor astuto, el voluntarioso, el voluble que todo lo desea, lo obtiene todo, y lo olvida; era de esa especie de hombres, carcoma de la sociedad, criminales a quienes todos perdonan, seres que se hacen amar y temer al mismo tiempo, que pasan ante nosotros, gárrulos y llenos de altivez, ya deslumbrándonos, ya haciéndonos derramar lágrimas, o llenando nuestra existencia de una amargura y un desaliento que no nos deja ni amarlos ni aborrecerlos. Caminan tranquilamente a su fin, todo lo ven con sangre fría, entran en el combate y no pelean jamás, y jamás arrojan una mirada de compasión ni de curiosidad, sobre las víctimas que han inmolado en aras de sus caprichos.

—Necesario es —dijo al fin— que esto concluya de cualquier modo.

Y se acercó al lecho de la enferma.

Nunca ésta se había presentado más castamente hermosa a los ojos de Ansot; nunca la voz de aquella desdichada había tenido más dulzura; una nube de perfumes y misterio parecía envolverla… El atrevido tuvo miedo y no osó profanar con su mirada aquel templo de castidad y de inocencia.

Cuando Ansot cogió entre sus manos las manos calenturientas de la enferma, ésta pareció revivir.

—¡Ah! —murmuró con la voz más dulce—. ¿Eres tú? ¡Cuánto me alegro! No te separarás ahora de mí, he tenido un sueño tristísimo que me llenó de miedo, quédate pues, amigo mío, quédate a mi lado, fue un sueño horrible, me parecía que la muerte me llamaba y que tú, empujándome hacia ella, la decías sonriendo: —¡Ahí va!…

Ansot quedó como petrificado al oír estas palabras que sin saber por qué conmovieron su corazón, pues creyera traslucir en ellas cierto reflejo de verdad que le hizo daño.

Indeciso ante aquella mujer, que acababa de reconvenirle y subyugarle sin saberlo ella misma, trataba en vano de alejar de su pensamiento vagas y confusas ideas que le dejaban en una inmovilidad que se avenía mal con sus designios. No estaba ya su alma dominada por aquella ilusión santa, ni por aquel amor que nada tenía de terreno, pero en cambio se hallaba subyugado por un miedo oculto que se deslizaba silencioso en los más recónditos pliegues de su corazón y que le sumía en la inacción más completa.

—¿No me hablas, Ansot? —preguntó al fin la enferma con voz débil y suplicante—. ¿No me quieres ya?

—¡No quererte, hija mía!… ¡No quererte!… —replicó Ansot con amargo acento—. ¡Cuán injusta eres!, pero dejemos esto; tú dices que estoy callado, ¿y de qué he de hablar a mi hermosa enferma?

—Pues qué, ¿no lo sabes tú?

—Sí, sé que tengo de tantas cosas… —respondió Ansot como si hablase con un niño curioso a cuyas preguntas se contesta con un vano juego de palabras…

—Pues habla —dijo la enferma—, quiero distraerme, un sueño pesado me domina, mucho tiempo ha que estoy dormida, pero hoy, ¡si vieras cuán inútilmente me afano por abrir estos párpados que se cierran a mi pesar! Pero nada, ¡siempre entre tinieblas!…

Y al decir esto miraba en torno suyo con espantados ojos, apartando llena de fatiga los cabellos que caían en rizos sobre su frente.

Ansot conoció entonces que la enferma empeoraba, aproximándose con agigantados pasos a sus últimos instantes.

Una nube sombría pasó entonces ante sus ojos; extraños y tumultuosos pensamientos hervían sordamente en su pecho; hubo momentos en que llegó a dudar hasta de su omnipotencia para el mal, parecía un león enervado en la molicie de su jaula que trataba en vano de sacudir sus melenas y volver al pasado valor cuando sus garras no tenían fuerza, ni agilidad sus músculos.

En aquellos momentos de lucha y de inacción, la puerta del gabinete se entreabrió suavemente y se vieron aparecer tres hombres hacia quienes se dirigió Ansot. Eran sus trajes elegantes, su andar desembarazado, en sus labios vagaba una sonrisa maliciosa, en su voz y en sus ademanes se conocía que tenían derecho para llegar hasta allí como lo hacían, sin pedir permiso y sin temor de enojar a nadie con su atrevimiento. Parecían los amos de toda aquella riqueza, o poderosos señores acostumbrados a tener el lujo ajeno como cosa propia.

Ansot, por su parte, no mostró en su semblante la menor sorpresa, se acercó a ellos y les dijo con una franqueza que debería llamarse grosería:

—Ya os he mandado decir por mi criado que no recibía a nadie; en él pudisteis vengaros de mis desaires; yo os lo entregaba como en rehenes y debíais haberme dejado en paz —y les volvió la espalda.

—Desde luego hubiéramos respetado tus caprichos —respondió uno de ellos— si no nos trajeran terribles consecuencias, pero el peligro nos cerca, y si cuando te llamamos podíamos aún salir por la puerta, tendremos que hacerlo ahora por esa ventana que es el único sitio que tenemos libre por ahora.

—Aunque me amenazaran todas las furias infernales, no saldría en este instante de mi casa… ¡Idos en paz si os conviene, yo no temo nada, dejadme pues!

—¡Va! —repuso el que hablaba antes—. Bien dijo tu criado que estabas loco; sin embargo, eso importa poco, pues si tú no quieres salir, nosotros te llevaremos. ¡Ea, vente! ¡Que no queremos hacer el último viaje por causa tuya! Despídete si quieres de esa deidad que con tanto afán se arrebuja y esconde entre la seda y los encajes de su lecho y marchemos que el tiempo es precioso.

Ansot se acercó entonces a la enferma y sus amigos le imitaron, dirigiéndole la palabra con la más grosera impertinencia.

—¡Cuidado! —repuso Ansot con una especie de indignación y familiaridad chancera—. Nadie debe tocar a lo que me pertenece.

—¿Desde cuándo se dice aquí me pertenece, en vez de nos pertenece? —replicó uno de ellos, que dirigiéndose a la enferma, añadió—. Vamos, señora, no se esconda usted, supongo que su amigo Ansot le habrá hablado de otros tres amigos ausentes, entre quienes todo es común; si no lo hizo faltó a todas nuestras palabras, a nuestros juramentos. Es usted hermosa, sin duda alguna, pero el recato, flor de delicado perfume, no crece jamás al abrigo de un techo bajo el cual no se vive ni como esposa ni como hija; no deje usted, pues, de ser nuestra amiga como lo es de Ansot; nosotros sabemos muy bien lo que se debe a la hermosura que no fue bastante rica para ser virtuosa…

—Estáis hoy demasiado graciosos —interrumpió Ansot pero os advierto que me cansan ya tantas necedades.

—¿Habéis visto —le contestaron— una cosa más rara que Ansot convertido en hombre de honor?

Y una sonora carcajada acompañó a estas palabras, que debieron herir muy en lo vivo la vanidad de Ansot, pues, arrepentido sin duda de su debilidad, se echó a reír como sus amigos, diciéndoles al propio tiempo:

—¡Pues si estáis hablando con una loca!…

Los cuatro amigos se rieron de nuevo y se acercaron al lecho de la enferma, para conocer —dijeron ellos— a la que había dado a Ansot algo de su locura.

—¡Magnífica estatua! —exclamó uno.

—¡Soberbia imagen del desconsuelo! —añadió el segundo.

Pero asustada la enferma al ver a su alrededor tantas personas extrañas y que con tanta ansiedad la miraban, temiendo a no sé qué extraños atrevimientos, el instinto del pudor se levantó en su pecho y empezó a dar gritos que resonaron lúgubremente en medio de la soledad que rodeaba la casa.

—¡Esta mujer nos pierde! —exclamaron a un tiempo y huyeron con la mayor presteza, saltando por la ventana del gabinete y arrastrando a Ansot en pos de sí.

Todo esto pasó ante la exaltada imaginación de la enferma como un terrible sueño; levantóse del lecho, recorrió como una verdadera poseída el solitario gabinete, y escuchó muda de terror cómo aquellas paredes devolvían sus gritos como un eco poderoso.

La calentura la devoraba, el aire frío del amanecer entraba a grandes soplos por la abierta ventana; sintió entonces helársele la sangre y se arrebujó en la colcha de raso azul con que se había cubierto al saltar del lecho, semejando con tan extraño vestido hermosa dama que dejaba arrastrar por la alfombra su manto regio y aéreo.

La luz del alba naciente iluminaba apenas el interior de aquella habitación.

La enferma se paró delante de un magnífico espejo sobre el cual la lámpara de noche lanzaba su amortiguada luz, y al ver reflejarse en el fondo sombrío del cristal su imagen, pálida como un verdadero cadáver, fantástica como una aparición del Roberto, al contemplar con loca mirada aquella sombra de manto azul, que ella creía un sudario, aquella aparición que se movía, acercándose a ella y retirándose cuando ella se acercaba o retiraba, quedó de tal modo aterrada que corrió hacia la ventana, saltó, y huyó despavorida, lanzando agudos alaridos e internándose en medio de los jardines, húmedos por el rocío de la noche.

Ricarder y Ángela, que acudieron a sus gritos, corrieron a salvarla.

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