Capítulo XVII. Zozobra


Al aire destrenzada
la blonda cabellera,
la túnica rasgada,
y en llanto de dolor
bañado el rostro puro,
que el sol envidia fuera,
por tu recinto oscuro
va una mujer, Sión.

Zorrilla
 

La enferma se dirigía a uno de los sitios más frondosos del jardín.

Dejaban los pájaros percibir allí sus sonoros gorjeos y el sol de la tarde, más hermoso cuanto más lánguido, penetrando apenas por la enramada, formaba sobre el césped con la sombra que proyectaban los árboles mil caprichosos dibujos que ningún pintor del universo sería capaz de reproducir.

Venían las auras cargadas de aroma y de frescura; diríase que las aguas del estanque lanzaban sobre la naturaleza que les rodeaba su aliento frío y húmedo.

La pobre enferma, pálida, el paso vacilante, la mirada vaga y ardiente, la respiración fatigosa, iba en pos de la vida que dondequiera se le veía exhuberante en todos aquellos bosques de sauces, los de tempranas flores, de acacias, de árboles frutales, cuya sombra deleitosa incitaba a la meditación y al descanso.

Ella seguía el camino que guiaba al estanque.

Había allí orillas misteriosas, las flores acuáticas flotaban entre las ondas perezosas como guirnaldas de las frescas diosas que habitan en tan deleitosos lugares. El soplo de la risueña y clara poesía vagaba por aquella ribera que embalsamaban las rosas cuando el sol las estremecía con su beso; allí la naturaleza y el arte se aunaban formando una unión misteriosa que bendecían todos los que aman aquellos lugares en donde el fresco de las ondas, la superficie que sólo rompen con sus alas las vagamundas golondrinas, los árboles que sombrean la mar transparente, las rosas que embalsaman el aire puro de las riberas, todos bendecían tan apacible, tan hermoso y sereno estanque a cuya orilla se soñaba y se amaba dulcemente.

El doctor y Ansot seguían, asimismo, aquel florido camino pero sin hacer caso de las maravillas que la naturaleza había vertido con mano pródiga por aquellos alrededores.

—Ese amor te va a perder, Ansot —decía el doctor, notando el aire taciturno con que éste caminaba—. No me mires con ira —añadió—, no fijes en mí esa severa mirada de águila, que parece preñada de tempestades y que quiere penetrar hasta lo más íntimo de mi ser: las palabras de un viejo no deben serte sospechosas; ¿puedes creerlas acaso hijas de la envidia? El corazón está frío para el amor cuando la cabeza blanquea; ¿puedo acaso inspirarte celos? Oye mi consejo, Ansot; eres en verdad más joven que yo, pero tu edad, sin embargo, no te permite entregarte a esa desesperación, pena me causa el ver cómo esa loca pasión trastorna tu cabeza, haciéndote olvidar no sólo tu proverbial orgullo, sino hasta la dignidad que jamás debe faltar al hombre.

—¡Olvidarme de mi dignidad!… ¿Por qué me dices eso, Ricarder?

—Porque jamás los criados deben estar al alcance de las debilidades de sus amos.

—Pues ¿qué ha pasado?

—Que les he oído decir que estabas loco… Pero dejemos esto —dijo el doctor como interrumpiéndose—. Te he dicho —añadió después de una breve pausa— que la enferma estaba próxima a una crisis violenta que tal vez le cueste la vida…, pero también puede salvarse…, por descontado; Ansot, cuida de que tu razón no se extravíe…, a tu edad el mal sería incurable y se cubriría de tintas más sombrías.

—Esas palabras —repuso Ansot— son propias de un corazón que está muerto, pero el mío, Ricarder, que siente y vive todavía, no puede calmar sus inquietudes con vanas palabras y juiciosas reflexiones; guarda tú en el fondo de tu pecho la fría madurez que te legaron los años y déjame con mis manías…

Callaron y siguieron el camino silenciosos y como enojados, el doctor dejando vagar sus pensamientos por la ancha extensión, Ansot presa de las más negras y tristes ideas. Su mirada seguía cuidadosamente a la pobre mujer de blanco ropaje, parecía que un doloroso lazo le unía a ella, tal era la triste desesperación de su cariñosa mirada.

La enferma se adelantaba hacia el estanque.

Por fin su blanca y delgada figura se perfiló sobre las ondas; parecía entre las ramas de los arbustos, de pie, en aquella silenciosa ribera que besaba mansamente y sin murmullo el agua, silfa melancólica que surgía del seno de las ondas, coronada su frente con la hojarasca del bosque, pálida como si la luz de la luna bañara su semblante.

Ansot se acercó a ella, a ella que dejaba caer triste y húmeda su mirada sobre la corriente tranquila en donde se reflejaba el azul purísimo del cielo.

No sabemos, mejor dicho, no queremos decir qué enamoradas palabras cambiaron aquellos dos seres tan distintos, alma la una pura como la de un ángel, soberbia y manchada la otra como la de Luzbel.

En los labios de Ansot las palabras semejaban gemido de herida fiera, en los de la enferma débil quejido de las brisas otoñales cuando se rozan con las primeras hojas que se secan.

Pero de repente un punto negro mancha ligero el azul del firmamento; la enferma lanza un grito y huye. ¿Adónde?

Inclínase sobre las ondas, el punto negro se refleja en ellas, y voltea, y baja, y pasa rozando la superficie, y lanza un grito de alegría; la golondrina mojaba en la corriente las puntas de sus negras alas y al sentir la suave frescura de las aguas su grito hendió los aires.

—¡He aquí, Ansot! —gritó la enferma huyendo—, ¡he aquí el pájaro! ¡Mátalo! ¡Mátalo!

La inocente golondrina pasaba en locos giros y se bajaba sobre las ondas. Hubo una vez en que pasó rozando con la blanca vestidura de la enferma; estremecióse ésta, huyó de nuevo gritando, y como si quisiese huir del pájaro que le atormentaba inclinóse sobre las aguas y su cuerpo se balanceó un momento sobre la corriente…

Pero hubo una mano salvadora que impidió una desgracia.

Ansot lanzó un grito horrible, desesperado, quiso correr y sus piernas flaquearon; nadie sabe lo que pasó en aquel alma tan eterna y tan duramente combatida; corrió a salvar la que era su vida.

—¡Gracias, Ángela! —pudo decir al fin cuando llegó al sitio en que se hallaba la enferma—. Gracias, Ángela, tú la has salvado y no sabes cuánto te lo agradezco, te debo mi vida, mi felicidad… —y al decir esto se acercó a la enferma que permanecía sin sentido.

Ángela era el ama de gobierno de Ansot y, al revés de la mayor parte de tales mujeres, era un alma pura y santa, compasiva, que amaba, ¡cosa extraña!, a aquellos advenedizos a quien su amo podía amar y, sobre todo, acordarse de ellos en los últimos y supremos momentos de la vida.

Era alta, blanca, un poco gruesa, sus facciones delicadas, su aspecto dulce, atraía cariñosamente con la mirada; su palabra jamás era amarga para nadie. ¡Oh santa y virtuosa mujer, de quien podemos decir que eras buena, que el cielo haya premiado tanta virtud silenciosa y escondida, como anidó en tu pecho!…

Ángela, sin embargo, no respondió a las palabras de su amo, parecía más bien empeñada en acudir a la salvación de la enferma.

El doctor llegó en tanto y su frente, tan serena siempre, fue surcada por una arruga enojosa pero fugaz; acercóse a la loca, contemplóla un momento y exclamó:

—¡Esto toca a su término!

—¿Qué has dicho, Ricarder? —preguntó Ansot lleno de espanto.

—He dicho —respondió el doctor con firmeza— que ha llegado el momento de la crisis, y que su resultado tiene que ser decisivo, y, o se salva…

—¿O qué?

—¡O muere! —murmuró el doctor; y volviéndose a Ansot continuó—: Sé fuerte y sufre la desgracia que ya no debe ser nueva para ti.

Ansot enmudeció cual si acabaran de leerle su sentencia de muerte y Ángela sintió que lágrimas de tristeza llenaban sus ojos.

—¡A casa! —gritó el doctor—. El fresco de la tarde puede hacerle daño.

Ninguno respondió una palabra, y mudos, y tristes, y con paso lento, llevaron la enferma y abandonaron las hermosas orillas del estanque, tan hermosas entonces como siempre, y los árboles inclinaron sus ramas sobre las olas, y éstas murmuraron y rompieron contra la orilla con leve ruido mientras la brisa de los jardines volaba sobre las flores y las verdes ramas del bosque: parecía que aquella naturaleza engalanada con todos los encantos de la primavera daba su adiós a aquella otra flor próxima a marchitarse.

Penetraron por fin en una casa de apariencia rústica y sencilla, rodeada de flores y oculta bajo las ramas de los laureles y las higueras: iluminada por las últimas luces de la tarde y coronada de follaje por todas partes, semejaba mejor que habitación de un mortal, jardín misterioso, gruta de dioses en donde todo lo que hay de fresco, sombroso y perfumado se habían aunado amigablemente.

—¿A dónde la llevamos? —preguntó Ángela a Ansot.

—Al gabinete de invierno.

Y atravesaron entonces una larga galería semejante a un invernadero, y penetraron en un gabinete suntuoso en donde el ruido de los pasos se ahogaba en las alfombras. De gusto exquisito y extraño los adornos, hermosos los tapices, los sitiales, las colgaduras, todo formaba un conjunto suntuoso y elegante. En este gabinete había una alcoba y en la alcoba un blanco lecho que parecía oculto entre flores. Tendida sobre este lecho, la enferma, pálida e inmóvil, semejaba blanca estatua de mármol que la calenturienta inspiración del artista acababa de hacer brotar al paso de su buril. Al verla en medio de aquel aéreo lujo, y que era al mismo tiempo el más regio y más bello, podía decirse que era ella la hermosa encantada a quien el mago de las historias caballerescas había condenado a eterna inacción.

—¿Y ahora, Ricarder? —preguntó Ansot, cruzando los brazos sobre el pecho en actitud resignada.

—Ahora —repuso—, silencio, y sobre todo paciencia y resignación.

Y salió de la habitación.

Ansot quedó solo, velando al pie de aquel lecho en donde reposaba la enferma.

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