Capítulo XIX. La razón


Mais dont le solemnel délire
annonce à tous que le dieu va parler…!

Mad. Girardin
 

Estaba fresca la mañana, el rocío de la noche andaba en todas las flores y en todas las hojas, la arena de los jardines estaba húmeda, la hierba exhalaba, como todas las plantas, un vapor fresco y aromático a propósito para disipar las pesadas visiones que el sueño aglomera en torno del pensamiento.

La loca respiró todos aquellos perfumes; las brisas matinales pasaron rozando su frente y acariciando sus lívidas mejillas y las flores dejaron caer sobre su manto azul algunas de sus más hermosas hojas.

Sin embargo, ninguna de aquellas bellezas comprendía la infeliz, ni podía gozar de ellas para mitigar sus pesares; el peso de sus amarguras caía de lleno sobre su alma, y a pesar de que su turbada razón no lo comprendía en toda su horrible desnudez, sucumbía bajo aquel peso, que era para ella como triste losa de un sepulcro.

Caminaba al azar por los jardines, nadie la guiaba en su vagabunda carrera, y con los pies desnudos, el seno descubierto y la respiración anhelante pudiera creérsela muy bien impúdica matrona que, descubriendo sus mórbidas formas, al tiempo que parecía querer ocultarlas excitaba con sus movimientos voluptuosos y desenvueltos a que la siguiesen aquellos cansados amantes que no anhelaban ya más que un estúpido descanso. Pudiera juzgársela también tímida virgen huyendo las miradas profanas y ocultando su desnudez, llena de rubor, en el fondo de los bosques, casta sacerdotisa llevando nuevas y escondidas ofrendas a sus dioses para que tal vez le perdonasen algún leve pensamiento que amenazara empañar la pureza de su alma, como puede empañar el aliento de un niño el brillo cariñoso que reflejan en sus labios de rosa los ojos de su madre.

Ella seguía y seguía con el mayor afán salvando precipicios, atravesando arroyos y desgarrando sus carnes en los espinos hasta que llegó al bosque de los sauces bajo los cuales se extendía el estanque terso, limpio, tranquilo. Hermoso se presentaba el pequeño bosquecillo lleno de frescura, y en el que reinaba ese silencio no interrumpido que las primeras horas de la mañana extienden sobre los lugares destinados al reposo y la meditación.

Volaban los pájaros de rama en rama, y llenaban el aire con sus cánticos de alegría; pero un himno dulcísimo hirió como aguda flecha el corazón de la pobre loca. Detúvose ésta orillas del estanque como el ciervo que pone oído atento al menor ruido que llega hasta su soledad. Los pájaros entonces, cual si quisieran regalarla con sus trinos, redoblaron su cántico con aquel estrépito y loca algazara con que ellos saludan a la nueva luz que asoma: ¡ignoraban los inocentes vanidosos que al interrumpir aquel silencio herían de muerte un corazón que les había amado cuando podía amar!

La pobre loca estremecióse al contacto del agudo dolor que hería su alma en aquel momento, comprimió su pecho, lanzó agudos y desgarradores gritos, y llena de ira amenazó a aquellos inocentes; quiso cogerlos, destrozarlos…, pero ellos, pareciendo reírse de tan inútiles esfuerzos, levantaron su vuelo y siguieron más allá en su eterno clamoreo.

Aquellos habitantes de las soledades pasaron después rozando casi con los cabellos de la desdichada y, como si provocasen su inútil ira, rodaban en inútiles giros, y ya se acercaban a ella, o se alejaban, rápidos como el pensamiento. Lograron por fin desfallecerla de cansancio y de fatiga, y quedó inmóvil hasta que una blanca paloma pasando rápidamente ante sus ojos medio cerrados, rozó con las alas la tersa superficie del estanque; la enferma hizo aún un esfuerzo y se acercó a la orilla, pero la paloma había remontado su vuelo y sólo su sombra se reflejaba en la onda movible.

¡Ay de aquella pobre alma sobre la cual tantas tormentas habían pasado, dejándola sólo sensible para el dolor! La paloma cruzaba la azul y serena atmósfera, las aguas reflejaban su sombra, y la loca quiso perseguir a su enemiga entre los fríos pliegues de las ondas. Reflejóse en éstas un rostro hermoso animado por una amarga y salvaje alegría, se abrieron con estrépito, volvieron a cerrarse y escondieron bajo su húmeda y rizada túnica un cuerpo hermoso que se vio flotar sobre la superficie envuelta en los anchos pliegues de su manto.

Un grito de dolor resonó entonces en la orilla y en el bosque; el doctor y Ángela se acercaron al estanque y uno de los criados se arrojó al agua a salvar a la infeliz demente.

Gracias a tan extraño auxilio, viose libre de la muerte que aquellas aguas, tan tranquilas al parecer, guardaban en su seno de espuma.

Ella volvió a la vida gracias a los esfuerzos del doctor y de Ángela que habían corrido en busca suya, y volvió a la vida como quien despierta de un sueño pesado y congojoso. Notóse entonces en sus ojos una tristeza profunda, observó con extrañeza cuanto le rodeaba, y apareciendo ajena a cuanto le había sucedido hasta entonces, exclamó con melancólico acento:

—¿En dónde estoy? Yo no conozco a nadie aquí. ¿Qué me ha sucedido antes de haberme dormido? ¡Dios mío, Dios mío! —añadió con voz débil y pausada—. Ya no sé lo que pasa en mi corazón, decidme dónde estoy. ¡Yo deliro! ¡Qué horrible es esta soledad!… —y, pasando su mano por la frente como quien se cree presa de alguna molesta pesadilla, dio rienda suelta a sus amargos sollozos y a su llanto.

—¡Se ha salvado! —murmuró el doctor con una extraña mezcla de alegría y tristeza—. Quiera, el destino —añadió— que no le sea pesada la razón que ha recobrado en este momento…

A los ojos de Ángela asomaron lágrimas de enternecimiento, y preguntó al doctor con las más extrañas muestras de interés.

—¿Será verdad, señor, que esa niña ha vuelto a la vida? ¿No está ya loca?

Ricarder le hizo entonces una seña para que guardara silencio y acercándose a la enferma le dijo con dulzura:

—¡Llore usted, hija mía, llore usted! Ese llanto le ha de hacer a usted mucho bien… Sepa usted, sin embargo, que aquí está bajo un techo amigo, que a su alrededor estamos personas que la aman como pudieran hacerlo aquellas por quien sin duda alguna lloráis…

¡Ah! señor —contestó la enferma alzando hasta Ricarder su débil y lánguida mirada—. Yo no lloro por nadie…, yo no sé todavía por qué lloro… Aquí —añadió, señalando a la frente—, aquí falta algo, señor, y en mi memoria encuentro un tan inmenso vacío de recuerdos que parece hoy el día que empiezo a vivir… ¿Ha sido acaso este largo sueño en que he vivido hasta ahora el sueño de los sepulcros?

—Olvide usted eso —respondió el doctor con el mismo tono cariñoso—. Bástele saber que se ha salvado de un gran peligro y que es necesario que en adelante viva sin recordar nunca lo pasado… ¡Felices los que pueden olvidar! Seres hay para quienes la memoria es un horrible tormento.

La enferma nada contestó, inclinó la frente sobre la almohada y un dulce y benéfico sueño embargó su espíritu. ¡Feliz por vez primera después de tantas horas de angustia! ¡Santo reposo para el peregrino que ha recorrido por espinosos caminos el largo sendero de sus desdichas!

El doctor salió de la estancia; Ángela se quedó velando la enferma. Al tiempo de salir le dijo:

—Vela por esa desdichada; acostúmbrala a tu presencia y sobre todo a tu cariño…, el corazón de esa pobre niña necesita tener apego a alguna cosa sobre la tierra y tal vez no le reste nadie en el mundo a quien haya amado…

—¡El señor va a llegar pronto! —repuso Ángela en voz baja y creo que sería mejor que tardase más tiempo en volver…

—Sí sería; pero tal vez no venga tan pronto; hay en la vida de tu amo misterios que jamás quise penetrar; le quiero porque he amado mucho a su padre…, pero preveo misterios tenebrosos a través de aquella frente pálida…

Ángela hizo un ademán de interrumpir al doctor, pero éste le dijo:

—No creas que trato de interrogarte, sé que has vivido a su lado la mayor parte de su vida y todo lo demás me importa poco, porque eres buena y respeto las causas que te hayan obligado a ello; el silencio que has guardado hasta ahora sobre este punto lo conceptúo en ti como una virtud. Sin embargo, será bueno que sepas que sería una desgracia que Ansot llegase hasta aquí en estos momentos, pero si lo que preveo sucediese, yo trataré, a pesar de la amistad que le profeso, de salvar a esa pobre mujer del infierno que le está reservado. Mi conciencia así me lo manda.

El doctor se alejó al acabar de decir esto y Ángela quedó sumida en una meditación profunda.

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