Capítulo XIV. El entierro


Des ouvriers portèrent le corps. Aucun prêtre
ne l’accompagna.

Goethe
 

Fausto descansaba en su sueño eterno.

Más blanco su rostro que la arena, más frío que las olas que se rompían a corta distancia, más solitario y desamparado que el negro peñón que se levanta como sombrío gigante en medio de aquella playa solitaria, así el pobre niño cuando el espíritu abandonara su cuerpo.

Los pescadores llegaron allí; Lorenzo besó el cadáver de su hijo, le inundó de lágrimas; pero aquel cruel dolor, aquella intensa amargura debía aumentarse, no se había colmado aún el cáliz de su agonía.

Los pescadores juraron por su alma que Fausto había muerto endemoniado; Lorenzo, cuya crédula imaginación estaba exaltada por su desgracia, no tuvo valor para sostener lo contrario y no supo más que llorar, implorar de aquellas duras entrañas; la superstición es lo más despiadado, lo más intolerante que conocemos, es el egoísmo llevado a su último extremo, y la superstición se encargó de decir al desdichado marinero:

—No, por nuestra vida, tu hijo no entrará en la iglesia. ¿Quieres que después, en las altas horas de la noche y envuelto en su mortaja, salga de la tumba y cruce ante nuestras cabañas y eche al pasar un mal de ojo a nuestros hijos? Llevémosle a un sitio donde nadie pueda saber que está allí; después, a la noche, cuando todo esté callado, cuando repose todo en la oscuridad, nosotros iremos, le llevaremos oculto y le echaremos al mar… ¡El mar no devuelve nunca el cuerpo de los endemoniados!

—¿Y adónde hemos de ocultarle durante el día? —preguntaron algunos.

—La abandonada cabaña de Teresa es sitio seguro —respondieron.

—¡Pues marchemos!…

Y el silencioso y despiadado cortejo se puso en marcha hacia la solitaria cabaña; nadie, ni el mismo Lorenzo, se atrevió a interrumpir el religioso silencio con que los marineros seguían su cautelosa marcha; la mañana estaba clara y trasparente y la naturaleza se regocijaba con la luz.

Estaba desierta la cabaña, fría, triste, a pesar de que el sol la iluminaba con uno de sus rayos más hermosos.

Todavía se veía en el suelo el pobre lecho de paja en que tantos hermosos sueños sonrieron a Esperanza y en donde tantas amargas lágrimas había derramado Teresa. Los marineros depositaron sobre el abandonado lecho la carga maldita y fueron alejándose poco a poco de aquel recinto de muerte. Fausto quedó allí, solo, abandonado sobre el lecho que tantas veces había impregnado Esperanza con su casto perfume…, pero él ya no podía percibirlo…, ¡era ya tarde!…

¡Dios mío! ¡Qué rodeada de melancolía aparece siempre esa tardía felicidad con que la casualidad o la fortuna nos brinda cuando no podemos gozar de ella!… ¡La gloria después de la muerte…, los vanos honores, los laureles sobre el sepulcro, una lágrima por un recuerdo…! ¡Oh, llenadme de felicidad, sembrad flores en torno mío y apartad la hiel de mis labios en tanto existo, vosotros los que me améis!… Las riquezas, el poder, la gloria… y sobre todo el cariño de vuestro corazón, dejadle, dejadle que sonría en torno mío, que engañe los días de mi existencia y que murmure a mi oído en mis últimos instantes un ternísimo adiós. Decidme en aquellos momentos que no me olvidaréis jamás, porque esa idea es hermosamente halagadora para el espíritu celoso y egoísta de la mujer. Coronad mi lecho de flores y prometedme, si acaso os lo pido, sembrar sobre mi tumba siempre vivas regadas con vuestras lágrimas… pero en el momento en que mis ojos se cierren a la luz y en que mi sangre cese de animarme, olvidadme si queréis, no os creáis obligados por unos vanos juramentos hechos a una cosa que ya no existe y dejad al tiempo que siembre silencioso sobre mi sepulcro la pequeña parietaria y las rosas silvestres que nacen al azar…, él no encierra ya más que unos miserables y leves restos… ¡más tarde el vacío!…

Triste es el hálito de superstición que como un soplo envenenado rueda sobre todas las playas y sobre todos los campos de este pueblo, triste, muy triste.

En tanto que en la playa los pescadores destrozaban con vanos escrúpulos el corazón de Lorenzo, ¿qué pasaba en la choza de Teresa?

Esperanza enferma, débil, tendida sobre el húmedo suelo, en torno de ella mujeres que murmuran y que se santiguan, el demonio de la superstición cerniéndose sobre todos aquellos débiles y visionarios espíritus, aquel cuadro digno de un pincel sombrío, ¿quién era capaz de expresarlo en toda su rudeza? Había allí quien decía:

—Esta muchacha debe estar endemoniada; ¿de dónde vino, pues, habiendo pasado tanto tiempo ya desde su misteriosa desaparición? ¿Qué mal espíritu nos la trajo en el momento que Fausto expira? Viene por su alma tal vez…, dejémosla; después de la oración no podemos estar a su lado, puede morirse y echarnos el aliento de los difuntos.

Había también quien decía:

—¡Recemos por su alma!

Y quien respondía:

—Huyamos que si echa el aliento de los difuntos a alguna de nosotras, tiene ésta que hacer lo mismo con otra, y así irá pasando como herencia maldita de unas en otras, si no hay en el lugar tres Marías que vayan de noche a demandar al cuerpo difunto la última vida que haya llevado…

Pero en el momento en que la campana dio el toque de oración levantáronse aquellas mujeres como movidas por un resorte y huyeron rezando por el alma de la que creían endemoniada y pidiendo al Señor de lo criado una pequeña hora para morir.

Extrañas son a veces las peticiones que los hombres hacen al Eterno. ¡Una pequeña hora para morir! ¡Cómo si ésta pudiese faltarle jamás a ningún mortal!…

¡Ved ahora a la pobre niña, sola y abandonada sobre la tierra, sin sentir sobre su frente posarse el beso cariñoso que debe endulzar la amargura de todas las existencias!… ¡Lorenzo vela el cadáver de su hijo, retírase a su hogar cada familia, y cuando las primeras sombras de la noche se extienden sobre la tierra, la madre bendice el lecho en donde reposa el fruto de sus entrañas y el hermano pequeño abraza a su hermano antes que el sueño cierre tranquilamente sus párpados!…

Pero el hijo sin padres, el huérfano sin nombre, el desterrado, agítase dolorosamente en esas horas de dulce recogimiento. Prestad atento oído y escucharéis en medio del silencio que reina en el espacio durante las horas del reposo, el gemido de esas pobres víctimas arrojadas al azar en el torbellino del mundo.

A vosotras, hermanas mías en sexo y en corazón; a vosotras, las de tiernos sentimientos y alma compasiva, es a quienes suplico que tendáis la mano a esos desamparados seres que vagan sobre la tierra, como frías y solitarias sombras, como hoja que arrastran los vientos encontrados. Tendámosles la mano todas las mujeres…; ¿no son ellos el fruto de nuestra debilidad o de nuestro crimen?…

Cuando Esperanza despertó de su sueño febril, la luna iluminaba ya con sus rayos descoloridos aquella estancia sombría; vióse entonces sola y procuró recordar.

Pero ¡qué amargos eran sus recuerdos! Su enferma imaginación no hacía más que atormentarla con el tenaz recuerdo de Fausto…, le veía inmóvil, clavando en ella la fría y vidriosa mirada, silencioso…,


Hay siempre en derredor del cuerpo muerto
una tan honda soledad y olvido,
 

como ha dicho Espronceda, que aun el más ignorante respeto al horrible misterio de la muerte no puede sufrir sin un secreto terror la vista de un cadáver.

Cuando Adán vio por primera vez el de su hijo Abel debió gritar despavorido, como lo cuenta Byron, ¡La muerte está en el mundo!…, pues tan concisas como severas palabras pintan de un golpe el terror que debió sentir en aquellos momentos nuestro primer padre…; ¿qué extraño, pues, que aquella pobre niña se vea sobrecogida al recuerdo de Fausto, muerto y abandonado en medio del silencio y la aridez de aquella playa desierta? ¿Qué extraño que agitada por aquel horrible recuerdo huya de la choza, los pies descalzos, el blanco seno virginal expuesto al frío del invierno? ¿Adónde va? ¿Adónde la guía el vértigo que se ha apoderado de su alma?

La Hija del mar se dirige hacia las desiertas orillas en donde ha dejado al amado de su alma, y como la esposa de los Cantares le buscará por todas partes, preguntará a los guardas por el que adora su corazón, recorrerá el espacio llenándolo con sus dolientes gemidos y no cesará en su carrera hasta encontrar al que ha perdido, porque ella está herida de muerte como la golondrina a quien ha visto caer sin vida a los pies del que le había arrebatado sus hijos.

Era la noche clara y purísima, y tenía esa fría transparencia peculiar a las noches de invierno; iluminaba la luna la tierra con ese color pálido amarillento que suele confundirse con la primera luz del alba, prestando a las cabañas, a los montes y las llanuras cierto tinte fantástico que hacía aparecer grandiosa aquella árida naturaleza; distinguíase el mar como una llanura azulada y movediza y, de cuando en cuando, brillando las aguas al fulgor de la luna, semejaban fugaces relámpagos o pequeñas exhalaciones desprendidas de aquella que parecía una masa compacta de vapores grises y plomizos.

Caminó Esperanza largo tiempo con dirección a la playa, indiferente y como abstraída en sus pensamientos: cuando llegó a la pequeña ermita de san Roque, que se levanta solitaria en medio de una altura que domina toda la ribera, larga y arenosa, lanzó Esperanza un grito trémulo y de espanto y corrió hacia la pobre ermita cuya puerta entornada cedió a los pequeños esfuerzos de aquella infeliz.

Entró, pues, en la iglesia, cruzó la sencilla y oscura bóveda del templo y arrodillándose al pie del único altar que allí hay, exclamó:

—¡Santo bendito! Virgen santísima de los Dolores, tened misericordia de mí —y ocultaba su rostro en un rincón del pequeño altar y cubría sus ojos con las manos, como si las misteriosas luces la importunaran todavía.

Pero de pronto hirieron su oído, atemorizando aquel débil espíritu, unas voces que entonaban por lo bajo una especie de canto fúnebre, salmodia lúgubre y enronquecida que la llenó de horror. Oíanse cada vez más cercanas, y Esperanza, obedeciendo a un instintivo impulso, cerró la puerta de la ermita y opuso sus débiles fuerzas a los que, según ella, venían en su busca; pobre pájaro herido que se creía con fuerzas para agitar sus rotas alas y huir del mal que llevaba dentro de su corazón.

La curiosidad, el temor, lo extraño de aquellas voces, la impelieron, a pesar de todo, a espiar con inquieta mirada lo que pasaba a pocos pasos de ella porque tenía aspecto de ser cosa del otro mundo. Pero su cuerpo, estremeciéndose de terror ante la vista del misterioso espectáculo, hubo de desplomarse sobre el frío pavimento de la iglesia y murmurar con voz doliente:

—¡Dios mío! Tened piedad de mí, no permitáis, Señor, que los espíritus me cerquen y arrastren en pos de sí.

Extraño era en verdad lo que allí pasaba; unos cuantos hombres que se destacaban sombríos en medio de la oscuridad, iluminada a intervalos por las vacilantes luces que llevaban en sus manos, y que como leves fantasmas se acercaban en círculo hacia el santuario; unas luces cuyo pálido resplandor traía o llevaba el viento y que prestaban al rostro de aquellos hombres un aspecto siniestramente triste; unas voces que llenaban el aire como monótono gemido; un blanco bulto que llevaban entre ellos como pesado fardo; todo era misterioso y presentaba a la conturbada y afligida vista de Esperanza un cuadro que llenaba de espanto.

Detúvose la misteriosa procesión ante la puerta de la ermita, arrodilláronse aquellos hombres; sacaron de una jarra negra un ramo de oliva con el cual salpicaron el blanco envoltorio y murmuraron al mismo tiempo no sé qué monótonas plegarias que aumentaban misterio y tristeza a semejante espectáculo.

Semejaban en aquel momento conjuro de endemoniados, reunión de diabólicos seres prontos a sacrificar la víctima arrastrada hasta allí por sus ásperas manos, y sometida ya al poderoso influjo del infierno.

Aquellas luces oscilantes, aquellos rostros atezados y sombríos, aquel rezo ronco y triste, y aquel silencio sepulcral que reinaba en torno, formaban un siniestro conjunto que hubiera amedrentado al espíritu más fuerte.

¿Qué hacían semejantes hombres?

Ellos podían responder a esta pregunta lo que las brujas de Macbeth…

—¡Una cosa sin nombre! —y habrán dicho la verdad.

Pero Esperanza, única espectadora de aquella singular escena, excusaba de preguntarlo; ella veía cómo después de las multiplicadas aspersiones, después de aquellos rezos melancólicos y siniestros, un hombre salió de aquel mágico círculo y adelantándose hacia la puerta del santuario exclamó:

—Ya véis, Señor, que no profanamos vuestra santa morada y cómo alejamos de vuestro templo al que habéis alejado antes de vuestra gracia. Rogamos, Señor, nos libréis por lo mismo de maleficios y peligrosas miradas, y hagáis que el alma del muerto no nos perturbe acá en la tierra, llevándola, si tal es vuestra voluntad, a gozar de vuestra santa gloria.

—¡Amén! —respondieron los demás.

Después, postrándose todos en tierra, murmuraron a una voz:

—¡Quiera el Señor quede purificada esta tierra de malos hálitos y emponzoñados vapores!

—¡Así sea! —respondió el que había hablado primero.

El más profundo silencio sucedió a aquellas extrañas invocaciones y a aquel ¡así sea! pronunciado con lúgubre acento: podía decirse muy bien que el soplo de vida que agitaba momentos antes aquellos seres se había exhalado con la última palabra salida de sus labios…

Una ráfaga de viento pasó entonces sobre aquel grupo inmóvil y apagó unas luces, hizo oscilar otras y movió el blanco paño que ocultaba a todas las miradas el secreto de tan extraña reunión. Esperanza fijó entonces en él su inquieta y ávida mirada, pero en balde; pasó el viento, cayó pausadamente el paño sobre la tierra y todo volvió a la pasada quietud interrumpida de nuevo por el graznido del cuervo que seguía su presa. El lúgubre ruido de su vuelo remedó el prolongado aliento de un espíritu de las tinieblas, y oyóse entonces un triste ¡ay!, y el áspero chirrido de los enmohecidos goznes de la puerta tras de la cual había dejado escapar Esperanza un grito de dolor, formando todo esto un conjunto de sonidos extraños que hizo despertar de su recogimiento a los que todavía oraban postrados en tierra.

—¿No habéis escuchado? —preguntó uno—. Muchas luces se han apagado —añadió—, el graznido del cuervo resonó entre nosotros, y si no me engaño de dentro de la ermita un ay apagado, igual que gemido de alma en pena —y al decir esto su semblante estaba pálido y trémula la voz por el miedo que embargaba su alma.

—Sí, hemos oído —respondieron los demás—, y todo ello son señales de mal agüero; marchemos, pues, marchemos cuanto antes, no nos sucedan cosas horribles…

Y cogiendo el blanco y abandonado bulto siguieron el camino que guiaba a la playa, no sin que uno preguntase antes:

—¿Y la estola?

—Allí se la pondremos —respondió el que parecía llevar la voz entre ellos.

Y Esperanza les siguió silenciosa, sin saber a qué ni por qué, pues tal vez una fuerza a que no podía resistirse la impelía en pos de aquellos hombres. El cortejo misterioso hizo alto, por fin, en uno de los más elevados peñascos de aquella costa y a cuyo pie gemía el mar con acento melancólico. Depositaron sobre la áspera cumbre el blanco fardo; pusieron sobre él una estola, y el viento que rueda incesante sobre aquellas olas tumultuosas hizo oscilar las luces encendidas de nuevo extendiendo en torno un reflejo lívido e incierto mezclado de sombras y de luz y prestando a aquel cuadro un tinte fantástico y sombrío.

Esperanza sintió flaquear su razón, su mirada tomó toda la vaguedad de la locura; huyó de ella el miedo que antes la subyugaba y se acercó hacia el negro peñasco.

Entonces pasó lo que nadie puede concebir, lo que nadie puede expresar con la palabra, siempre fría y tarda…

El hombre de la estola se volvió hacia los que le rodeaban y dijo en alta voz:

—¡Lorenzo! La hora ha llegado, acércate y da a tu hijo el último abrazo.

Oyéronse después entrecortados sollozos, gemidos lastimeros, voces de dolor que rasgaban las entrañas.

—¡Adiós, querido hijo! ¡Adiós para siempre!… —gritó Lorenzo cayendo sin sentido.

Dos hombres se adelantaron entonces y tirando del paño que cubría aquel extraño bulto, quedó expuesto a todas las miradas el cadáver de Fausto, amoratado y macilento.

Esperanza vio todo esto, Esperanza se abalanzó hacia el cadáver, pero al mismo tiempo se oyó el ruido de un cuerpo que caía al agua que no debía devolverlo jamás.

Volvieron todos la cabeza para ver de dónde saliera aquel grito que les sorprendiera en medio de su horrible sacrilegio, y al distinguir entre las sombras aquella figura vestida de blanco, pálida como un cadáver y cuyas desencajadas facciones iluminadas por las trémulas luces parecían las de un espectro:

—¡Misericordia! —gritaron despavoridos y dispersándose por todas partes—. ¡El demonio nos persigue!

Y desaparecieron por todas las avenidas de la playa en tanto Esperanza cruzaba el desierto arenal dando frenéticas carcajadas.

¿Quién será capaz de seguirla en su frenética carrera? Detengámonos; la pobre niña se ha vuelto demente…, inútil sería caminar en pos de una loca…

Noche había sido aquélla fecunda en raros acontecimientos para los pobres pescadores, pero aún no habían cesado las desgracias que caían como pestilente lluvia sobre aquel desierto y triste lugar. Cuando los atemorizados marineros descubrieron el sucio montón de sus miserables barracas, las vieron bañadas por la viva claridad de un incendio.

Las llamas crecían, se extendían, parecían devorar bajo sus lenguas de fuego aquella desdichada aldea.

—¡Las iras del infierno nos persiguen! —exclamaron aquellos desdichados.

Y en tanto, el humo subía al cielo en inmensas espirales y las ardientes chispas del incendio derramándose por todas partes parecían querer salir al encuentro de los sacrílegos supersticiosos. ¡El cielo inmenso, la estéril tierra, la mar dormida, el lejano horizonte, todos se reflejaban, todos parecían bañados en la sangrienta claridad del fuego que devoraba el palacio de Alberto!…

Teresa había cumplido su palabra.

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