Capítulo XIII. La fuga


Calla un instante, ¡oh viento!, solamente un instante,
¡oh torrente!, que mi voz resuene a lo largo del valle,
y que él la escuche; él, mi amor errante. Salgar, soy yo,
yo, que te llamo. He aquí el árbol, he aquí la roca.
Salgar, mi bienamado, heme aquí, ¿Por qué tardas?

Ossian
 

Cuando Esperanza, más contenta y ligera que el pájaro a quien abren la jaula, huyó de aquella casa en donde había pasado tantos tormentos y donde tantas amargas lágrimas había vertido, una menuda lluvia, fría y penetrante, se desprendía pausadamente de las nubes y humedecía la tierra.

Estaba oscura la noche y la pobre niña, al cruzar vestida de blanco las sombras que envolvían la campiña, semejaba vaporoso fantasma, alma errante, ser sutil como el viento que no podía tocar nuestras manos sin que le viésemos desaparecer.

Rápida como el vuelo de los pájaros sin nombre de aquella triste y desolada ribera, pasó por delante de la cabaña de Fausto sin acordarse de que allí vivía el amigo de su corazón, tal la azuzaban en su huida los recuerdos de la amarga esclavitud que acababa de romper. El espacio de todo el universo le parecía estrecho para cruzar en su rápida carrera. Su dirección era, como por instinto, hacia los sitios queridos que habían visto pasar los risueños días de su infancia, y corría con congojosa fatiga sin pararse ni tomar descanso un solo instante.

Como una sombra detrás de otra, otra persona marchaba en pos de Esperanza con el mismo precipitado paso, con la misma ligereza; pero siempre a igual distancia, como si le estuviese prohibido adelantar un paso en el espacio que les separaba. Caminaba, sin embargo, con paso vacilante, no parecía sino que obedecía sólo a un superior impulso que le arrastraba en seguimiento de Esperanza, de aquella aérea fantasma que pasaba sin pisar casi el áspero camino que sus pies trémulos pisaban. Con los brazos tendidos hacia adelante y murmurando inconexas palabras cuyo sonido quedaba sofocado en su garganta parecía querer alcanzar con ellos aquella misteriosa fada de albo ropaje que huía más a medida que se le acercaba y que a pesar de esto no le permitía retroceder.

Si los habitantes de aquellas cercanías pudieran contemplar entre la oscuridad de la noche aquel extraño cuadro, incomprensible a sus ojos; si escucharan la anhelante respiración de aquellos dos seres que marchaban uno en pos de otro sin que pudieran reunirse una sola vez y sin que cedieran en su rápida carrera, cual si la mano de Dios les negara el descanso que necesitaban, hubieran huido tal vez despavoridos, hubieran prorrumpido en gritos de espanto, creyéndoles malditos del cielo que venían a llenar de consternación sus solitarias riberas, sus tranquilas viviendas, sus campos bendecidos que venían a profanar aquellos dos espíritus de las tinieblas.

El silencio y la soledad de la noche podían favorecer sus conjuros y sus misterios, y la tierra desierta prestaba ancho campo para sus círculos mágicos, pero ellos seguían en su incesante carrera interminable y sin fin.

El sonido de una campana se dejó escuchar entonces lúgubre y melancólico, el viento pareció gemir con sus acentos llenos de misterios y el mar que llaman allí del Rostro lanzó sus terribles bramidos, agitado por el viento sur.

Todo cuanto existía de triste y lastimero en aquella aislada tierra dejó escapar un suspiro que resonó en el espacio, y las dos sombras se pararon a su vez para escuchar aquellas quejas que, sin duda, resonaron en el fondo de su alma.

Volvieron la cabeza como para mirar el camino que dejaban detrás de sí, y vieron lejos, bastante lejos, luces que se apagaban y volvían a encenderse, que caminaban lentamente y parecían móviles puntos luminosos que se adelantaban en dos largas y oscilantes líneas.

El que caminaba detrás de Esperanza, más persona humana sin duda que espíritu del otro mundo, aceleró, lleno de espanto, la interrumpida carrera, y Esperanza, creyéndole entonces el guía misterioso de aquellas fantásticas luces, volvió de nuevo y con doble rapidez a emprender su huida como si quisiese escapar también a aquellos espectros que le perseguían.

El sonido de la campana resonó entonces con más fuerza, sus ecos parecieron extenderse por el espacio como un canto fúnebre o un rezo de difuntos que entonasen a falta de sacerdotes afiladas lenguas de metal. El espanto creció en el alma de aquellos dos seres, y su carrera entonces no fue ya carrera, fue un vértigo, una locura horrible con largos intervalos de una sana razón desesperada.

Siguieron así largo tiempo y la voz de la campana dejó de escucharse.

Caminaron después por un sendero tortuoso y angosto, después penetraron en la playa, siempre el uno en pos del otro; y, al fin, el ruido de dos cuerpos pesados que cayeron sobre la arena se dejó escuchar en medio del silencio que reinaba en torno.

El remanso de las olas dejaban en la orilla su luz fosfórica y brillante que se extendía a lo largo de la ribera, azulada y blanquizca, apareciendo y desapareciendo a medida que las olas avanzaban o retrocedían, amortiguándose aquí y reflejándose allá más viva y refulgente, ocultándose a veces por completo y volviendo a presentarse después como una franja de azul y plata tornasolada y oscilante. Aquel reflejo luminoso en medio de las sombras, que brilla, sí, como ascua encendida pero que no alumbra, aquel aparecer y desaparecer instantáneo y fugaz, a quien las olas prestaban voz y movimiento, semejaba reunión de espíritus que se juntaban para contemplar unidos alguna cosa extraña, espíritus que ocultaban sus ropajes fantásticos en el fondo oscuro de las olas, dejando aparecer sólo en la superficie el reflejo de su mirada inquieta y luminosa.

Tenía mucho de fantástico aquel arenal vasto y silencioso que presentaba a la vista el cuadro más solemne y grandioso.

Aquellos dos cuerpos inertes tendidos sobre la arena, blancos como las espumas que se forman en las rompientes y fríos como el aliento de una mañana de invierno, aquellos dos seres, igual a dos lirios tronchados por el huracán y arrojados a la arena, pudieran juzgarse dos muertos envueltos en su blanco sudario, por quien la noche se vestía de luto y a quien velaban los espíritus de fosfóricas miradas, en tanto los lloraban las olas y las nubes derramaban sobre ellos sus húmedos vapores. Parecía aquello una noche de duelo para la naturaleza, unas cuantas horas de dolor que dejaban transcurrir en las sombras, un conciliábulo misterioso que nadie más que ella comprendía.

De cuando en cuando un viento frío y glacial que venía del mar agitaba el blanco vestido de Esperanza y, silbando entre las rocas que se levantaban como monumentos sombríos en redor del vasto océano, semejaba el gemido de algún ser infernal escondido entre los agitados remolinos de las encontradas olas.

Todo es misterioso y lúgubre en las altas horas de la noche; en esas horas eternas para el que vela, y llena de supersticiones y tenebrosos rumores para el que esconde en su corazón el roedor remordimiento, sólo las almas inocentes se meten con los ángeles entre los pliegues sombríos de las tinieblas y ven con los ojos de su inocencia la sonrisa de la felicidad.

Esperanza sueña en medio de aquel caos sombrío que un ángel ha venido a arrancarla del infierno en que estaba sumida, y que este ángel es Fausto. Ella le ve sonreírse con la alegría de los bienaventurados y se prometen uno al otro no separarse jamás. Los dos recorren juntos vergeles llenos de flores, ven árboles cargados de doradas frutas y ríos de plata y mares de olas brillantes cuyos tornasoles son como los rayos de un sol de mediodía. Todo es luz, todo felicidad, todo armonía. Dios ha penetrado en su alma con un reflejo de sus miradas y les ha comunicado la eternidad de su existencia…

Las ilusiones de felicidad, las brillantes perspectivas que puede forjar una imaginación delirante y juvenil, todo se realiza en el halagador sueño de la pobre niña, ¡y qué horrible es el despertar de esos sueños!…

El alba asoma ya en el horizonte y blancas nubes esparcidas por el azul del firmamento se alzan pausadamente y como si saludasen la luz que les alumbra; después crecen y se ensanchan y forman la espesa y densa niebla que cubre los más elevados peñascos, y desciende después a la tierra. Pero el sol disipando los vapores de la mañana parece dar nueva vida a la naturaleza y que todas las cosas dormidas despiertan al tibio calor de los primeros rayos. El mismo silencio de la playa parece animado por una voz misteriosa que no sabe ni de dónde viene ni de dónde nace, porque tú, ¡oh sol!, eres la vida, eres el aliento creador del universo, ojo brillante de Dios que todo animas, que todo haces revivir…

Un rayo de sol cayendo sobre los cerrados ojos de Esperanza la hizo despertar a la hora en que despiertan las olas, sus frescas hermanas.

Sus vestidos están mojados y sus cabellos hielan las manos al tocarlos.

—¡Dios mío! ¿En dónde estoy? —exclamó exhalando un grito de angustia tan pronto lanzó en torno suyo una mirada de espanto.

Pasó entonces la mano por la frente como si quisiese recordar; palpó la húmeda arena que le había servido de lecho y vio las olas que tocaban casi sus pequeños pies. Aquellas olas parecían pedirle una caricia, parecían darle la bienvenida y regocijarse con su presencia cual con la llegada de una compañera ausente por largo tiempo: un rayo de alegría apareció entonces en su semblante pálido, asomó a sus labios una dulce sonrisa y arrodillándose sobre la arena cruzó las manos, tomando una actitud de celestial recogimiento; acarició largo tiempo con su mirada aquellas hermosas aguas que veía agitarse con grato murmullo.

Después postrándose en el suelo hasta tocarlas con la frente:

—¡Queridas olas! —exclamó con apasionado acento—, ¡cuánto tiempo he estado lejos de vosotras!… ¡Ah! Yo os amo más que a todo cuanto existe en la tierra, yo he llorado vuestra ausencia tanto como la de Fausto… Olas brillantes y hermosas como ese sol que os ilumina, yo quiero besaros, quiero sentir vuestra frescura en mis labios que abrasan —y acercando sus labios ardientes por la fiebre que la devoraba a las olas que huían y se acercaban como si quisiesen jugar con ella, trataba de imprimir sus besos suaves y cariñosos en aquellas aguas salobres que salpicaban su rostro.

Levantóse de pronto, porque creyó oír pronunciar su nombre en medio de aquella playa desierta, y al tiempo de retroceder lanzó un grito de alegría que se confundió con otro de terror. Fausto estaba tendido en la arena, ella le veía sin movimiento, descarnados los brazos y los ojos entreabiertos y opacos en donde brillaban dos lágrimas, que heló tal vez sobre las pálidas mejillas el frío de la noche.

Corrió Esperanza hacia su antiguo compañero, arrodillóse a su lado, llenóle de caricias y besó sus heladas manos…, llamóle, ¡llamóle cien veces…!, pero Fausto no respondía… ¡Fausto estaba muerto!

La voz que había creído escuchar Esperanza no era la suya, había sido sin duda esa voz misteriosa que nos avisa casi siempre una desgracia próxima.

—¡Fausto! ¡Fausto! ¿Qué tienes? ¿Por qué no me respondes? ¡Oh, Dios mío! ¡Qué helado y qué pálido estás!

Colocó cuidadosamente entonces la cabeza de Fausto sobre su regazo y le contempló largos instantes. Su melena negra y rizada, cayendo hacia atrás, dejaba libre su frente pálida y hermoseada por la triste severidad que le prestaba la muerte, pero Esperanza tuvo miedo a aquella mirada fría y a aquellos labios que no murmuraban un solo acento y huyó de él, llenando antes la playa de gritos desgarradores con que pedía auxilio la pobre niña, hasta que se dirigió a la cabaña de Fausto.

Estaba el camino cubierto de escarcha y la niebla de la mañana, no disipada todavía en algunos parajes, penetraba su ropa haciéndola tiritar de frío. Cuando llegó a la cabaña, la puerta estaba abierta; entró, pues, silenciosa y un grito de admiración salió a la vez de muchos labios, pues la choza estaba llena de pescadores. Pero Esperanza nada vio ni oyó.

—Fausto está en la playa —balbuceó—, id a buscarle… —y cayó sobre el duro suelo rendida por la fatiga y las emociones.

Los marineros no quisieron escuchar más y corrieron en tropel hacia la playa, el bueno y desdichado Lorenzo el primero. Caminaban rezando en coro para que Dios perdonase al niño endemoniado a quien los diablos habían arrancado del lecho cuando iba a recibir los divinos socorros; era aquélla una triste y sombría procesión.

Cuando Lorenzo salió de casa de Alberto, en donde tan a tiempo había llegado para socorrer a Esperanza, las campanas de la parroquia repicaban alegremente: el Señor de los cielos se dignaba visitar la morada del pobre y del moribundo. ¡Cuán tristemente se destacaban en medio de la oscuridad de la noche las oscilantes luces que acompañaban el santo Viático!

El sacerdote penetró en la cabaña y se acercó al mismo lecho que allí había, pero, hallándole vacío, preguntó:

—¿En dónde está el enfermo? —y volviéndose hacia Lorenzo añadió—: ¿En dónde está tu hijo?

—Señor, ¿no está ahí?

—No…, aquí no hay nadie…

—La puerta estaba abierta cuando entramos —añadieron algunos—; habrá huido en los momentos de delirio.

—Vamos, hijos míos —dijo entonces el cura a los marineros—, aquí nada tenemos que hacer ya…, rogad a Dios que se apiade del pobre niño —y salieron.

Las luces oscilaron de nuevo en el espacio, las campanas doblaron otra vez alegremente: sólo en la cabaña de Lorenzo se oían sollozos y lamentos.

¡Qué noche tan larga, qué noche tan amarga para el pobre padre!

Cuando Esperanza huyó de casa de Alberto, pasó por delante de la cabaña, la puerta estaba abierta, y el enfermo, que podía ver desde su lecho cuanto pasaba por fuera, oyó su voz, escuchó sus ayes, la vio pasar como blanca silfa, y la herida de su corazón se renovó, brotó sangre de nuevo.

Dióle fuerzas el dolor, azuzóle la loca alegría que sintió al ver pasar tan cerca de sí aquella celeste aparición, y entonces fue que él abandonó su lecho, que la llamó, que siguió sus huellas jadeante, moribundo.

Su carrera fue la postrera convulsión de su agonía, un loco delirio que le arrastró tras de la mujer amada para llevarle a perecer cerca de ella. ¡Pobre mártir de un deseo y de una esperanza loca que se extinguió en su pensamiento cuando terminó su vida! ¡Una lágrima de compasión para el desdichado niño cuyo corazón aniquilaron los más acerbos dolores!

A vosotros, los que descansáis ya en el frío hueco de la tumba, a donde os ha arrastrado un fingido sueño, una ilusión mentida, un desengaño más amargo que la hiel, que en vuestros últimos momentos vino a refrescar vuestros labios enjutos por la sed de la muerte…, ¡a vosotros dirijo mi voz para que coronéis, con vuestras manos purificadas por la desgracia, la frente del mártir niño con el laurel de la inmortalidad! ¡Recibidle en vuestro reino como reciben los ángeles a las almas bienaventuradas!

¡Perdonad mi desvarío, vosotros, los que creáis injusto ceñir con laureles al que no fue ni guerrero ni poeta! Yo concibo otros seres dignos de una inmortalidad más grande que aquella que los hombres pretenden hacer eterna, erigiendo pedestales de bronce sobre la tierra que conmuevan los huracanes. El pedestal que ha de recordar la memoria de los mártires como Fausto le erige cada hombre que nace en su corazón…, ¡está en la inmortalidad del sentimiento!…

Share on Twitter Share on Facebook