Capítulo XV. La loca


—Les enfants ne crient pas toujours, autant
qu’aujourd'hui, repondit en souriant, et pour ce qui est
de la mer, Emily aime beaucoup le bruit des vagues.
¡Elle reste assise des heures entières à les entendre!

Miss Cummings
 

El sol iluminaba con un esplendor brillante las primeras flores que empezaban a hermosear los árboles en una risueña mañana de abril, y de todas las hierbas que volvían a revivir en la naturaleza se desprendía ese primer aroma que exhalan las plantas cuando acaban de salir de la tierra: aroma exquisito, vivificador y lleno de savia, sustancia de sus primeros días de vegetación y de amor, fugitiva felicidad de un instante que les sonríe y que como la del hombre pasa y desaparece convirtiéndose luego en un ayer hermoso del cual nos separa para siempre la eternidad.

Los ríos, los valles, las montañas, el cielo azul transparente y los lagos tranquilos que duermen a la sombra de los oscuros olmos, todo estaba cubierto de luz, todo bañado en las risueñas tintas con que la primavera halaga al mundo.

Hermosa era en verdad aquella mañana, alegre como la sonrisa de un niño, y en la que los pájaros saltando de rama en rama dejaban escuchar sus gorjeos, divino lenguaje con que contaban a las auras la felicidad de que estaba lleno su corazón satisfecho de libertad.

Los insectos de espléndidas alas haciendo brillar al sol sus vivos y plateados colores pugnaban por abarcar en su rápido y voluble vuelo todo el espacio que veían en torno suyo, y en cada planta se creería escuchar un lenguaje propio, un canto exclusivo de alegría que resonando al mismo tiempo formaban armoniosos ecos, todos deleitables y dulces aunque todos distintos.

Era aquella mañana de abril un remedo de las que debieron pasar nuestros primeros padres en el paraíso, en aquel lugar de infinitas dulzuras vedado más tarde a ellos y a sus descendientes en castigo del primer pecado, y del cual debieron guardar triste recuerdo que nos legaron sin duda alguna como una triste herencia.

Vosotros, los que vivís en las ciudades y que no podéis comprender enteramente toda la belleza de que están llenos esos cariñosos días que preceden al estío, venid conmigo, atravesad esa montaña cubierta de espinos desde cuya cumbre se descubre un inmenso valle cuyos lejanos horizontes se pierden entre vapores azulados y transparentes, y después descended por un pequeño sendero áspero y torcido, deteneos un momento bajo una bóveda de verdura naciente y fresca que forman los sauces de ramas extendidas, las floridas acacias y algarrobos, todos ellos amorosamente enlazados. Pero seguid a pesar de que la hermosura del sitio os convide al descanso hasta llegar a aquella elegante verja, a través de la cual se ven el cerrado y encendido botón de la rosa de Alejandría entre las lustrosas hojas del mirto, y la flor del azahar y el granado que florece al mismo tiempo y exhalan su delicado perfume.

Desde aquel sitio vuestra admiración puede llegar a su colmo porque podréis ver, en medio de la más pomposa y brillante vegetación, lo que es una mañana de primavera lejos de las ciudades y en medio del campo, pero de un campo fértil y ameno en medio de un valle todo hermosura, como sólo la ardiente imaginación de Ariosto sería capaz de describirlo.

Vese un largo y extenso jardín, una pradera inmensa llena de árboles frutales, bosques frondosos, pequeños riachuelos y estanques rodeados de menudo césped, entre el cual crecen mezclados caprichosamente blancas azucenas, morados lirios que parecían mirar con altanería las pequeñas y silvestres florecillas de tallo desigual que cubren la verde alfombra del campo, como las estrellas tapizan el cielo en una serena noche de verano.

Aquí se agrupan los alisos y los robles que crecen en los países montuosos, allá la encina de color sombrío que recuerda rancias consejas, más allá la higuera de anchas hojas y el castaño de indias con el alto y lustroso laurel que semeja en medio de ellos el vigía que les guarda.

Los tristes cipreses, formando en otro sitio con sus ramas entrelazadas un círculo compacto, miran crecer a su abrigo todas las plantas sombrías y misteriosas siendo ellos siempre los que les aventajan con tristeza.

Por último, en un orden no usado en parte alguna, en un estilo nuevo, aéreo y lleno de vaguedad cual si la mano de un hada los hubiese cultivado, jardines por todas partes, laberintos extraños en medio de los cuales se tienden verdes y frescos y tranquilos prados de menuda hierba, escondidas fuentes que murmuran, y pequeños derrumbaderos en cuyo fondo se escucha la sorda voz del torrente que se despeña entre musgosas rocas.

Es aquello una acumulación extraña de vegetación, ya silvestre, ya delicada, ya sombría, ya risueña como las primeras luces que derrama la aurora por el universo.

La imaginación no alcanza a formar una idea de la rara belleza de aquel paisaje iluminado por un sol de primavera brillante y claro; por un sol que, esparciendo sus rayos por aquella tierra de promisión vestida con sus primeras galas, la hacen aparecer hermosa como la joven desposada, la frente coronada de flores, cubierta de pudoroso rubor la mejilla de nevadas tintas.

Infinidad de árboles frutales plantados al azar en un terreno suave aunque desigual recortan graciosamente los horizontes y esparcen por el suelo las flores que el viento más leve desprende de las ramas y que las plantas silvestres y las ondas que murmuran cercanas las recogen en su seno como menuda lluvia de perlas, arrastrándolas a su ignorado retiro.

Todo aquel conjunto de aromas y de luz, toda aquella variedad de flores nacientes y de menudas y tiernas hojas estremecidas por el vuelo de los pájaros, toda aquella paz, en fin, aquel recogimiento que el purísimo del cielo hace más suave y tranquilo, os podrán decir mejor que yo lo que es una mañana de primavera.

Una mujer esbelta y pálida se paseaba bajo la sombra de los frutales con cierta negligencia desdeñosa e indiferente cual si un pensamiento ajeno a todo lo que la rodeaba vagara lejos de allí, por regiones desconocidas e impenetrables.

De cuando en cuando alcanzaba con su mano blanca y transparente las ramas que se adelantaban hacia ella como para acariciarla, contemplábala largo tiempo con rara curiosidad y destrozándola después con cierto regocijo amargo, se veía asomar a sus mejillas blancas como la azucena, el carmín más puro que puede bañar el semblante de una virgen.

Las flores que el viento desprendía del tierno almendro y del manzano áspero y de pequeña estatura, cayendo sobre su rubia cabeza quedaban suspendidas en los apretados bucles de su cabellera sedosa y brillante y en los pliegues de su blanca falda. Aquella mujer vaporosa y ligera y melancólica, en medio de tan risueña vegetación, próxima a alzarse en todo su vigor, no sabemos si semejaba una aparición brillante y fugaz nacida de la esencia de todo lo bello, o un espíritu lastimero y errante, un gemido de amor transformado en aquella figura llena de sentimiento y de belleza que huyendo de los hombres se refugiaba entre sus hermanas las flores.

Seguíanla en su melancólico paseo un anciano de agradable aspecto y otro hombre joven todavía y en cuya fisonomía simpática y llena de gracia podía advertirse la huella de un doloroso sentimiento.

Su frente pálida y despejada se veía surcada por una arruga precoz, que no habían grabado en ella los años, y sus ojos azules y hermosos despedían un fulgor apagado y triste, una mirada envuelta en un vapor húmedo y frío, exhalado tal vez de un corazón torturado por un incurable sufrimiento.

Parecía que la única ocupación de aquellos hombres era examinar los menores movimientos de la mujer que caminaba delante de ellos, indiferente como hemos dicho ya, no sólo a cuanto la rodeaba, sino hasta a los que la seguían cuidadosos de adivinar sus menores deseos para satisfacerlos al momento.

—Es una fatalidad, mi buen Ricarder —decía el más joven dirigiéndose a su compañero—, las esperanzas que me das son tan leves que apenas alcanzan a calmar un instante mi mortal ansiedad. Mira aquellos dos ojos negros tan hermosos apagados por la estúpida vaguedad que le presta la locura, aquel semblante celestial despojado de su primitiva belleza… Es una fatalidad, Ricarder, ocho años de locura son capaces de destruir la naturaleza mejor organizada. ¡Oh, Dios mío! —añadió apretando la frente con las manos—. Ella tendrá que morir en ese horrible estado de idiotismo.

Estas palabras dichas con el acento más sombrío y desgarrador indicaban demasiado la lucha y el dolor a que estaba entregado el corazón de aquel hombre.

El anciano fijando en él su mirada penetrante respondió con acento poco seguro:

—Yo quisiera darte una palabra que no sé si podré cumplir…, no obstante puedo decirte que la esperanza no me ha abandonado todavía.

—¡Siempre con tus esperanzas! —replicó el primero con aire de disgusto—. Te ruego —añadió después con acento casi suplicante— que estudies de nuevo todos los libros de tu ciencia, que recorras los hospitales, que busques, en fin, un medio, sea el que quiera, de salvarla.

—Dios es testigo —respondió el anciano con severo acento— de que paso las noches sobre los libros escudriñando los misteriosos secretos de la ciencia para ver si consigo al fin hallar algún remedio a tan terrible enfermedad. Una extraña inducción me ha hecho sospechar que siendo morales las causas que la producen, puedan éstas tal vez tornar a la salud al individuo sobre quien tanto influjo han tenido ya.

Escuchó en silencio el más joven estas palabras pronunciadas con un acento de rectitud irreprochable y replicó con cierta inexplicable emoción que trataba en vano de ocultar.

—Te he oído como quien oye al sabio hablar de su descubrimiento, es decir, con paciencia, porque creo que todo lo que acabas de decir no es más que una loca aberración de vuestra ciencia confusa…, a veces hacéis alarde de creencias y de esperanzas que no tenéis, y otras muchas no queréis manchar vuestra conciencia con pecados que cometéis a cada momento y sobre los que os laváis después las manos como las lavó Pilatos… Pero dejemos esto —añadió poniendo su mano larga y afilada sobre la boca del anciano que iba a interrumpirle—, ya sé que eres indulgente, pasa por alto estas palabras impías y hablemos de ella —prosiguió con triste acento—; ella es la que debe ocupar todas nuestras horas…

—¡Si pudiéramos saber cuál ha sido la causa de su locura! —interrumpió el doctor que hasta entonces había permanecido indiferente cual si estuviese ocupado en buscar en los recónditos arcanos de la ciencia una nueva idea de salvación.

—¿Quién sabe las causas que la han conducido a semejante estado? —repuso el más joven visiblemente turbado y apartando la vista del doctor—. La primera vez que la he visto —añadió— estaba en su sana razón…, después… la hallé un día sola y perdida y la recogí en mi casa porque tal era mi deber, pero traté en vano de escudriñar el secreto de su demencia: ya lo ves, es necesario buscar otros medios de salvación…

Y diciendo esto lanzó un profundo suspiro de tristeza.

El doctor preguntó de nuevo con aire pensativo:

—¿No ha dado alguna vez muestras de conocerte?

—¡Oh! Ningunas, amigo mío, ningunas…, imagínate que yo soy la única persona a quien ama —y luego añadió cual si se arrepintiera de haber hablado más de lo que convenía—, digo esto porque en otro tiempo no me había mostrado grandes simpatías aunque nada de extraño tenía porque nos veíamos muy pocas veces.

—Nada de extraño tiene eso —replicó el anciano.

En aquel momento la joven volvióse hacia los que la seguían y gritó despavorida:

—¡Matad aquel pájaro! ¡Matadle pronto porque me duele el corazón cuando le veo! ¡Ay! —exclamó después dando un grito doloroso y acercándose a ellos con aire colérico—, sois unos necios, jamás hacéis lo que yo os mando, le habéis dejado escapar y lo he sentido ya entrar en mi corazón…, él me martiriza…, él me mata… ¡Oh, quitádmelo…! —y alzaba sus manos blancas en aptitud suplicante y se apretaba el pecho como si sintiera dentro de él un dolor agudo.

—¡Esto es horrible! —decía el más joven—, esto es un tormento peor que el del infierno. Tú no sabes cuánto sufro al verla sufrir a ella, ¡oh, qué doloroso es ver que no hay remedio para eso! Mi corazón está más horriblemente lacerado que el de ella, y quisiera poder arrancármelo para no padecer lo que padezco.

El doctor se había acercado a la loca que lanzaba agudos y desgarradores gritos. Veíasela de rodillas, agitada, despavorida: sus hermosos ojos negros parecían saltar de las órbitas y sus labios se comprimían a veces convulsivamente murmurando apenas quejas lastimeras e incomprensibles. Todo demostraba un padecimiento horrible.

—Esta enfermedad del corazón será la causa de su muerte —murmuró el doctor mirándola tristemente—. Pobre niña —añadió—, Dios sabe que yo quisiera volverte la razón y la vida, pero la ciencia es tan vana como estéril; en ciertos casos, todo su poder se reduce tan sólo a conocer su impotencia.

—Pero ¿qué haremos, Ricarder, qué haremos? —preguntó al fin su compañero con voz trémula, señalando a la desconsolada joven, con una mirada llena de tristeza y desesperación.

—¡Nada, Ansot, absolutamente nada! —replicó el doctor con dolorosa calma—. No nos resta más que esperar a que el acceso vaya desapareciendo por sí mismo.

—Sí, sí, ya lo comprendo —replicó Ansot con acento amargo y burlón en tanto fijaba en la enferma una mirada profunda de compasión y de amor intenso—, sólo nos resta sufrir y llorar y arrojar al fondo del océano esos libros que se llaman libros de ciencia… ¡Oh, y cuánto sufre, Dios mío! Cálmate, amada de mi alma —le dijo al fin arrodillándose a su lado y próximo a prorrumpir en sollozos como la mujer más débil—; yo seré tu médico, yo te arrancaré del pecho ese pájaro maldito, yo te salvaré… ¿No es verdad que yo sólo soy el que puede salvarte?

—Sí, sí —respondía la pobre loca mirándole con espantados ojos—; tú, que eres bueno, busca ese pájaro dentro de mi pecho y mátale…

—Pues bien —le respondió Ansot—, pero cierra los ojos que, si no, él no sale porque tú no le veas salir.

Obedeció entonces la infeliz y cerró los ojos; Ansot puso la mano en el corazón de la enferma, él y el doctor fingieron una extraña pantomima, y después de un breve instante de silencio le dijo aquél con aire de alegría.

—¡Ea, ya estás libre!

—Pues, qué, ¿le has muerto ya? —preguntó ella llena de admiración.

Ansot, que esperaba con temerosa ansiedad el resultado de su inocente mentira, hizo un esfuerzo y le respondió con aplomo.

—Sí, querida de mi alma, ¿no has sentido su aleteo angustioso y su último gemido?

—Creo que tienes razón —replicó la desdichada pensativa y con el aire de aquel que recuerda alguna cosa.

Después de esto permanecieron todos en el más triste silencio y la loca lo interrumpió diciendo:

—¡Ahora ya estoy buena! —y acercándose a Ansot le miró con una dulzura que parecía imposible pudiesen encerrarla las miradas de una loca, y echándole al cuello sus brazos de marfil le dijo con tierno acento:

—¡Cuánto te quiero! —y aquella mujer hermosa y espiritual en medio de su locura alisaba con sus manos pálidas y transparentes la melena de Ansot negra como la noche y suave como el raso.

Él cayó a sus pies trémulo de emoción, cruzó sus manos en una actitud de profunda adoración cual pudiera hacerlo un fervoroso creyente de Italia ante la milagrosa Madonna, y permaneció estático contemplándola, la respiración agitada y la mirada brillante de amor. Aquel hombre que quizá nunca había tenido ni un Dios ni una creencia; aquel que tal vez había hollado con su impura planta los sentimientos más santos y los más sagrados preceptos que deben ser respetados siempre, se prosternaba ahora delirante a los pies de una loca para recibir unas caricias que no eran dictadas más que por una razón extraviada.

—¡Cuánto la ama! —pensaba el doctor—. Quiera Dios —añadió— que cese el afán que le devora antes que la muerte sepulte su ídolo en una tumba… antes que la razón que ahora falta a esa desdichada vuelva a imperar sobre su voluntad…, entonces ¿quién sabe? Misterios hay en la vida incomprensibles para todos, felicidades amargas que tienen su base en la desgracia.

Los temores del doctor eran tal vez harto fundados, pero Ansot, ciego, obcecado, porque tal vez la mano de Dios era la que vendaba sus ojos, deseaba con toda su alma la vida de su amada, pero la vida con la razón, y deseaba que desapareciese aquella demencia que llevaba hacia él la mujer más hermosa y más cándida del universo, la mujer que le prodigaba a todas horas las más tiernas caricias con la sencillez de un niño y la resignación de un enfermo dócil y débil.

—¡Volvedle la razón, Dios mío! —exclamó al fin en medio de un loco entusiasmo al sentir sobre su frente las suavísimas manos de aquella falda de blanco ropaje—. Volvedle la razón, y yo os juro elevarla hasta mi rango, hasta mi nombre, uniéndome a ella para siempre por medio de los sagrados e indisolubles lazos que impone vuestra religión santa…; yo, el impío, el ateo, respetaré vuestros sacramentos y expiaré con una vida sin tacha al lado de este ángel mis terribles crímenes… Ya ves, Dios mío, que no abuso de su locura; y tú que todo lo ves, debes de haber leído en el fondo de mi alma que no deseo más que su amor, el amor de su corazón.

Calló Ansot, la loca le miró y se sonrió con gracia, y al mismo tiempo se acercó a ellos el doctor.

Ansot, como el que sale de un sueño, miró con espanto en torno suyo, temiendo a que algún otro le hubiera podido oír.

—Nadie más que yo se halla en los jardines —le dijo el doctor como respondiendo a su pensamiento.

—¡Y es bastante, Ricarder! —contestó Ansot sin poder contener un impulso de enojo—. Te ruego —añadió después con más suave acento— que trates de olvidar esto…

—Yo no recuerdo nada —repuso el doctor—, pero si aquí hay alguno que no debe recordar, a ti es a quien conviene el olvido… Hay pasiones locas y deseos más locos aún, y esas pasiones y esos deseos no pueden atraer más que desgracias sobre la existencia. Adiós, Ansot, pronto vuelvo a cuidar de esa desdichada.

Share on Twitter Share on Facebook