Capítulo XII. Lorenzo


He aquí lo que pasaba en su cabaña.

Smith
 

El socorro que acaba de recibir Esperanza, aunque inesperado y como llovido del cielo, no era sin embargo ningún milagroso auxilio, y en estos tiempos en que en todo se pone mano impía, en que ya no hay velados misterios en que refugiarse el alma crédula, se explica fácilmente aquel suceso y nosotras, como buenas mujeres, y por seguir la moda, lo explicaremos también a nuestros lectores.

En tanto que en aquella lujosa habitación que os hemos descrito sucedían las horribles escenas que acabamos de contar, a muy pocos pasos de allí, en una cabaña sucia, oscura, pobre en fin, otros acontecimientos tristísimos, otras escenas de lágrimas y de miedos, de delirios y de supersticiones tenían lugar durante aquella noche.

Lorenzo, el buen marinero, el caritativo hijo de tan desoladas playas, velaba silencioso al pie del lecho en que se agitaba su hijo moribundo. Gruesas lágrimas caían de sus ojos, empañando la compasiva mirada que lanzaba sobre el pobre niño, y se levantaba en medio de las inciertas sombras de aquella estancia como pálida figura de los cuadros de Rembrandt.

Efectivamente, digno del pincel de este artista era el lugar de la escena y la escena misma; aquel viento que azotaba las olas y las montañas, entrando a bocanadas, aquel gran candil negro, lanzando pálidos resplandores sobre el hogar frío y desierto, aquel niño de mirada febril y de locas palabras, aquel anciano cuyo triste semblante saliendo de entre la sombra era iluminado por el furtivo rayo de una opaca y nublosa luz de saín, todo podía inspirar al sombrío artista una de sus mejores obras.

La pobreza y el hambre habían visitado aquella morada en donde vivía ya la desgracia; muchas veces levantáronse aquel padre y aquel hijo con sus hermanos hambrientos, igual que amenazadores espectros, caminando hacia el palacio del rico para lanzarse en medio de su opulencia. Pero en el palacio no se oían sus voces lastimeras y en vano, como dice el profeta, «clamó la piedra de la pared y respondió la viga del maderaje», y pudieron como él decir aquellos infelices: «pisóme, cuidó más de sus puercos que de mí, infeliz que moría de hambre». El rico era frío como las olas que se estrellan en aquellas costas y sordo como el viento que lleva nuestra voz. Había entrado en aquella cabaña la pobreza, el hambre, la desgracia, la muerte debía entrar también muy pronto.

—Perdóneme usted, padre mío —decía Fausto, respondiendo a su padre que le miraba con lágrimas en los ojos—; no ha sido locura, ha sido un odio implacable que consumió mi vida…, ¡ha sido una cosa horrible!…

Y el inocente padre miró con ojos de espanto al moribundo, que añadió con febril y entrecortado acento:

—¡Ah, padre mío, qué triste es esto! Busque usted quien me sane…, ¡yo no quiero morir…, yo no quiero morir!… ¡Yo me muero!… —gritó desesperado…

El pobre Lorenzo cruzó sus brazos sobre el pecho y murmuró entre dientes santas plegarias que el cielo oyó, sin duda, porque el cielo no podía ser sordo a aquella súplica de lágrimas y de oración que la virtud y la ignorancia levantaban hasta el padre de los afligidos.

—Hijo mío, ¿en dónde hallaré el hombre que te salve? Esto es el desierto, aquí no podemos más que levantar nuestros ojos hasta Dios, que es grande y misericordioso; reza, hijo mío, reza conmigo, que acabo de pedirle tu salud, tu vida.

—¡Recemos, padre, recemos! —murmuró Fausto como si en aquello consistiera su salvación—. Recemos hasta que asome el día… ¡Ah, si al penetrar el sol por nuestra cabaña me hallara fuerte y ágil como en otros días!… Recemos, padre… empiece usted…

Y el pobre Fausto hizo con mano incierta y tratando de incorporarse la señal de la cruz.

Su padre se hincó de rodillas y alzó de nuevo su oración, rústica y sencilla, llena de sentimiento, de ternura, que el enfermo repetía con ansiedad. Largo tiempo duró aquella plegaria, largo tiempo aquellos dos desdichados unieron sus rezos hasta que Lorenzo quedó sumido en una triste meditación, en largo y silencioso éxtasis.

Pero de pronto alza la cabeza; la voz de su hijo sonó en su alma como un grito de agonía; Fausto proseguía su interrumpida oración, y la proseguía en voz cada vez más alta, con fervor delirante, con la exaltación de un loco.

—¡Salvadme, Virgen María, salvadme!…; yo os doy gracias, señora, porque me permitisteis matarle, sí, porque él ha debido morir. Ahora, pues, ¿quién me la arrebatará? Yo la esconderé en donde nadie pueda verla…, no me abandonéis ahora que ha muerto, ¡salvadme!

Oyó Lorenzo estas palabras que cayeron sobre su corazón como gotas de metal hirviendo. Dirigióse a su hijo…

—¿Tú qué hiciste, desdichado? —y se acercó a él, levantando el brazo.

—Es la muerte, padre mío, es la muerte —añadió Fausto—, apartadla de mi lado, me hace señas, me sonríe, sus ojos son de llamas… ¡Oh, decidle que se aleje de aquí…, que se vaya…, que me deje! Enfrente está él, que lo lleve…, él es el que debe morir.

El pobre padre bajó el brazo e inclinó la cabeza sobre el seno.

—¡Dios mío —murmuró—, amparad a mi pobre hijo! No le dejéis morir antes que pida perdón al que quiso matar…, porque él quiso matarle —añadió el buen viejo con tristeza—, yo lo he oído de su propia boca. ¡Oh, señor, señor!, no permitáis que muera antes que le pida perdón y antes que él se lo conceda. —Y acercándose a Fausto y llamándole le preguntó con la más tranquila tristeza, con la más santa compasión—: Pero ¿a quién has querido matar, desdichado, a quién has querido matar?

—¿Lo sé yo acaso? —respondió Fausto como quien recuerda, pero preso todavía de su vago delirio—. Yo ignoro su nombre, pero no las lágrimas que hacía verter… Pero aquella noche, ¡qué noche…!, el infierno debía jugar con los hombres…, yo le vi un puñal…, Esperanza lloraba… ¡lloraba Esperanza!… después no sé más… yo me lancé sobre aquel hombre del látigo y del puñal, aquel que sonreía y nos helaba la sangre de terror… entonces pasó… en fin, todo fue rápido como el rayo; oí un grito, vi sangre, él decía ¡yo muero!, y yo que iba huyendo contesté a su grito de agonía con un medroso regocijo que llenó toda mi alma. Mucha felicidad fue para mí, trabajó mucho mi odio y este lecho me esperaba, pero, desde entonces, ¡cuánto no habrá pasado en su opulenta mansión! ¡Padre —dijo después de un breve momento de silencio—, id a ver si ha muerto!…

Cuando dijo esto el pobre niño cayó sin sentido, y Lorenzo, que creyó era llegada su última hora, temió por la salvación de aquella alma criminal.

—¡Dios mío! —exclamó entre sollozos, levantando sus manos al cielo—. No permitáis que se muera sin que le perdonen: ¡tened lástima, Señor, de este pobre viejo! Voy a buscarle…

Y salió corriendo y se dirigió al palacio de Alberto.

Era precisamente aquella hora en que mayor confusión reinaba en todos sus ámbitos. Teresa había huido, dejando clavada en el alma de Alberto su amenaza como víbora roedora; ella huyera como corzo a quien persiguen cazadores y que se interna en lo más escabroso del bosque. Alberto había echado tras ella su jauría, aquellos criados suyos, criaturas más viles que él porque vivían de las migajas del crimen, contentos con sus oprobios. El buen Lorenzo halló franca la entrada, cruzó salas y habitaciones desiertas cuyas paredes parecían repetir como un eco las postreras palabras de sus dueños y conservaban todavía el calor de los moradores que acababan de abandonarlas.

De repente detienen su marcha solitaria sollozos y gemidos, voces que pedían socorro…

Lorenzo creyó reconocer aquella voz, se dirige entonces hacia el sitio de donde parecían salir las voces, llega y por primera vez halla una puerta cerrada: le da un fuerte golpe y la puerta salta hecha astillas.

Entonces vio lo que nunca pensó haber visto…

Un hombre se adelantó hacia él, pálido de cólera, los ojos chispeando, un hombre que le puso los puños en los ojos, preguntándole:

—¿Qué queréis aquí, miserable?…

Lorenzo le separó a un lado y le dijo:

—¿Qué es esto? ¿Miserable yo? ¿Quién de los dos? Veámoslo.

Y mientras aquellos dos hombres se acercaban y se injuriaban como si quisiesen dejar hervir su cólera para que su explosión fuese más siniestra, Esperanza se deslizó como una blanca y tímida sombra sobre las paredes de raso y huyó como Teresa…

¡Dejadla! ¡El cielo proteja a la paloma que cayó de las garras del águila! Los ángeles guíen su vuelo.

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