Capítulo XVI. Sorpresa


¿Cuál, di, bárbara arena
de sierpe has dejado engendradora,
por turbar la serena
dulce tranquilidad que en este mora
tan grato como pobre albergue, donde
sellado el labio la quietud se esconde?

Góngora
 

Los alegres días de la primavera pasaban ligeros reverdeciendo los campos y haciendo brotar en los árboles la fruta que madura el estío.

Las horas marchaban más lentas, la atmósfera era más calurosa, el sol más brillante: la naturaleza bañada ya por unas tintas más fuertes y vigorosas se animaba rápidamente para presentarse al despertar de una aurora calurosa y sin nubes, adornada con su belleza risueña y su majestad triunfante.

Las estrellas tapizaban el cielo después de la hora del crepúsculo en apiñados grupos relucientes, como mazorcas de diamantes, y la luna, ese astro melancólico que parece despedir reflejos de sentimiento y ternura sobre el corazón que sufre, ese sol de la noche ruboroso y tímido como la primer caricia de amor de un semblante inocente, esa luz cariñosa y suave que ilumina y disipa las tinieblas sin delatar los secretos que descubre con su mirada lánguida y tranquila, extendía sobre la tierra ese color naranja blanquecino con que la hace aparecer fantástica, bella, convidando eternamente a la dulce meditación y al reposo.

En esas noches de verano tan ligeras y tan breves, tan puras y tan claras que parecen la continuación de un día menos brillante pero más suave y hermoso que el que acaba de esconderse tras las montañas y los mares, en esas noches, repetimos, creemos que sólo se puede creer y gozar, que sólo es posible soñar con los ángeles, respirar entre las flores y entonar alabanzas al Ser Supremo desde el fondo de nuestro corazón, y el que en ellas maldice o llora, aquel que al alzar sus ojos al cielo que la luna ilumina los alza empañados por el vapor amargo de una lágrima, aquel que no desarruga la ceñuda frente cuando en torno suyo sólo se escuchan los murmullos pudorosos de todos los seres que, demasiado castos y sensibles, no pueden soportar que la luz del sol contemple sus placeres y sus fiestas y esperan a que las sombras cubran la tierra para empezar sus pláticas y sus conciliábulos misteriosos, el que permanece indiferente y helado cuando todo respira y vive en la felicidad, debe ser muy desgraciado y encerrar en el fondo de su corazón el germen de un mal incurable.

Tal era el estado en que se hallaba Ansot una de las últimas noches de mayo, noche clara, serena y llena de perfumes y tranquilidad.

Los árboles cargados de hojas platicaban en la sombra con las brisas nocturnas, las flores se besaban cariñosamente sin que percibiera nadie el chasquido suave de sus labios, y los peces en el fondo de los estanques, los insectos entre la yerba, y las mariposas en sus perfumados lechos, todos gozaban de esa felicidad que concede el reposo, y al que suelen ir unidas secretas afecciones y deseos satisfechos sin vergüenza y sin remordimiento.

Ansot vagaba solitario por los bosquecillos sombríos de la quinta semejando alma errante que recorría en silencio tan hermosos lugares, extraño ser condenado a perpetuas vigilias.

El ruido de sus pasos, ya apresurados, ya lentos, apenas se percibía sobre el césped, y sus cabellos negros y rizados flotaban a merced de las apacibles brisas.

Grande debía ser el dolor de su alma cuando tan indiferente a todo se mostraba. Su existencia siempre turbulenta y agitada sembrada de ambiciones y deseos satisfechos, y no teniendo por ley y juez de sus acciones más que un refinado egoísmo, había marchado por una senda estéril en sentimientos generosos y ajena a toda creencia santa. Manchada tal vez su vida por extraños crímenes, desconoció el remordimiento, y juguete de sus vicios, fluctuando en una atmósfera de cieno rodeada de perfumes, no pudo comprender envuelto en infectos vapores que había otro ambiente más puro.

Él, siempre impío y sacrílego ningunos lazos había respetado, nada había resistido a su paso devastador.

¿Quién sería capaz de penetrar en el vasto campo de su conciencia culpable? Tan tenebrosos serían sus ámbitos, tan nublados sus horizontes que no acertaríamos a distinguir en su fondo otra cosa que el caos y las tinieblas. Pero él jamás había vuelto hacia ella sus ojos, y alegre y feliz, si acaso puede llamarse felicidad y alegría a la exaltación de los sentidos, siguió sin retroceder la marcha que le trazaran sus pasiones y su destino.

Pero llegó un día radiante como el sol y abrasador como el fuego que, cambiando de pronto sus sentimientos, redujo a un punto solo sus ambiciones, sus deseos y sus esperanzas, y aquel día de tormenta para su alma era el día en que empezaba su expiación.

La copa de la amargura se acercó por primera vez a sus labios cubierta de flores para que fuera más terrible el engaño, y al fin, despeñado de la alta cumbre hasta donde le había alzado su voluntad imperiosa e indiferente, tuvo que arrastrarse dócil, suplicante, por la trillada senda del martirio que le está reservada al hombre.

En el corazón de Ansot, depravado y corrompido por toda clase de maldades, había nacido al fin un sentimiento ajeno a toda liviandad, un deseo que no podía satisfacer.

Este deseo era el amor de aquella mujer demente, de quien era absoluto dueño y a quien sin embargo respetaba como a un Dios, esperando ver aparecer en sus labios o en su mirada un vislumbre de razón.

Era su deseo un tormento de todos los instantes que torturaba su alma llevándole indistintamente de la esperanza a la desesperación, y de la desesperación al delirio y a los transportes del amor más fantástico y más vehemente que fuera capaz de abrigar un corazón humano. Aquella sed de cariño que le devoraba como una fiebre ardiente, pero no de cariño impuro, pues ése podía obtenerlo por la fuerza, sino de ese cariño santo que emana del alma; aquellos otros goces espirituales con los cuales soñaba y que la languidez cariñosa de la pobre loca había revelado a su espíritu, ciego hasta entonces para esa luz suave que emana del cielo, aquello era su dolor continuo, que le iba consumiendo lentamente sin que hallara el más leve remedio para su mal.

Cuando un hombre que ha permanecido encenagado en el vicio la mayor parte de su vida despierta alguna vez a ese nuevo mundo ideal en donde se encuentra extraño y como de paso, cuando despierta en medio de esa atmósfera transparente y clara, hacia la cual sonríen los ángeles, ese hombre, entonces, más avaro que ninguno de aquella felicidad, la busca desalentado y frenético, enloqueciendo con ella si acaso la encuentra y muriendo entre tormentos que sólo él alcanza a comprender si acaso cree mentira cuando la estreche entre sus brazos. Y es que esos hombres gastados por los goces materiales quieren acogerse delirantes a aquellos otros que sin duda no fueron hechos para ellos, sino para martirio y expiación de sus pasados errores; los contemplan a cada instante hermosos, flotantes y purísimos, como aquel héroe del Dante a quien la muerte le había arrebatado su amante, con que quiso unirse suicidándose, y al que castigó el cielo arrojando su alma a los profundos abismos, desde cuya cavernosa entrada la veía el desdichado pasar y volver a pasar, llena de hermosura y de gloria, sin que pudiera tocar jamás las orlas de su ropaje flotante y celestial.

En vano Ansot esperaba ver llegar el ansiado instante en que la pobre loca, vuelta a su razón, pudiese murmurar a su oído:

—¡Yo te amo y mi vida te pertenece para siempre!

Ella le acariciaba continuamente y con todo el abandono que le permitía su demencia, pero Ansot no hallaba en sus miradas llenas de ternura más que la vaguedad de un sentimiento que no se permitía a sí mismo.

—¡Su razón o la muerte! —exclamaba entonces aguijoneado por los más encontrados sentimientos—. Estas involuntarias caricias, tan puras, tan celestiales, estas caricias con que me brinda el acaso, caricias suyas sin embargo…, no hacen más que aumentar mi ansiedad y rodear mi vida de una dulzura mezclada de tormentos. Copa de felicidad que se acerca a mis labios sin apagar mi sed, flor hermosa cuyos aromas causan vértigos y dan la muerte… ¡Oh, si yo pudiera volver a aquellos pasados días en que, bella todavía como un capullo cubierto de rocío, era dueño de sus acciones, de su voluntad!…, pero ¿quién sabe? —murmuraba entonces con voz sombría—, en aquel tiempo me odiaba con toda su alma, ¿y quién puede asegurarme que ahora no me aborrecerá también?

La noche a que nos referimos era una de esas noches de prueba para un alma lacerada. Abandonara su lecho en donde no hallaba reposo y, vagando a la ventura por los jardines, buscaba en vano entre las sombrías alamedas la dulce frescura del rocío, para que calmase el ardor que abrasaba su frente enjuta y marchita por los continuos y revueltos huracanes que combatían en ella.

La esperanza, esa seductora y alada compañera que rara vez nos abandona en nuestra vida, esa virgen risueña y consoladora que se levanta siempre tranquila y cariñosa a través del infortunio que pretende envolvernos en sus fúnebres vapores, se había ocultado a las calenturientas miradas de Ansot, que, errante en medio de las tinieblas, estaba próximo a despeñarse en los abismos de la desesperación.

El cielo parecía no haber escuchado ni sus falsos votos ni sus fervorosas oraciones.

Sin duda ese Dios justo y santo que vela por los desvalidos no quería volver a aquella infeliz una razón que le mostraría de nuevo las amargas realidades de una existencia que sin duda le debió ser muy pesada e insoportable cuando llegó a perder el conocimiento de ella. La pobre loca, más loca que nunca, parecía sucumbir bajo el peso de sus padecimientos y, como una flor falta de savia y de vida que inclina su corola hasta tocar la tierra, inclinaba ella su rubia cabeza y su cuerpo como sobre una sepultura que creeríamos contemplar abierta siempre por una mano invisible, bajo sus plantas trémulas y vacilantes.

El doctor afirmara a Ansot que aquella noche terminaría la crisis de la enferma y que era fácil que sucumbiera en ella, y éste, al ver que todas sus ilusiones y todos sus afanes iban tal vez a hundirse en el fondo de un sepulcro, sintió helársele la sangre en el corazón y trastornarse su cerebro.

—Esto no puede ser cierto —exclamó lanzándose fuera del lecho que lastimaba su cuerpo como si fuese de espinas—. ¡Oh, no es posible que muera!…

Y se lanzó frenético entre la espesura de los jardines; y allí, en medio de la soledad, caminando con lento y desesperado paso, y en una especie de inacción bajo la cual hervía todo el fuego y toda la actividad de un alma enferma y condenada al martirio, tomó asiento al lado de una fuente rústica cuyo apacible murmullo contrastaba notablemente con la alteración profunda que sufrían sus pensamientos.

La tormenta había estallado al fin en aquel espíritu rebelde y corrompido, que por la primera vez de su vida se sentía herido de muerte.

Las víctimas que él habría inmolado en el mismo altar en que gemía ahora también, sábelo sólo Aquel que todo lo ve y todo lo juzga desde su trono omnipotente, pero ¿qué importaba esto? Él sentía el dardo dentro de su corazón y por lo mismo no podía atender más que a su propio pesar, y esto no era sólo defecto de Ansot. ¿Hay alguien a quien conmuevan los dolores ajenos cuando le aquejan los suyos?

—El cielo es injusto —decía Ansot— y el arrepentimiento parece que no siempre basta para alcanzar la misericordia divina; Dios desoye mis súplicas; ¿qué debo hacer, a quién volver los ojos si no he de hallar compasión para mi dolor?… ¡Oh, morir ella! ¿Qué será de mí entonces? ¡Dios mío, Dios mío! Perdona mis pensamientos tan blasfemos como mis palabras, yo no podré vivir sin ella; ¿con cuánta amargura no vendrá llena la muerte para mí, sin haber antes saboreado las delicias de su amor casto, de aquel amor que debe participar de tu divinidad?

Ansot guardó silencio, torrentes de lágrimas abrasadoras inundaban sus ojos y sollozaba como una débil mujer, y cansado y rendido de aquella lucha impotente y desesperada, de súplicas y blasfemias, se entregó de nuevo a esa dolorosa inacción del hombre que no quiere ni interrogar al porvenir ni levantar el velo que cubre su pasado, porque todo ello debía traerle penosas sensaciones.

La noche seguía tranquila y serena, y la luna, filtrando entre el follaje su descolorido rayo, iluminaba fantásticamente el agua que cayendo de la fuente seguía, como pequeño raudal, su curso entre las yerbas y las flores que tapizaban el suelo.

Ansot inmóvil, pálidas las mejillas, la cabeza descubierta, la mirada turbia, parecía la estatua del remordimiento, o un ángel caído que iba a llorar avergonzado al fondo de los bosques su desgracia sin término.

Mil tumultuosas ideas cruzaron por su cerebro, vasto y fantástico panorama que se desenvolviera ante sus ojos presentándole, hacinados y en montón, todos los placeres y todas las escenas de su vida. Ellas pasaron por delante de sus ojos, ya mordaces, ya voluptuosas y sarcásticas, hiriendo cada una su corazón de un modo indefinible y tocando las fibras más delicadas de su pecho. Jamás fenómeno tan extraño le había hecho recordar su pasada vida, sumida en los pliegues del más completo olvido, ni sombras más fantásticas habían girado en torno suyo volviendo a encender las apagadas cenizas de sus recuerdos.

¿Sería tal vez que algún espíritu de las tinieblas se complacía en presentar ante sus conturbados ojos el abandono en que había dejado a algunos corazones nacidos para amar y vivir en los goces puros y tranquilos de un alma justa, y la orfandad en que había dejado seres inocentes, a quienes hubiese arrojado lejos de sí como un mueble importuno cuando debía cobijarlos y darles abrigo bajo el techo paternal? Lo ignoramos, pero es lo cierto que Ansot se levantó despavorido y arrojó en torno suyo una mirada de espanto y arrodillándose exclamó alzando las manos al cielo:

—¡Perdón, Dios mío! Yo borraría tantos males si fuera posible…, pero ya todos habrán muerto… Aquella pobre niña que tal vez era mi hija, ¿tenía culpa acaso de la infidelidad de su madre? ¡Y su madre…! Desdichada mujer, yo la había sumido en el cieno del vicio, yo la había enseñado a ser mala cuando ella era buena; sí, buena, ¡ahora lo comprendo!… ¡Candora! ¡Ah, pobre Candora! Yo arranqué a tu hija inhumanamente de tus brazos maternales y te dejé gemir y desesperarte. ¡Cuán infame he sido!… He sabido que vivías, que habías llegado hasta la puerta de mi casa…, pero he tenido miedo, lo confieso, temí que fueses su sombra; por eso mandé a mis criados que te arrojasen de allí… Perdóname, perdóname y vuelve, verás entonces cómo te recibo en mis brazos igual que a una hermana: y tú me perdonarás para que Dios se apiade de mí y para que ella me ame.

—¿Quién es el que me llama? —prorrumpió una voz ronca en medio de la oscuridad—. ¿Quién es el que dice perdón?

Y apareció al lado de Ansot como evocada por un misterioso conjuro una mujer alta, pálida y desgreñada, roto en cien jirones el pobre vestido que dejaba descubiertas sus carnes.

Ansot, mudo de terror, ni acertó a exhalar un grito, ni a retroceder un solo paso ante aquella extraña aparición que pudiera tomarse por una sombría creación del Tasso en medio de los frondosos bosques de Italia, que tan bien sabía poblar de trasgos y apariciones.

Pero aquella mujer se acercó a él con pasos acelerados y fijando su mirada extraviada en el rostro de Ansot, exclamó dando un grito de alegría:

—¡Al fin te hallé, pirata del África! —Y aquella mujer reía y lloraba presa de un delirio loco y sangriento. Su voz tenía una fiereza salvaje y su lengua trémula parecía triplicar las palabras que se aglomeraban rápidas en sus labios enjutos.

Empezó entonces una lucha terrible entre ambos; cuando Ansot pudo huir por las revueltas encrucijadas de los jardines, cuando llegó a su casa, era tal lo exaltado de su imaginación, la extraña vivacidad de sus miradas, la multitud de veces que repetía «¡Candora! ¡Candora!», que sus criados creyeron que en aquella casa se abrigaban ya dos locos en vez de uno.

Sólo una persona indiferente al parecer a cuanto allí pasaba murmuró alzando los ojos al cielo:

—¡Dios es justo!

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