Capítulo XI. Otra vez libre


¿Quién me podrá estorbar que yo la siga?

B. Saint-Pierre
 

Pocos días habían transcurrido desde el acontecimiento de que acabamos de hablar cuando una nublosa y fría tarde, cual acostumbran a serlo en aquellos sitios, penetraba Alberto en un pequeño y elegante gabinete situado en la parte baja del suntuoso edificio.

Hallábanse allí Teresa y Esperanza que reclinaba en el regazo de su madre aquella rubia y hermosa cabeza que Teresa acariciaba con aire de triste cariño.

Suspiraban ambas de un modo que indicaba bastante el profundo dolor en que estaban anegados sus corazones, y nadie creería que la felicidad pudiese haber posado allí nunca su encantado vuelo, tal era el helado aspecto de tristeza y amargura que cubría los semblantes y las paredes en donde parecía reflejarse aquella ruda tristeza.

Cuando Alberto entró en la habitación Esperanza se levantó con viveza y exhalando un gemido doloroso murmuró llena de espanto:

—¡Madre mía! Aquí está ya, ¿qué va a ser de nosotras? —y cogió con su mano temblorosa la helada mano que instintivamente le alargaba Teresa, como si quisiese tomarla bajo su débil amparo.

Al ver a su marido, Teresa se estremeció ligeramente, mas su rostro pálido y severo permaneció impasible ante aquel formidable enemigo que venía, sin duda, a confundirlas bajo el peso de su ira y de sus maldades.

—He aquí el instante que temía —se dijo a sí misma—, Dios tenga misericordia de nosotras.

El balcón estaba abierto, la niebla fría y húmeda entraba como helada y parda y movible fantasma, cubriendo el paisaje de más oscuridad y de más tristeza, y Alberto, que había dirigido desde allí su mirada inquieta sobre la oculta campiña, dijo volviéndose hacia las dos pobres mujeres:

—La atmósfera está cargada, la noche se acerca y es necesario disipar, antes que ésta llegue, los malos vapores que han inundado estas habitaciones para que al cerrarse las puertas y las ventanas, no se queden como enfermos espíritus envenenando el sueño de los que viven en esta casa —calló un momento y añadió después apartándose de la ventana, volviéndose hacia Teresa con aire de afectada galantería—. Veamos —exclamó—, ¿cuál te parece mejor, que yo con mis propias manos te arroje de este balcón, o que mis criados se molesten en hacerte salir por la puerta principal?

Teresa palideció de ira al escuchar tan insolentes palabras y su primer impulso fue, sin duda alguna, arrojarse a aquel hombre impío y ahogarle entre sus manos pequeñas, pero vigorosas; mas un instante de reflexión bastó a hacerla ver cuán inútil sería su lucha, cuán en balde gastaría sus fuerzas; cómo ella, débil mujer, sería aplastada bajos los pies del coloso que se llama hombre; y por eso, comprimiendo sus primeros impulsos, respondió con la mayor sangre fría:

—En el caso de que yo juzgase conveniente salir, creería más aceptables los golpes de tus criados…, su contacto, me honraría más que el de tus manos; sin embargo, no creo todavía necesario el que yo opte por ninguno de esos dos extremos, o mejor dicho de esos dos ofrecimientos tan dignos de ti.

Reprimió Alberto un rápido impulso de cólera que llenó su pecho al escuchar estas palabras que, sin duda alguna, no esperaba oír, y la respondió sonriendo:

—En ese caso volveré al momento a recibir tus órdenes —y salió del gabinete.

Cuando volvió a entrar, le acompañaba un criado que traía un pequeño envoltorio de ropa al parecer tosca y vieja.

—Ruego a usted —dijo Alberto, dirigiéndose a Teresa con grosero tono—, que se despoje de ese traje, impropio de su clase y de su cuna, para sustituirle con éste que debe usted conocer bastante —y le señalaba el que el criado había empezado a desdoblar entre sus manos como para hacerle ver de este modo cuán triste era su extremada pobreza.

Teresa quedó suspensa por algunos momentos, pero, al fin, levantándose resueltamente del asiento cogió la ropa que le presentaban diciendo al propio tiempo:

Mucho me alegro que me devuelva usted lo que un día me ha arrebatado juntamente con mi tranquilidad. Abandono de muy buena gana, y no por obedecerle, este terciopelo cambiándolo gustosa por mi antiguo traje de pescadora. Usted no era digno de verle y tocarle a todas horas pues que sólo se ha humedecido con el agua del mar y con el sudor de mi trabajo, y éste que voy a dejarle como un despojo, usted lo sabe mejor que yo, es fruto del robo y tal vez está manchado en sangre inocente.

—¡Silencio! —gritó Alberto trémulo de ira—. ¡Sella tus labios o no sales viva de aquí!…

—Me probarías más y más —repuso imperturbable Teresa— que la mordaza que acostumbras poner a los que pueden delatarte es la muerte. Sin embargo, debo advertirte que te haría pagar cara la mía —y volviendo la espalda a su marido se entró en la alcoba del gabinete.

Hizo entonces Alberto una seña a su criado y dirigiéndose a Esperanza que se hallaba muda de terror, le dijo con voz suave:

—En tu madre vas a ver los efectos de una resistencia inútil y de una fuerza gastada en vano…, ya ves la suerte que te espera si sigues su ejemplo.

—¡Yo no quiero esperar nada…! —contestó Esperanza bañada en llanto—. Lo que quiero es que me dejen marchar con mi madre.

—¡Bien, muy bien! —dijo Alberto con maligna sonrisa—. Tú misma haces que se acerque tu suplicio…

En aquel momento Teresa salió de su alcoba vestida con su antiguo traje de pescadora y aunque, a decir verdad, desmerecía éste bastante del que acababa de abandonar, la belleza de la desdichada mujer no había disminuido nada bajo la tosca tela de su ropaje.

—Aquí me tienes otra vez, la misma de otros días —exclamó dirigiéndose a Alberto con altivo ademán—. Soy Teresa la expósita, Teresa la pescadora, que desceñida de la ropa de infamia que le has cubierto no quiere sufrir no ya los golpes de tus criados, ni aun la más pequeña insolencia tuya… Silencio por un instante —dijo a Alberto que iba a interrumpirle—. ¡Silencio! —añadió con un acento que indicaba una fuerza de voluntad indomable, pues el soberbio espíritu de aquella mujer se revelaba ahora en toda la nobleza y con todo el orgullo de sus instintos—. Esta casa es tanto tuya como mía —prosiguió con altanería—, yo soy tu esposa legítima y cuanto posees me pertenece como a ti; pero yo me avergüenzo de ello y me desdeñaría de ir ante ninguna persona a reclamar unos derechos que no quisiera tener sobre ti. Los crímenes de tu vida pesarían demasiado sobre mi conciencia y sólo el amor que te profesaba sería capaz de retenerme a tu lado…, pero mi corazón está ya marchito y no cabe en él el pasado amor… Yo me alejo de tu casa para siempre por mi propia voluntad…, tu mano no tocará uno solo de mis cabellos. Y diciendo esto se acercó al balcón que se alzaba a poco trecho del suelo.

Alberto permanecía a su pesar subyugado por el acento e imponente aspecto de aquella mujer que tan humilde había visto a sus plantas y que ahora la veía alzarse en todo él, lleno de un orgullo que nadie era capaz de domar.

Ella le acosaba, le irritaba con sus palabras, con su ademán, con su terrible mirada, sin tener en cuenta que Alberto podía lanzarse sobre ella, ahogarla entre sus poderosos brazos y apagar de este modo aquella voz vibrante que le lastimaba. Muchas veces el débil cuenta con sus flacas fuerzas para vencer al fuerte.

Al notar la actitud de Teresa, Esperanza conoció que iba a faltarle su único amparo y acercándose a su madre le cogió las manos, las besó con tristeza, las inundó de lágrimas y le pidió con aquellos besos y con aquel llanto que no la abandonase, que no dejase la paloma en las garras del águila.

—No te abandonaré, hija mía —le dijo estrechándola cariñosamente en sus brazos—, vendrás conmigo…, no quedarás en poder de ese hombre —e hizo un gesto de desprecio.

Alberto entonces, ciego de ira, se abalanzó a Teresa y la detuvo en tanto no llegaban los criados a quienes llamaba a grandes voces, pero aun éstos no habían acudido al llamamiento de su amo cuando Teresa, logrando desasirse de los brazos de hierro que la sujetaban, saltó del balcón y huyó diciendo al mismo tiempo a Esperanza:

—No temas, hija mía, luego vuelvo a buscarte.

El rico insolente, el fuerte, tembló entonces y no pudo hacer más que decir a sus criados en medio de la furiosa exaltación que le dominaba.

—¡Todo el dinero que quiera al que la traiga! ¡Ea, marchad pronto, no dejéis piedra sobre piedra, buscadla en todos los sitios, no haya el más pequeño rincón en que vosotros no penetréis…, traédmela, ya sabéis cómo es vuestro amo…, no volváis hasta encontrarla!…

Los criados salieron, Alberto entonces se halló frente a frente y solo con Esperanza, acercóse a ella con aire resuelto, toda la ira de su corazón le rebosaba en la mirada colérica; al verle, Esperanza tembló como la hoja del árbol agitada por el viento. Carecía la pobre niña del valor y las fuerzas de su madre para combatir con aquel hombre cuya sola presencia le amedrentaba; no obstante, reunió instintivamente sus pobres fuerzas contra aquel coloso que se lanzaba hacia ella con los ojos inyectados de sangre y lívidas las mejillas. La paloma se rebelaba contra el milano sin pensar siquiera que iba a morir aleteando inútilmente y queriendo herirle con su pico suave y acostumbrado sólo a las caricias.

Halláronse ya, como hemos dicho, frente a frente, solos, sin que el menor auxilio pudiese venir en favor de aquella débil niña.

Cualquiera diría que allí iba a pasar una cosa horrible…

Alberto cerró la puerta y se acercó a Esperanza: sólo Dios podía saber con certeza quién saldría vencedor de aquella lucha porque la lucha empezaba; sin término, sin piedad.

Share on Twitter Share on Facebook